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Leopoldo María Panero, el personaje y el poeta

Para los habitantes de mi ciudad era el poeta loco, el que desde hacía un par de décadas estorbaba el paso a los viandantes, se reclinaba al sol en un banco de San Telmo, el que trasegaba ingentes cantidades de Coca Cola y quemaba cigarrillos, uno tras otro; con voz nasal, con mirada torva, con gestos de reojo a quienes no vivían en ese mundo en el que solo cabía él.

Para los habitantes de mi ciudad era, sí, un personaje, un hombre desconcertante que daba conferencias en garitos o publicaba libro tras libro, solo o a cuatro manos con poetas locales.

Muchos de los habitantes de mi ciudad no le han leído: para ellos es una leyenda, la presencia cercana en su mundo terrenal de semáforos y pasos de peatones de aquel que, según dicen los que entienden, ha descendido hasta el último sótano del Infierno y ha vuelto para contárnoslo.

Muchos ignoran el alcance, el tamaño de la obra de ese animal extraño y bello que es Leopoldo María Panero, quien falleció anoche, probablemente sin recibir los Santos Sacramentos ni la Bendición Apostólica porque maldita la falta que le hacían.

Leopoldo María, último de su estirpe, hijo mediano de Leopoldo Panero, hermano de Juan Luis y de Michi (el más desmedido de los desmedidos hijos de Felicidad Blanc), benjamín de los Nueve Novísimos antologados por José María Castellet en 1970 (José María Álvarez, Manuel Vázquez Montalbá, Pere Gimferrer, Vicente Molina Foix, Antonio Martínez Sarrión, Félix de Azúa, Guillermo Carnero y Ana María Moix, también recientemente fallecida) había continuado publicando incesantemente nuevas entregas de su obra poética desde 1968, además de hacer incursiones narrativas y ensayísticas y traducciones personalísimas (si eres amante de las curiosidades, no deberías perderte Matemática demente, la divertida selección de textos lógicos de Lewis Carroll que publicó en Anagrama).

Ambos, el personaje y el poeta, forman ya parte de nuestra memoria, acaso de nuestra biografía sentimental. El primero, humano, falleció hoy. El segundo, inmenso, sigue y seguirá vivo en su oficio ya para siempre. Si conocías al primero y nunca has frecuentado al segundo, ahora tienes una excusa perfecta para hacerlo (una lástima que no descubramos a algunos poetas hasta que mueren, pero seguro que no será la primera vez que te ocurre). Su Obra Completa consta de dos entregas publicada en Visor por Túa Blesa, pero también hay una cantidad ingente de libros suyos editados por Lumen, Huerga y Fierro, El Ángel Caído, Hyperión, Valdemar o Calambur. Ahí están los Poemas del manicomio de Mondragón, Tango o Sombra, esperándote. Si aún no sabes si te interesará, te dejo aquí una muestra, antigua y leve:

A FRANCISCO

Suave como el peligro atravesaste un día

con tu mano imposible la frágil medianoche

y tu mano valía mi vida, y muchas vidas

y tus labios casi mudos decían lo que era el pensamiento.

Pasé una noche a ti pegado como a un árbol de vida

porque eras suave como el peligro,

como el peligro de vivir de nuevo.

“Last night together” 1980

Para los habitantes de mi ciudad era el poeta loco, el que desde hacía un par de décadas estorbaba el paso a los viandantes, se reclinaba al sol en un banco de San Telmo, el que trasegaba ingentes cantidades de Coca Cola y quemaba cigarrillos, uno tras otro; con voz nasal, con mirada torva, con gestos de reojo a quienes no vivían en ese mundo en el que solo cabía él.

Para los habitantes de mi ciudad era, sí, un personaje, un hombre desconcertante que daba conferencias en garitos o publicaba libro tras libro, solo o a cuatro manos con poetas locales.