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Macrogranjas y por qué no mirar para otro lado

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El debate de la instalación de las macrogranjas tiene un trasfondo muy interesante y mucho más trascendental que el de las cansinas guerras electoralistas.

Salvo para los desquiciados negacionistas, impermeables al conocimiento y a la evidencia científica, la realidad del colapso se impone en todos los ámbitos en los que se desarrolla la existencia de la humanidad. La acción de la humanidad, las actividades de las personas que habitamos este mundo, está afectando gravemente al equilibrio natural del planeta. En el último siglo, el modelo de producción y lo que se ha definido erróneamente como desarrollo económico ha obviado los límites físicos de la tierra. El sistema económico del primer mundo se ha centrado única y exclusivamente en el desarrollo sin control del capitalismo, en el consumo, el gasto energético y la mal llamada sociedad del bienestar.

Las políticas económicas, carentes de cualquier tipo de control, han promocionado el “desarrollo” sobre la base del consumo, el gasto y el derroche de las materias primas. Una vez agotados los recursos de los continentes “desarrollados”, contaminado el agua, toxificado el aire, abusada la tierra y extraídos los minerales hasta su extenuación, la maquinaria de la economía capitalista se dirigió a esquilmar las materias primas de los continentes “no desarrollados”.

En la actualidad, Europa sufriría un colapso inmediato si las fronteras de Africa, Oriente próximo y Asia se cerraran con los mismos muros y cuchillas con las que impedimos el paso de personas. La pandemia ha demostrado que España ya no produce nada más que bares de copas y chiringuitos de playa y que Europa no está preparada para abastecer las necesidades más básicas de la sociedad (alimento, sanidad o tecnología) sin someterse al mercado asiático.

Mientras se han extraído masivamente los recursos del planeta para vivir con más comodidad, disfrutar del ocio, lucir lujos y construir parques temáticos para encontrar la felicidad, el contrapeso de la desigualdad social se extendía como una mancha de aceite en nuestras ciudades. A la sociedad del lujo y el ocio le sobran personas que aspiren a recibir un salario por su trabajo. Las clases medias han perdido su estabilidad y seguridad económica, la precariedad laboral se ha instaurado en la juventud, la pobreza infantil supera todos los récord, los bancos de alimentos se desbordan al mismo ritmo que se agota el mercado de materias primas y la riqueza se concentra en el 1% de la población.

La liquidez de las grandes empresas se ha invertido masivamente en patrimonios personales, se ha derivado a paraisos fiscales o se ha derrochado en el vivir aquí y ahora, por lo que gran parte del tejido empresarial del país no ha soportado las crisis consecutivas que venimos sufriendo desde 2007. El país echa el cierre o se vende en piezas, primero el suelo, después los medios de producción, ahora la industria turística.

Los bancos reparten beneficios entre su accionariado al tiempo que reciben miles de millones de fondos públicos para su saneamiento. El sistema fiscal no promociona el reparto equitativo de beneficios y cargas. Los servicios públicos sufren de malnutrición severa y el endeudamiento público hipoteca generaciones cuyos padres ni siquiera han nacido ni nacerán en 2022. La misma industria turística sobrevive gracias a los incentivos fiscales, la subvención y la promoción pública.

Un país que no produce nada, no valora el trabajo, especula con sus riquezas, devalúa sus instituciones y promociona la ignorancia es un terreno abonado para que la corrupción político-empresarial enraice en el sistema, eche ramas enfermas de depresión, soledad, exclusión, incompresión, división, polarización, y es cuestión de tiempo que ese sistema de frutos en forma de racismo, aporofobia, xenofobia, homofobia y, finalmente, deposite su frustración en manos de grupos radicales de extremo fascismo.

Mientras “crecimos ilimitadamente” contribuimos irremediablemente a nuestra extinción. Ese desarrollo descrontrolado de un sistema económico basado en el abuso de los recursos acabó con gran parte de nuestro hábitat, generó la sexta extinción de especies del planeta, destruyó biodiversidad, rompió el equilibrio haciendo oídos sordos a las voces que pronosticaban una crisis planetaria de dimensiones ambientales que traería consigo crisis socioeconómicas, sanitarias, y un cambio climático que haría de este mundo un lugar incompatible con la vida humana. Viviendo para el tener nos olvidamos que la vida es insostenible sin aire puro que respirar, agua limpia que beber y una tierra donde producir alimentos sanos.

Lanzarote es el laboratorio perfecto de esta alocada carrera hacia el desastre: la Isla importa más de 452.000 toneladas de hidrocarburos al año. Menos del nueve por ciento de la energía procede de fuentes renovables, más del 56 por ciento del agua desalada no se factura -con el coste energético que esto supone-, y el 94 por ciento de lo que se come procede del exterior. De las casi 120.000 toneladas de basura que se generan, solo un 12 por ciento se recicla; el resto, se entierra en Zonzamas.

Es cierto que los negacionistas de la vida cuestionarán la mayor y, como dice Hoollywod en No mires arriba, muchos creerán que la tecnología nos salvará en el último momento, o que esto es muy duro de asimilar y los que lo pregonan no somos más que agoreros con mucha dosis de drama en vena pero les aseguro que analizando la realidad con criterio, aplicando razonamiento y conocimiento y actuando en el ámbito personal de cada uno, aportando un granito de arena, la ansiedad se mitiga, las dudas se despejan y la inseguridad e incertidumbre se convierte en estímulo y seguridad.

Solo el cambio del sistema económico, de la relación con la naturaleza y de la transformación del modelo de desarrollo puede ayudar a ser más con menos, a incluir en lugar de excluir, a vivir en lugar de sobrevivir. Apostar por un nuevo paradigma no es una utopía, la utopía es seguir apostando por este modelo económico basado en la burbuja del exceso.

Las macrogranjas son el ejemplo de esa industria contaminante, extractiva e insana. En manos de los grandes fondos de inversión generan pobreza y destrucción de empleo. Las explotaciones agrarias extensivas, ecológicas, integradas en la comunidad generan alimento de calidad, empleo estable y contribuyen a la preservación de la biodiversidad en el espacio donde se ubican.

La posición de los partidos políticos que nos gobiernan y deben adoptar las decisiones sobre la política económica de este país son las que pueden cambiar el rumbo de las cosas. Apostar por una producción de riqueza que proteja el medio ambiente, el trabajo estable y el comercio de proximidad es apostar por la vida. Necesitamos enfrentar el cambio de paradigma.

Míralos bien, escucha lo que dicen, analiza la posición que adoptan con plena capacidad crítica porque el no querer ver, el no querer leer, el no querer conocer, el no querer exigir hace que nos gobiernen cerdos con dos patas que militan en macrogranjas sedientas de dinero para financiar campañas electorales. El miedo que nos paraliza alimenta al cínico que mantienen el discurso de la defensa de la vida con la mano izquierda pero con la mano derecha se hace con la bolsa. El no querer saber permite que el bulo se convierta en programa electoral.

Posdata: para Leticia, Carmen y Lala, que me enseñaron la importancia de la asertividad con un humor y una generosidad que no tiene precio.

El debate de la instalación de las macrogranjas tiene un trasfondo muy interesante y mucho más trascendental que el de las cansinas guerras electoralistas.

Salvo para los desquiciados negacionistas, impermeables al conocimiento y a la evidencia científica, la realidad del colapso se impone en todos los ámbitos en los que se desarrolla la existencia de la humanidad. La acción de la humanidad, las actividades de las personas que habitamos este mundo, está afectando gravemente al equilibrio natural del planeta. En el último siglo, el modelo de producción y lo que se ha definido erróneamente como desarrollo económico ha obviado los límites físicos de la tierra. El sistema económico del primer mundo se ha centrado única y exclusivamente en el desarrollo sin control del capitalismo, en el consumo, el gasto energético y la mal llamada sociedad del bienestar.