Aparece como una sombra detrás de la puerta abierta de su coche. Lleva una gorra de punto negra que le cubre hasta las cejas. Una mascarilla tapa su boca y nariz. Solo puede ver sus ojos, brillan y sonríen. Le pide ayuda y le muestra un móvil en el que tiene abierto el traductor de Google. En la pantalla aparece esta frase: “Por favor, 2 euros para comer, estoy en Ramadán”.
Duda entre ofrecerle comida -acaba de llenar el maletero con la compra- o dinero, porque no parece que tenga dónde cocinar. Le da un billete de cinco euros. Sus ojos vuelven a sonreír a la vez que dice un gracias aliviado.
Recordando el poco francés que aprendió en el colegio, le pregunta que cómo se llama (Djily); de dónde es (Senegal); cuánto tiempo lleva en la isla (seis meses); dónde está viviendo (en la calle).
Le dice que si necesita algo más y Djily responde: “Trabajo”. Guarda silencio.
Le cuestiona sobre si necesita ropa. Le pide un pantalón, el que lleva puesto está muy sucio y roto, y un par de zapatos porque los que tiene, muy estropeados, le quedan pequeños.
Señala su móvil y dice: “Tarjeta Vodafone”. Al parecer la que tiene no le permite llamar a su familia. Al día siguiente quedan en el mismo sitio para llevarle todo, además le brinda unos dátiles para cuando termine ese día de ayuno y mascarillas nuevas.
Sin saberlo, pasó a formar parte de una red invisible y silenciosa de personas que de forma individual u organizada están cubriendo con su buen corazón, capacidad de empatía y recursos propios lo que las administraciones públicas no están haciendo y lo que las oenegés no pueden hacer porque están desbordadas o porque se les ha prohibido, por parte del Ministerio del Interior, acoger a personas que, como Djily, han abandonado un centro de acogida por miedo a ser deportados a sus países de origen.
Es una red invisible y silenciosa porque casi no se habla de ella en los medios de comunicación y tampoco hacen ruido en las redes sociales. Ese espacio ha quedado para los números que deshumanizan a las personas como Djily. Ese espacio está reservado para los titulares xenófobos, alarmistas, irresponsables. Ese espacio es el muro en el que las personas pobres de espíritu y valores (algunas tienen mucho dinero en sus cuentas bancarias) vomitan la mierda que les llena el corazón y el cerebro. La red silenciosa se mueve en el anonimato, se lee en las miradas agradecidas de las personas que acompañan, se manifiesta haciendo real el verso de Gioconda Belli: Yo te decía que la solidaridad es la ternura de los pueblos.
Djily le cuenta que sus tres hermanos y él duermen en una habitación con su padre y su madre. Que no hay trabajo, ni hay comida, ni hay futuro.
Esta historia le suena de algo. Es muy parecida a la que le contó su madre sobre su infancia: ocho hermanos dormían en una misma habitación y una sola manzana se repartía entre ellos. Para echarle un poco de humor al hambre se decían unos a otros que se iban a embostar.
Su madre tiene sesenta y dos años, no fue hace tanto tiempo, aquí en Santa Lucía de Tirajana, cuando las familias tiraban para adelante como podían, pasando muchos trabajos y muchas necesidades. Por eso no entiende cómo es posible que ahora haya gente de la edad de su madre que no sea capaz de sentir empatía por los miles de Djily que hay en Canarias.
No le ha querido preguntar por el viaje. Sabe que llegó a Arguineguín en octubre de 2020, un mes en el que las llegadas fueron muy numerosas. No necesita saber cuántos días duró la travesía, si estuvieron a la deriva, si pasó el viaje achicando agua o si alguno de los otros viajeros murió. No quiere hacerle recordar un viaje que seguro Djily no puede olvidar, aunque quiera.
Le ha preguntado por lo verdaderamente importante y por eso sabe que tiene 20 años recién cumplidos, que es de una ciudad del interior de Senegal que se llama Touba, que es el segundo de cuatro hijos y que su familia espera que pronto empiece a enviarles dinero porque han puesto en él todas sus esperanzas de poder tener una mejor vida, por eso entiende perfectamente que, a veces Djily, le pida con tono de desesperación que le ayude a buscar un trabajo.
Entre los papeles que Djily siempre lleva encima hay tres documentos: un acuerdo de devolución fechado el 14 de octubre de 2020 y firmado electrónicamente por la subdelegada del Gobierno en Las Palmas; un auto judicial del Juzgado de Instrucción nº2 de San Bartolomé de Tirajana, fechado el 15 de octubre, que decreta NO autorizar el internamiento cautelar y su puesta en libertad, entre otros motivos, porque Djily manifiesta ser solicitante de Protección Internacional. El tercer documento, con fecha de 9 de abril de 2021, es su solicitud de protección.
Según le han explicado, seis meses después de la fecha de vencimiento de ese tercer documento, le suelen conceder el permiso de trabajo. Sin embargo, la fecha de caducidad es el 8 de agosto de 2022, lo que supone que hasta febrero de 2023 no podrá disfrutar de ese permiso. Faltan 22 meses. Mientras tanto, Djily se verá abocado a trabajar clandestinamente, si es que consigue un trabajo. Por lo pronto, se busca la vida ayudando a cargar y descargar mercancía en los mercadillos.
En algunos momentos se desespera. No puede estar sin trabajar hasta 2023. Su familia está esperando que empiece a enviarles dinero. Nadie les explicó, ni a él ni a sus padres, que en esta España de Champions League (como diría algún presidente del Gobierno) y en esta Europa tan autoproclamada defensora de los derechos humanos, las políticas -y las leyes- migratorias están pensadas para violar sus derechos como ser humano. Están hechas para ponérselo muy difícil, para obligarle a que se juegue la vida y para que cuando realiza con éxito la travesía, no pueda llegar y besar el santo, sino que su incertidumbre se prolongue, su frustración se acentúe, su desesperación se manifieste abiertamente.
El 28 de agosto de 2021 se cumplirán veintisiete años de la llegada de la primera patera a Canarias. Al igual que la inmensa mayoría de canarios, a Djily esta fecha no le dice mucho. Él ni siquiera había nacido cuando eso pasó. Ni siquiera había nacido y sin embargo, ya creció lo bastante como para hacer el viaje. Porque en un cuarto de siglo han cambiado muchas cosas respecto a la migración irregular por vía marítima: el número de personas llegadas ha crecido, las embarcaciones son más grandes; las nacionalidades de los viajeros son distinta, los puntos de partida están más al Sur, cada vez hay más muertes.
Lo que no ha cambiado es la determinación de las jóvenes generaciones africanas por buscar una oportunidad de futuro. Lamentablemente tampoco ha cambiado la respuesta institucional a la hora de abordar este hecho. Lejos de dar una solución política que facilite una migración segura y regulada, Europa y España, insaciables en su expoliación de recursos naturales africanos que necesitan para mantener su estado de bienestar, siguen comprando puertas (ley de extranjería, Frontex, acuerdos de devolución, recursos para el control en origen, vallas, concertinas, patrulleras, etc.) para ponérselas al campo y al mar.