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Milagros, prodigios, hechos paranormales
Por supuesto, ni trato de convencer a nadie de que existen milagros ni estoy capacitado para ello. Es más, mi parte racional se resiste a creer en portentos. Me conformo con cuidar de mi fe, exigua a veces, poderosa cual avenida de agua en ocasiones, con regarla humildemente para que no se agoste. El que crea seguirá creyendo, algunos dudarán y otros continuarán en su agnosticismo que, en estos tiempos, parece se torna de nuevo militante en un despertar del anticlericalismo del pasado siglo que creíamos superado y que, lejos de ello, adopta aires beligerantes fomentados desde el propio gobierno de la nación. Parece que a nuestros gobernantes les molesta que haya millones de ciudadanos bendecidos con la virtud teologal de la fe y, en lugar de dejarlos tranquilos, se complacen en arremeter contra sus credos intentando abolir sus símbolos o creando entelequias, como llamar familia o matrimonio a lo que no lo es.
Aquí un pequeño inciso. Según el diccionario de la RAE, familia es el conjunto de ascendientes, descendientes, colaterales y afines de un linaje que viven juntos. Dos individuos del mismo sexo, en el ejercicio de su sacrosanta libertad, podrán vivir unidos y en paz si lo desean, pero, siendo incapaces de crear un linaje de sangre, nunca serán familia en su actual acepción, sino otra cosa a la que habrá que buscar nombre. Ello no debiera ser problema, pues nuestro idioma es rico en términos de los que apunto algunos: asociación, reunión, agrupación, entidad, grupo, compañía, corporación, sociedad, etc.
Lo que, en la inmensa mayoría de las civilizaciones, abre la puerta a la familia es el matrimonio entre un hombre y una mujer con la idea de perpetuar la especie. Es por ello indispensable que en todo matrimonio que no sea de adorno exista un aparato genital masculino y una matriz, víscera hueca, en forma de redoma, situada en el interior de la pelvis de la mujer y de las hembras de los mamíferos, donde se produce la hemorragia menstrual y se desarrolla el feto hasta el parto. Sin matrix no hay matrimonium. Lo de los gays y lesbianas, respetabilísimo con arreglo a la Constitución, deberá tener otro nombre: cohabitación, unión íntima, sociedad nupcial, casación conyugal, etc. En Inglaterra, democracia antigua y consolidada donde las haya, libre de toda sospecha, se llama unión civil.
Viene el exordio a cuenta de algo que desconocía y que, propiciado por la inmediata publicación de mi novela El Último Cruzado, México (Planeta México, mayo de 2009), me envía desde tierra azteca mi editora Carmina Crufrancos. Es una historia que ocupa doce folios, que me ha dejado estupefacto y que trataré de resumir en dos artículos.
La Virgen de Guadalupe es una advocación mariana, patrona de México, cuya imagen se venera en la Basílica de Guadalupe de Ciudad de México como todos sabemos. De acuerdo con la tradición, en diciembre de 1531 la Virgen se apareció cuatro veces al indio Juan Diego en el cerro de Tepeyac, ordenándole nuestra Señora tras la última que se presentara al primer obispo mejicano, Juan de Zumárraga, para pedirle la construcción de un templo en tal lugar. El obispo no creyó en las apariciones, pues eran historias tan comunes como las que se dan a diario en todo el orbe cristiano, así que pidió una prueba al indígena. La Virgen, en la siguiente aparición, le dijo al indio que cortara unas flores en el pelado cerro y se las llevara al incrédulo obispo. El indígena obedeció a regañadientes, pues conocía la zona y jamás había visto, no ya una flor, sino una mísera brizna de hierba. No obstante buscó y halló unas espléndidas rosas de Castilla en aquella zona árida y congelada, las guardó dentro de su ayate o tilma (un manto mejicano), bajó del cerro y pidió audiencia al prelado para mostrarle la prueba.
Al día siguiente fue recibido y, ante el prelado, Juan Diego extendió su tilma sobre una mesa para mostrar las rozagantes rosas rojas: al lado de las flores el religioso pudo ver pintada sobre la irregular tela del manto la estilizada figura de la Virgen María, atezada de piel como las mexicanas y de rasgos nativos. Ni Juan Diego era pintor, ni había tenido tiempo de pintar una obra tan perfecta, ni se hubiese secado en ese tiempo. La imagen que hoy se venera en la basílica sería la misma que el obispo Zumárraga contemplara aquel lejano día de 1535.
En 1998 el Vaticano, tras crear una comisión para investigar la existencia histórica de Juan Diego, afirmó que existían fundamentos suficientes para creer en ella. El año 2002 el papa Juan Pablo II canonizó a Juan Diego. Ahora comienza lo inexplicable.
La tela del manto que retrata a la Virgen María está hecha de maguey, una pita fibrosa -una especie de cactus, vegetal por tanto- que se descompone por putrefacción en mucho menos de medio siglo. Así ha sucedido con varias reproducciones de la imagen fabricadas con dicho tejido y ocurre con los mantos y ponchos de hoy, pues el maguey sigue empleándose. La tilma pintada, sin embargo, ha resistido más de 470 años.
En 1751 y encabezados por un artista mejicano de renombre, Miguel Cabrera, siete pintores concluyeron que “el cuadro no había sido pintado por mano humana”. Trataron de hacer copias de la imagen, dándose cuenta de que era imposible reproducir la expresión de la figura, fruto de una técnica maravillosa e incomprensible que aprovechaba los defectos de la áspera e rugosa superficie. Los colores y pigmentos, además, parecían flotar en el aire a unos milímetros de la tela, sin tocarla.
En 1791, unos trabajadores que restauraban el marco que encerraba la tilma vertieron sin querer ácido muriático (clorhídrico) sobre la tela. Dicho ácido en contacto con tejidos de cualquier origen los destruye, cosa que no ocurrió con la tilma: el líquido corrosivo se evaporó dejando una mancha amarilla que desapareció espontáneamente.
En la ocasión se observó otra cosa sorprendente: en la tilma no había rastro de polvo, polen, semillas, ni de insectos vivos o muertos, algo que ocurre siempre con cualquier clase de tela antigua. Sucede con la Sábana Santa de Turín y con todos los tejidos conservados del pasado remoto: inverosímilmente el cuadro de la Virgen repelía el polvo y los insectos.
Fue en pleno siglo XX cuando el interés de la ciencia se volcó sobre la extraña pintura de la Virgen guadalupana, tratando de desentrañar ciertos misterios que dejaron sin habla a los científicos, pero ello será objeto del siguiente capítulo.
* Cirujano y escritor.
Antonio Cavanillas*
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