Mirar hacia otro lado. Inocentes y fósforo blanco

He viajado a sitios en los que jamás me quedaría, a lugares en los que el odio ahoga la vida. Espacios donde la gente que tiene cadáveres en el sótano o en el armario mira hacia otro lado al vestirse cada mañana.

Sucedió en el Euskadi que habitaba ETA en plena democracia española, en el Belfast que conocí ya con “su cría muerta”, en la Varsovia que disfrutaba la Eurocopa en un flamante estadio alzado a orillas del Vístula sobre los “ escombros” del ghetto. Y en ese espacio que es la adolescencia al preguntarme, durante las clases de historia, qué impidió a los alemanes y al resto de Europa alzar la voz ante el pogromo de los nazis contra los judíos.

¿Será el mismo mecanismo que el que invita de nuevo a esa vieja Europa a mirar hacia otro lado cuando se asesina a millares de niños y civiles en Gaza o se lanzan armas químicas sobre el sur del Líbano con la disculpa, avalada por EEUU entre otros, de que Israel tiene derecho a defenderse? ¿Defenderse es acaso ejercitar el derecho de la venganza como sucedió con Irak en su día? Ya se han multiplicado por más de diez en Gaza las víctimas del horror sembrado por Hamás el 7 octubre en los kibutzs y se ha devastado en su nombre el “hogar” de dos millones de personas a las que día tras día se arrincona desde hace décadas.  ¿Concede el derecho de la venganza a un país objeto de un atentado terrorista ignorar las normas del Derecho Internacional?

El Líbano fue en otros tiempos un lugar hermoso para vivir: ríos, bosques, atardeceres como los que se relatan en la Odisea; escenario de los relatos bíblicos y objeto del deseo de todos los vecinos.

Hace ya tiempo que algunos de sus habitantes comenzaron a mirar hacia otro lado. Sucedió cuando unos, amparados en la impunidad de la guerra vallaron las playas, otros comenzaron a talar los montes para encaramar sus refugios de fin de semana en lo más alto, o cambiaron los cultivos tradicionales del Valle de la Bekaa por ilícitos más lucrativos. Y así, mirando hacia otro lado, transcurren estos días de tensa calma, haciendo cábalas, aumentando el tamaño de las cruces en las iglesias en los barrios cristianos, evitando los de los refugiados y los pobres, esos que podrían desaparecer, como en su día Sabra y Shatila, si Israel cumpliera sus amenazas.

Es hora de mirar al frente, de llamar a las cosas por su nombre y de exigir a Israel que ponga fin al genocidio que está cometiendo en Gaza con la connivencia de EE.UU, gran parte de Europa y de la propia  ONU -a pesar de la valentía de Guterres - que no ha sido capaz de tomar medida alguna contra un país que ignora reiteradamente sus declaraciones.

Defender la vida de los habitantes de Gaza no es - no nos equivoquemos -  apoyar al terrorismo. 

Por mucho que torzamos la cara, no hay forma de no ver las imágenes, de no escuchar las noticias de la muerte de más de cuatro mil niños, de la destrucción de un pueblo en el que se ha sembrado el odio y se cultiva con ahínco. Difícil es negar las pruebas que avalan las cosechas destruidas por los bombardeos de Israel con fósforo blanco en el sur del Líbano.