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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Ya está bien de tanto miserable

Si atiendo a la realidad de nuestro país, debería empezar a hablar de ciertos directivos caraduras, ciertos políticos enredadores, algunos consejeros bocazas o de toda una legión de predicadores que matan al oso con tal de tener algo que vender. Sin embargo, voy a ser original y, en vez de hablarles de esos temas, tan candentes, me centraré en un asunto que no por viejo y repetido deja de ser actual.

Me refiero a la impresentable costumbre que tienen muchos individuos en nuestro país de tratar de justificar la explotación laboral de las personas escudándose en los tópicos, tan castizos, que vienen a decir aquello de “tienes que curtirte”, “a mí me pasó lo mismo”, “esta experiencia te será muy útil en el futuro” o “¿de qué te quejas? Te he dado una oportunidad y, encima, he dado la cara por ti”.

Bien. Seamos claros. Todo eso son una sarta de excusas que, lo único que tratan de justificar, es la bajeza moral de quienes las esgrimen, incapaces, éstos, de recordar lo mal que lo pasaron ellos en su día. No seré yo quien diga que todas las personas que llegan nuevas a un lugar de trabajo, o son contratadas por primera vez, tengan la mejor de las actitudes, pero, igual que digo esto, también sé que eso no justifica que una banda de indocumentados de colmillo retorcido y frustrados por su pasado descarguen todas sus inseguridades en quienes se les pongan por delante. Para muchos, nuevo, novato, debutante, recién llegado es sinónimo de saco de boxeo, en el que soltar todas las miserias que se tienen dentro.

Y cuando se piensa así es imposible que las cosas funcionen y nuestro país, por mucho que se empeñen algunos en decir lo contrario, es una buena muestra de ello.

Lo voy a expresar de una forma muy clara: el trabajo de cada uno es SAGRADO, ya sea la primera o la enésima vez que se hace. Y es tan sagrado el trabajo de un médico, como el de un dibujante, como el de un barrendero. Es más, a la gente que limpia nuestra basura hay que respetarla muchísimo más que a los poya-bobas que van vestidos con traje de marca y que, por no saber, ni siquiera se saben hacer el nudo de la corbata como es debido.

Es muy triste que nuestro país, que presume por el mundo de tener una imagen de marca –algo que es imposible, porque en España no se sabe distinguir la identidad corporativa de la taza de un retrete- siga sin saber valorar correctamente el trabajo de muchas personas. Vamos, que todo el mundo sabe organizar, todo el mundo sabe dibujar, todo el mundo sabe diseñar, todo el mundo sabe traducir, todo el mundo sabe dar clase y, por supuesto, todo el mundo sirve para político.

Mi pregunta es ¿en qué mundo piruleta viven algunos, pensando de esta forma? En España, cuando se organiza algo puede ocurrir de todo, quien te asesora te puede ayudar a hacer el ridículo en público, o se contrata a una empresa de colocación de moquetas para diseñar un stand en una feria y lo encontramos de lo más normal. Incluso llegamos a emular a los Hermanos Marx y los juntamos con el sin par Cantinflas para tratar de explicarle a la ciudadanía lo que es el virus del Ébola. Y todos tan contentos.

Al final, lo malo es que el propio sistema justifica la chapuza y permite que cualquiera se convierta en una suerte de cliente megalómano que le exige al sujeto contratado toda una suerte de imposibles, ante la excusa de, por ejemplo, gracias a esta experiencia aprenderás.

Pues no. Eso nunca ha estado bien y, ahora, menos que nunca. Ya está bien de que los empresarios amenacen con represalias cuando alguien exige algo que, en justicia, es su derecho. Ya está bien de que muchos profesores e investigadores se adueñen de trabajos ajenos, dada su posición de privilegio y poder. Ya está bien de que personas ignorantes en una materia recurran a un tercero para que les solucione la papeleta y sean tan cínicos, y miserables, de no solo tratar de vender el favor, sino, encima, llegar a ir de víctima. Mi consejo es que, si tienes el ego más grande que tu cerebro, te quedes en casa y no le amargues la vida a nadie.

En mi experiencia, una persona no pierde categoría si busca rodearse de otras, capaces de ayudarle a lograr un propósito. Es más, creo que lo más inteligente es saber con quién debes trabajar, si de verdad quieres que tu idea, proyecto y/o delirio llegue a buen puerto. Lo que no es de recibo es, una vez que lo has logrado, hacer tabula rasa y dar la imagen de que tú eres lo mejor del mundo mundial y lo has hecho todo solo, cuando eso es mentira.

Será que, en nuestro país, el común de los mortales suele detestar su trabajo, razón por la cual no lo valora y, de ahí, que desprecie el trabajo ajeno. La consecuencia de todo esto es que nadie se escapa de ser públicamente menospreciado a la más mínima oportunidad y qué quieren que les diga, pues que esta situación empieza a ser más que cargante.

Lo que más me preocupa es que el futuro no pasa por ser halagüeño y, si hoy día, la gente se vende por medio plato de lentejas, dentro de poco lo harán por un cuenco de gachas frías, como lo hiciera Oliver Twist. Si eso llega a pasar, entonces sí que tendremos un serio problema.

Si atiendo a la realidad de nuestro país, debería empezar a hablar de ciertos directivos caraduras, ciertos políticos enredadores, algunos consejeros bocazas o de toda una legión de predicadores que matan al oso con tal de tener algo que vender. Sin embargo, voy a ser original y, en vez de hablarles de esos temas, tan candentes, me centraré en un asunto que no por viejo y repetido deja de ser actual.

Me refiero a la impresentable costumbre que tienen muchos individuos en nuestro país de tratar de justificar la explotación laboral de las personas escudándose en los tópicos, tan castizos, que vienen a decir aquello de “tienes que curtirte”, “a mí me pasó lo mismo”, “esta experiencia te será muy útil en el futuro” o “¿de qué te quejas? Te he dado una oportunidad y, encima, he dado la cara por ti”.