Un mundo, dos clases de personas

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El pasado sábado, 7 de noviembre, se avistaron y llegaron a La Restinga (El Hierro) dos embarcaciones precarias procedentes de la costa africana. Las bautizadas como “pateras” llegaron a la costa herreña con la nada desdeñable cifra de 157 seres humanos, entre los que figuraban un cadáver y un inmigrante que tuvo que ser trasladado urgentemente a Tenerife dado su estado de gravedad. Quedaban así 155 personas vivas en tierra firme, la gran mayoría de ellas necesitadas de atención sanitaria urgente. Se sumarían, horas más tarde, 49 nuevos inmigrantes procedentes de una segunda embarcación (por suerte, la mayoría con mejor estado de salud). El pasado domingo día 15 de noviembre, una tercera patera con 51 personas aumentaría a 255 el número de seres humanos que huían de sus hogares jugándose la vida hasta la costa herreña. Hoy mismo, mientras escribo estas líneas, se suman 48 más de una nueva embarcación que acaba de atracar en La Restinga. En total, y según Cruz Roja de El Hierro, 349 personas en lo que llevamos de un 2020 marcado por una pandemia que también azota a sus países de origen, no hay que olvidarlo.

Hablemos abiertamente de las 158 personas de esa primera patera. Tras pagar ingentes cantidades de dinero a mafias especializadas, abandonaron la costa africana en un intento desesperado de buscar una vida mejor. Como tantos otros inmigrantes, legales o ilegales, que llegan a cualquier país con más posibilidades que el de su nacimiento. Es difícil contar los días en las condiciones del viaje sufrido, pero calculan que estuvieron en alta mar entre 12 y 16 días, de los cuales 6 sin agua dulce para beber ni comida para comer. Bebían agua de mar y pasaban hambre. Entre 4 y 6 días antes de vislumbrar la costa, perdieron al patrón de la embarcación y quedaron a la deriva y a la voluntad de un mar que podía devorarlos en cualquier momento. Navegaron por encima de los cadáveres, cubiertos de océano, de aquellos que no tuvieron su misma suerte y nunca llegaron. Pero ellos y ellas sí lo consiguieron. No sabían qué les esperaba en El Hierro, ni siquiera sabían dónde estaban. Pero sin duda sería mejor que el viaje sufrido, y a su parecer también sería mejor que lo que hubieran encontrado en sus países de origen.

¿Pero qué pasa cuando 158 personas llegan, de repente y en condiciones infrahumanas, a la costa herreña? ¿Cuál es el protocolo, qué es lo que hay que hacer? Lo cierto, estimada lectora o estimado lector, es que no hay protocolo. No lo ha habido nunca, tampoco en Tenerife y probablemente en ningún otro lugar. Y no pasa nada. Da igual lo que diga la Ley, o el Derecho Internacional, o la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Lo cierto, es que no hay nada.

El pasado 7 de noviembre se iniciaba una andadura de reuniones, de opiniones de pasillo y de despacho, de comisiones y declaraciones, de recomendaciones e ideas más o menos acertadas. Pero ninguna decisión. Una “papa caliente” que pasaba de mano en mano, del Gobierno del Estado al Gobierno Autonómico, del Gobierno Autonómico al Gobierno Insular, del Gobierno Insular a la Gerencia de Salud, a la Policía Nacional, a la Guardia Civil... y vuelta a empezar, hacia atrás y hacia adelante. Muchas llamadas, muchas reuniones y videoconferencias. Pero ninguna solución, ninguna decisión. 

Desde el primer minuto, el personal voluntario de Cruz Roja de El Hierro atendió a los recién llegados. Les ubicaron en la Residencia de Estudiantes de Valverde, añadieron cuantas camas fuesen necesarias, les proporcionaron ropa, abrigo y comida. El domingo 8 de noviembre un pequeño equipo de sanitarios voluntarios fueron a revisar a cada una de esas 158 personas para comprobar su estado de salud y derivarles al Hospital Insular si fuera necesario. Un hospital en vías de colapso, dado que algunos de los recién llegados ya estaban ingresados desde el día previo debido a la gravedad de sus condiciones al pisar tierra firme. El 9 de noviembre, otro pequeño equipo acudió de nuevo a la Residencia para seguir brindándoles atención sanitaria, y se empezaron a realizar curas de las múltiples lesiones que presentaban: úlceras, cortes, heridas, picaduras, abscesos, flemones, deshidratación, desnutrición... y un largo etcétera. El proceso se repitió el día 10. Y el 11. Y el 12. Cada vez con más personal sanitario voluntario, y siempre con el inestimable soporte de una Cruz Roja desbordada y responsabilizada por terceros. Y mientras tanto, reuniones y opiniones, videoconferencias y grandilocuencias. Pero ninguna decisión.

El mismo día 12 se nos comunica a los sanitarios del Hospital que las inmigrantes quedarán en la Residencia y que oficialmente sólo se les contempla la atención urgente. Muchos manifestamos la importancia de atenderles de forma continuada, no sólo por humanidad y ética profesional: también porque los sanitarios somos conscientes de que más vale prevenir que curar. Que dejarles a la deriva, una vez más, solo empeorará los problemas. Que llegarán, poco a poco o de golpe, con situaciones graves que pondrán en juego el delicado equilibrio de nuestro pequeño y humilde hospital. 

Desde ese mismo día 12, y en herencia de los que iniciaron esta andadura el pasado día 8, un número creciente de voluntarias y voluntarios nos hemos organizado. Partiendo del caos de los primeros días, con cuatro notas y un par de cajas de material básico cedido por el propio hospital, hemos puesto rumbo a una continuidad de cuidados que no sólo pretende atender a los derechos fundamentales de los seres humanos que se jugaron la vida para llegar hasta nosotros. También pretende preservar el equilibrio y la estabilidad sanitaria de toda la población herreña, evitando el colapso del hospital y sus medios.

Desde entonces, desde los primeros días, son incontables las atenciones que hemos realizado. Son mínimas las derivaciones al hospital que nos hemos visto obligados a hacer. Atendemos in situ, brindamos el mejor de los cuidados en las más precarias condiciones. Y lo hacemos de forma voluntaria, en el tiempo libre que le quitamos a nuestras familias y a nuestras vidas privadas. Como hicimos al inicio de la pandemia. Como seguimos haciendo tras la primera ola y durante la segunda. Como estamos haciendo cada día, mientras nadie decide nada, o cuando se decide que no hay nada que decidir.

Escribo este artículo porque, como se suele decir, “si no lo cuentas, no existe”. Y desde este artículo, querida lectora o querido lector, quiero visibilizar muchas cosas. Quiero visibilizar la realidad de las personas migrantes, que abandonan sus hogares y sus familias en la más atroz de las incertidumbres: la que incluye a la muerte en el camino a una supuesta mejor vida. Quiero visibilizar a los voluntarios no sanitarios, los que desde el primer minuto dejan esa comida en familia para brindar el apoyo logístico necesario para acoger a quienes acuden a nosotros en la mayor de las miserias. Quiero visibilizar a los voluntarios sanitarios, que una vez más han estado presentes donde no han querido llegar los organismos competentes: han cogido sus mascarillas y sus guantes para atender a quién más lo necesita, en tiempos de pandemia y fuera de su horario laboral, sin dejar de atender sus consultas, plantas, urgencias y quirófanos. Y también quiero visibilizar a las administraciones y a la política, de uno u otro color: quienes cómodamente observan como todo esto pasa, como todo se soluciona mediante el voluntariado, la buena fe y la buena intención de las personas, sin actuar y sin tomar decisiones.

Como sanitario, pero también como ser humano, me pregunto si todo esto sería diferente según la procedencia de las personas que llegan a nuestras costas. Luego recuerdo la letra de una canción de un grupo catalán, Els Pets, que nos responde a esta pregunta: Hay quienes son turistas, otros sólo son inmigrantes. Un mundo, dos clases de personas.