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Paradojas energéticas

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El mundo ha cambiado de forma extraordinaria desde que el pasado 24 de febrero Vladimir Putin decidiese invadir Ucrania y sacudir así toda la geopolítica global. La respuesta de la Unión Europea a la barbarie rusa, que se estima está provocando 230 muertos cada día, según un cálculo de La Vanguardia, pasó por apoyar con firmeza (y armamento) a Ucrania y empezar a tomar decisiones para sancionar económicamente a Rusia, con el objetivo final de dejar de sostenerla económicamente (como hemos hecho en los últimos decenios) a través de la compra de petróleo y, especialmente, gas.  

Países como Alemania, por ejemplo, están tomando en estos días decisiones que hace pocos meses hubieran sido consideradas una locura, como autorizar la reactivación de centrales de carbón ya jubiladas o, incluso, prolongar unos años más la vida de las tres centrales nucleares que aún tiene en funcionamiento. La amenaza rusa, formulada el pasado mes de marzo en reciprocidad a las sanciones europeas, de cortar definitivamente el suministro de gas que llega a través del gasoducto Nord Stream 1 (aparentemente parado desde el pasado lunes por temas de mantenimiento) ha provocado que los países que hasta ahora dependían en gran medida del gas ruso para calentar sus hogares durante los fríos inviernos y mantener su actividad industrial en las fábricas busquen ahora de forma urgente soluciones para conseguirlo por otro lado. A corto plazo, ya la Comisión Europea anunció este pasado jueves que va a imponer estrictas normas de ahorro energético ante la escasez de gas que se nos avecina, como limitar el aire acondicionado a 25 grados centígrados y la calefacción a 19, un último paso previo a la declaración de emergencia energética. 

Obviamente, la urgencia y gravedad de toda esta situación han dinamitado conceptos que ya casi eran sagrados en el marco del debate alrededor del cambio climático. Qué paradoja tan grande que en medio de la peor ola de calor que se recuerda en tantos años, sin duda achacable al calentamiento global por culpa de las emisiones, estemos ahora planteando la reactivación de plantas de carbón, la vuelta a la energía nuclear y la puesta en marcha de todo tipo de medidas que nos permitan suministrar gas a estos países europeos, medidas que tan solo hace unos meses se consideraban contaminantes y perjudiciales para el cambio climático.  

En África se encuentran en este momento ante otra paradoja energética. De golpe, todos los países europeos han girado su mirada hacia el continente en busca de proveerse de las enormes reservas de gas y petróleo que existen. Por ejemplo, el pasado mes de abril, Italia anunció acuerdos para comprar gas a Angola y a la República Democrática del Congo, Alemania habló con Senegal para aprovechar sus recientemente confirmadas reservas y varios de los países que esperan un invierno complicado han incrementado de forma intensa su llamada diplomacia energética.  

Ya les hablé en otro artículo de África como el granero energético de Europa y del importante rol de España en toda esta situación, de su enorme capacidad regasificadora, que será clave para la Unión Europea, y de su posición geoestratégica fundamental en el planteamiento de proyectos como el gasoducto transahariano (el que permitirá traer gas nigeriano pasando por Níger y Argelia).  

De golpe, pues, todos necesitamos el gas de África, pero resulta que, hasta ahora, alegando el impacto que podría suponer para el medio ambiente y ante la necesidad de optar por un desarrollo sostenible y verde, no habíamos sido (los europeos) especialmente generosos en el desarrollo del gas en África. De hecho, se consideraba que a estas alturas de la emergencia climática no era sostenible ayudar a los africanos en su apuesta por explotar combustibles fósiles, de los que tienen unas reservas enormes, y se les rechazaban planes como desarrollar centrales de gas que les permitieran generar electricidad.  

Hay que recordar que, en el continente africano, por muchas reservas de petróleo y gas que existan, la capacidad de refinar y regasificar (es decir, los procesos que permiten que petróleo y gas se conviertan en combustible) es aún escasa. Eso implica que, en países como Nigeria, el gas que se extrae se manda prácticamente todo para fuera, y las mujeres siguen quemando el peligroso queroseno para sus cocinas, con todo lo que ello implica para su salud respiratoria, entre otras cosas.   

Es obvio que hay parte de culpa en los países africanos, que tienen infrautilizadas sus reservas de gas y que han preferido los ingresos obtenidos por la exportación a invertir en sus mercados energéticos nacionales, claves para el desarrollo, de la misma manera que el gas y el petróleo posibilitaron en Europa el crecimiento industrial y, por tanto, de todas sus economías. Sin embargo, no es menos cierto que el desarrollo de infraestructuras regasificadoras requiere de ayuda y, dada la realidad de los países africanos, un enorme apoyo financiero que normalmente suele tener condiciones muy poco favorables que hinchan aún más el gran globo de su deuda externa.  

Hasta hace muy poco, los 7 países más desarrollados del mundo (el llamado G-7) tenían acordado dejar de financiar nuevas instalaciones basadas en el gas y el petróleo. Eso incluía a cualquier país del mundo, y eso incluía a África. Ese principio, a raíz de la invasión de Putin, ya fue retirado.  

No dejarles desarrollar la generación eléctrica a través de nuevas centrales de carbón, petróleo o gas, siempre había sido visto por los africanos como la llamada patada a la escalera: es decir, que los países más desarrollados ya subieron al piso del d el progreso quemando gasolina y, cuando ya están arriba, impiden a los que están abajo subir la misma escalera que ellos habían usado. Cuando la realidad es, recordemos, que los africanos solo son responsables del 3% de las emisiones de gases contaminantes globales. Existe incluso un cálculo que dice que si África utilizase (quemase, para entendernos) todo el gas que tiene acumulado en sus enormes reservas, su aportación a las emisiones globales hasta 2050 solo pasaría del actual 3% al 3,5%.  

Una de las voces más autorizadas para hablar sobre la transición energética en África es Carlos Lopes, economista y Alto Representante de la Unión Africana para las Relaciones con Europa. Buen amigo de Casa África (y alguien a quien este próximo septiembre podremos volver a escuchar en Madrid), siempre ha sostenido que el momento es propicio para que África vuelque su desarrollo energético a través de las renovables, energías que cada vez son más baratas y permiten soluciones para entornos aislados como los africanos. Estoy al 100% de acuerdo con eso.  

Sin embargo, y con razón, Lopes considera que es “condescendiente e hipócrita” que este giro hacia África para la captación de su gas a raíz de la guerra de Ucrania no se haya visto acompañado de ayudas para que éste pueda convertirse en una fuente de energía que permita a África abordar su necesaria industrialización. Coincido con él en que, al tiempo que se exporta gas hacia Europa, es de justicia también que los africanos puedan desarrollar sus propios mercados nacionales de gas. Este asunto, sin duda, será central en las conversaciones de la COP27 que se celebrará este año en Egipto, donde se hablará, y mucho, del gas y de las soluciones para África. El gas, sostienen, debe ser parte de la transición energética. 

El desarrollo industrial de África, y por lo tanto su progreso económico, pasa por la inversión en nuevas infraestructuras eléctricas y por la explotación de sus propios recursos naturales. Ojalá les podamos ayudar a que se consiga, en su mayor parte, con energías renovables. Pero sin duda, tienen derecho a explotar el recurso que nosotros les pedimos de forma urgente. Y al mismo tiempo, vemos como el cambio climático avanza irremediablemente, causando trastornos cada vez más perceptibles y generando la sensación entre la comunidad científica de que quizás esto ya no lo para nadie.  

La situación es tan compleja que quizás merece una respuesta simple: la solución debería ser parar esta guerra. La guerra trae muerte, pobreza y hambre por todo el mundo y ese hambre sin duda genera inestabilidad y descontento social (lo estamos viendo por todo el globo terráqueo, desde Sri Lanka a varios países africanos), además de agravar el propio cambio climático. Nos estamos jugando el futuro en ello.  

P.D.: Permítanme una nota personal, y despedirme en el envío de esta columna semanal hasta el próximo mes de septiembre. Vamos a hacer un parón, pero amenazo con volver, ya que creo que algo aportamos al pedirles que, leyendo este espacio, recuerden que África es nuestro continente vecino, el futuro del planeta. Hora de recargar pilas.