Espacio de opinión de Canarias Ahora
Un parque en el barrio para el hijo del barbero
Soy nieta de barbero y hoy escribo y ustedes me leen porque mi padre se coló por una de las pocas y crueles grietas que el sistema deja para divertirse con los pobres. Se coló con tanta tinta y pasión que llegó hasta las raíces de esta tierra y las sacó a los titulares y las llevó a portada. Se llamaba Adolfo Santana y desde hoy un espacio del barrio donde creció, Las Puntillas, en el municipio grancanario de Ingenio, llevará su nombre.
Mi padre no tuvo una infancia fácil ni fáciles de recordar las tragedias familiares a las que había que sumarle las tragedias sociales que lo impregnaban todo y daban a la tristeza ese halo de sistémica e irremediable, pero a juzgar por el sentido del humor que achacan a Adolfo todos los que le conocieron no parecería haber sido infeliz ni un solo día de su vida. Parecía más bien haber hecho las paces con sus peores recuerdos, elevando los buenos momentos a categoría de capítulo de novela. Así quedó expresado en ‘Retazos de Zafra’, el libro resultante de la recopilación que Adolfo hizo en la última etapa de su vida, impregnado todo el relato de la socarronería propia del autor y necesaria para defenderse de la propia memoria. De las imágenes con las que nos golpea el pasado.
Eran imágenes de abusos en el trabajo de la aparcería clavadas en la retina de todos los niños del Sureste que hoy cuentan 60 o 70 años. Abusos que daban paso a otros abusos, como siempre. Adolfo no solo habló de una generación de “niños esclavos en Canarias”, tan solo a unos kilómetros, tan solo hace unas décadas. Habló de casos de familias enfermas por los pesticidas que les echaban a los cultivos que tenían que recolectar: “con el fin de economizar gastos, se supone, estos malnacidos se dedicaron a fumigar las enormes extensiones de tomateros que había desde el Cruce de Arinaga hasta Tasarte con avionetas”.
Hablamos de un barrio cuyas personas, destinadas a algún tipo de servidumbre (la del tomate dio sin transición asumible paso a la de los hoteles del sur), que arrinconada entre ruido del aeropuerto y la autopista Gran Canaria 1, un día dijo ¡basta!.
Y los vecinos, las vecinas, codo con codo con movimiento vecinal, asociativo y el impulso de algunos cargos institucionales que supieron leer bien la situación (porque tenían en la retina clavadas las mismas imágenes), convirtieron el sureste de la Isla en un referente de lucha y cambio quedando en el olvido aquella definición que a la zona dieron los expertos: el triángulo de la miseria. Como Adolfo, también su barrio, luchando, cambió su suerte.
Mi padre entendió muy pronto algo que hay personas que entienden muy tarde o no les llega la vida para entenderlo. Y es que de los gestos más humildes y las palabras más sencillas, nacen los actos que realmente pueden darle la vuelta al mundo. Y se rodeó toda su vida de gente sencilla y no lo hizo como en un gesto condescendiente de persona que ha olvidado quien le cambió los pañales o las calles por las que corrió con un gallo para que no lo mataran, sino porque él siempre, todos los días de su vida, fue un joven de Las Puntillas con mucha tinta y pasión.
Y durante toda su vida mientras escribió, señalando a los poderosos y abusadores en distancia corta, que es cuando uno se la juega, jamás olvidó mirar a los lados. Todo lo que escribió lo escribió sin olvidar que un día estuvo sentado en un banco de esta plaza que hoy lleva su nombre. Quizá con el paso del tiempo, el viento y el sol del sureste que son tan perseverantes, vayan dejando el nombre de Adolfo como un eco amable. Las nuevas generaciones verán la inscripción y quizá no se sientan interpeladas. Papá nunca persiguió la gloria, que diría Machado, “ni dejar en la memoria de los hombres su canción”, pero si pasan por allí sepan que Adolfo Santana fue un hombre bueno, que se fue pronto del mundo porque muy pronto entendió todo, dejando una estela de amor inabarcable y un legado de semillas que seguirán creciendo y evolucionando, no digamos nada el año que se llenen las presas, y podremos encontrar a Adolfo en todos sus titulares, reportajes, entrevistas que era su forma de decirle a esta isla cuánto la ama. Del mismo modo que este artículo es un torpe intento de decirle allá donde esté, “papá, cuánto te extrañamos”.
Soy nieta de barbero y hoy escribo y ustedes me leen porque mi padre se coló por una de las pocas y crueles grietas que el sistema deja para divertirse con los pobres. Se coló con tanta tinta y pasión que llegó hasta las raíces de esta tierra y las sacó a los titulares y las llevó a portada. Se llamaba Adolfo Santana y desde hoy un espacio del barrio donde creció, Las Puntillas, en el municipio grancanario de Ingenio, llevará su nombre.
Mi padre no tuvo una infancia fácil ni fáciles de recordar las tragedias familiares a las que había que sumarle las tragedias sociales que lo impregnaban todo y daban a la tristeza ese halo de sistémica e irremediable, pero a juzgar por el sentido del humor que achacan a Adolfo todos los que le conocieron no parecería haber sido infeliz ni un solo día de su vida. Parecía más bien haber hecho las paces con sus peores recuerdos, elevando los buenos momentos a categoría de capítulo de novela. Así quedó expresado en ‘Retazos de Zafra’, el libro resultante de la recopilación que Adolfo hizo en la última etapa de su vida, impregnado todo el relato de la socarronería propia del autor y necesaria para defenderse de la propia memoria. De las imágenes con las que nos golpea el pasado.