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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

La otra patada

A usted la sorprendería ingratamente saber que su teléfono está intervenido sin que exista de por medio una orden judicial que autorice el espionaje de sus conversas. Y, claro está, usted da por supuesto que nadie va a entrar a registrar su domicilio por las buenas, a derribar la puerta de su casa o a abrir su correspondencia clásica. Digo la que se escribe en papel y nos llega en sobres a un buzón auténtico, de los de antes. No de los virtuales. Todo eso –esas seguridades, digo- forma parte de de nuestros derechos ciudadanos y de nuestras garantías constitucionales. Pero, resulta que, como cuando se redactó y aprobó la Constitución (1978) no gozábamos de los avances de las autopistas de la información, los políticos han encontrado una laguna legal que les permite autorizar al Gobierno, a través de “agentes facultados” a cerrar páginas webb –lo que equivale a una abierta censura- y a interceptar comunicaciones electrónicas sin necesidad de que un juez firme la autorización para ello, lo que implica cargarse el concepto de inviolabilidad de la correspondencia, porque hoy en día nos carteamos habitualmente a base de e-mails. Estas barbaridades serán aprobadas, si nadie lo remedia, a través de la llamada Ley de la Sociedad de la Información. Dentro de cuatro días se acaba el periodo de presentación de enmiendas al proyecto en el Congreso y no se sabe hasta hoy de ningún partido que se haya opuesto a tamañas, injustas y antidemocráticas cancaburradas. Cancaburradas que se pretenden justificar, como cada vez que últimamente se poda salvajemente una rama del árbol de las libertades cívicas, presentándolas como instrumentos para luchar contra la amenaza terrorista. (Pero, curiosamente, uno de esos agentes facultados a los que me referí más arriba para cerrar webbs es la Sociedad General de Autores, cuya misión no es combatir la violencia fundamentalista, precisamente). En lo que se refiere a las libertades, al respeto por los derechos fundamentales y a las garantías que han de proteger al individuo frente a las arbitrariedades del Estado, vamos de glúteos. No importa quién gobierne ni el color y la ideología de los que mandan. Nos vigilan, nos constriñen, nos manipulan y nos exprimen. Huxley se quedó corto. Los optimistas, empero, siguen creyendo que vivimos en el mejor de los mundos posibles. (Los pesimistas por su parte sospechan que los optimistas tienen razón).

José H. Chela

A usted la sorprendería ingratamente saber que su teléfono está intervenido sin que exista de por medio una orden judicial que autorice el espionaje de sus conversas. Y, claro está, usted da por supuesto que nadie va a entrar a registrar su domicilio por las buenas, a derribar la puerta de su casa o a abrir su correspondencia clásica. Digo la que se escribe en papel y nos llega en sobres a un buzón auténtico, de los de antes. No de los virtuales. Todo eso –esas seguridades, digo- forma parte de de nuestros derechos ciudadanos y de nuestras garantías constitucionales. Pero, resulta que, como cuando se redactó y aprobó la Constitución (1978) no gozábamos de los avances de las autopistas de la información, los políticos han encontrado una laguna legal que les permite autorizar al Gobierno, a través de “agentes facultados” a cerrar páginas webb –lo que equivale a una abierta censura- y a interceptar comunicaciones electrónicas sin necesidad de que un juez firme la autorización para ello, lo que implica cargarse el concepto de inviolabilidad de la correspondencia, porque hoy en día nos carteamos habitualmente a base de e-mails. Estas barbaridades serán aprobadas, si nadie lo remedia, a través de la llamada Ley de la Sociedad de la Información. Dentro de cuatro días se acaba el periodo de presentación de enmiendas al proyecto en el Congreso y no se sabe hasta hoy de ningún partido que se haya opuesto a tamañas, injustas y antidemocráticas cancaburradas. Cancaburradas que se pretenden justificar, como cada vez que últimamente se poda salvajemente una rama del árbol de las libertades cívicas, presentándolas como instrumentos para luchar contra la amenaza terrorista. (Pero, curiosamente, uno de esos agentes facultados a los que me referí más arriba para cerrar webbs es la Sociedad General de Autores, cuya misión no es combatir la violencia fundamentalista, precisamente). En lo que se refiere a las libertades, al respeto por los derechos fundamentales y a las garantías que han de proteger al individuo frente a las arbitrariedades del Estado, vamos de glúteos. No importa quién gobierne ni el color y la ideología de los que mandan. Nos vigilan, nos constriñen, nos manipulan y nos exprimen. Huxley se quedó corto. Los optimistas, empero, siguen creyendo que vivimos en el mejor de los mundos posibles. (Los pesimistas por su parte sospechan que los optimistas tienen razón).

José H. Chela