Espacio de opinión de Canarias Ahora
Pintando esperanza en la Casa del Niño
Una vez asesinaron a mi tío Braulio, el bebé de cuatro meses en su cuna, y que posteriormente fusilaran a mi abuelo Francisco en La Isleta, se llevaron a mi padre y a uno de sus hermanos para ingresarlos en la Casa del Niño, la residencia que montó la dictadura fascista en Las Palmas para “adoctrinar” a los hijos de los fusilados y desaparecidos en toda la isla de Gran Canaria.
El viejo, ahora con 91 años, todavía sin poder recuperar los restos de su padre de la fosa común del cementerio de Las Palmas, me cuenta como se le vino el mundo encima cuando lo sacaron en aquel coche negro, inmenso, con sillones de cuero marrón de su humilde casita en Tamaraceite, su hermano Paco lloraba sin parar, el traslado por la carretera general hasta el barrio de San José, donde lo esperaban en la puerta varios falangistas muy jóvenes, vestidos de azul, correajes y pistola al cinto, junto a cinco monjas con hábitos negros que los metieron en las oscuras y siniestras dependencias.
Mi abuela Lola sabía que allí se robaban y vendían niños a familias con dinero vinculadas al nuevo régimen fascista, por eso se pasaba varios días a la semana y se quedaba sentada enfrente vigilante, esperando que sacaran a sus hijos en cualquier momento hacia un destino desconocido.
Lo que sucedió dentro en todos esos años es muy largo de contar, se puede sintetizar en la profundidad de los ojos de mi padre, allí habita todo ese recuerdo. Los sentimientos de los niños secuestrados por aquella marabunta de asesinos, la soledad, la oscuridad de las literas, los abusos sexuales por parte de los curas pederastas, el maltrato generalizado, la ausencia de referencias familiares, el castigo, el rezo, el miedo al diablo, la culpabilización y el alejamiento de un antiguo universo de amor y cariño.
Ahora tantos años después este recinto del horror nacional católico está abandonado, ruinoso, en manos de un patronato de los de antes, de los creados por la sanguinaria dictadura para administrar todo ese patrimonio del dolor.
Un Comité Popular, integrado por decenas de personas y colectivos conscientes, quiere que este espacio se recupere para el pueblo, que tenga un adecuado uso sociocultural, que sus paredes oscuras se llenen de colores, de participación, de música, de teatro, de danza, de pintura, de cerámica, de cultura popular para todas y todos, de talleres donde las niñas y los niños puedan escuchar cuentos, disfrutar, corretear, jugar, arrancar y destruir sin saberlo cada gramo de tristeza que habita los rincones indescifrables de esta casa de la muerte.
Una vez asesinaron a mi tío Braulio, el bebé de cuatro meses en su cuna, y que posteriormente fusilaran a mi abuelo Francisco en La Isleta, se llevaron a mi padre y a uno de sus hermanos para ingresarlos en la Casa del Niño, la residencia que montó la dictadura fascista en Las Palmas para “adoctrinar” a los hijos de los fusilados y desaparecidos en toda la isla de Gran Canaria.
El viejo, ahora con 91 años, todavía sin poder recuperar los restos de su padre de la fosa común del cementerio de Las Palmas, me cuenta como se le vino el mundo encima cuando lo sacaron en aquel coche negro, inmenso, con sillones de cuero marrón de su humilde casita en Tamaraceite, su hermano Paco lloraba sin parar, el traslado por la carretera general hasta el barrio de San José, donde lo esperaban en la puerta varios falangistas muy jóvenes, vestidos de azul, correajes y pistola al cinto, junto a cinco monjas con hábitos negros que los metieron en las oscuras y siniestras dependencias.