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Privatizaciones y corrupción

Aunque hace ya casi un par de años la noticia llegó a los medios de comunicación, a mediados del mes de abril pasado un informe de la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil hacía pública la implicación de Rodrigo Rato, exvicepresidente del Gobierno español con José María Aznar, exgerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) y expresidente de Bankia, en prácticas de blanqueo de dinero y defraudación y que, a través de su empresa familiar COR Comunicación, había recibido más de 83 millones de euros de varias empresas privatizadas durante su etapa como ministro de Economía, durante los años 1996-2004. Según la UCO, Alierta (Telefónica), González (BBV), Martín Villa (Endesa) o Pablo Isla (Altadis) contrataban con las empresas familiares de Rato campañas de comunicación suculentas incluso cuando fue ministro. El informe de la Guardia Civil señala que la sociedad familiar COR Comunicación se crea, presuntamente, “con el propósito de facturar con determinadas empresas que habían sido privatizadas o que estaban en ese proceso de privatización”. La noticia coincidió con el escándalo del caso Lezo que implica a Ignacio González y pasó por los medios de comunicación casi sin pena ni gloria. Se termina la sociedad acostumbrando al olor de la podredumbre.

Y es que las privatizaciones en España huelen tremendamente a podrido. Y de aquellos polvos estos lodos de corrupción. El auge del neoliberalismo en la década de los ochenta tuvo como laboratorio principal a Latinoamérica. Desde allí se ponían en práctica las consignas de Reagan y Thatcher y economistas estandartes como Friedman no dudaron en ejecutar sus más sangrantes experimentos de la mano de dictadores como Pinochet y otros gobiernos sátrapas. Pero España no se quedó atrás en el cumplimiento de políticas privatizadoras. Desde mediados de los 80 hasta el final de los 90 se privatizaron más de 130 empresas públicas, que ingresaron en las cuentas del Estado más de 50.000 millones de euros. En la etapa de Felipe González se dieron pasos importantes realizando casi 70 operaciones de venta de participaciones públicas. Se empezó a desmantelar el INI y a poner en manos privadas empresas como Seat, Enasa-Pegaso, Acesa, Tabacalera y, parcialmente, Repsol, Endesa, Gesa, Ence y Telefónica. El Gobierno socialista hizo con todas estas ventas una caja de casi dos billones de las antiguas pesetas. Con la llegada de Aznar en 1996, las privatizaciones, revestidas de liberalizaciones, se precipitan. En esta época, el Estado pierde definitivamente Telefónica, Gas Natural, Repsol, Endesa, Argentaria (Banco Exterior, Caja Postal, Banco de Crédito Industrial y los bancos del Instituto de Crédito Oficial), Tabacalera, Indra, Retevisión, Aldeasa, Aceralia, Red Eléctrica, Iberia, Santa Bárbara, Trasmediterránea y una larga lista de casi cincuenta empresas que reportaron unos ingresos de más de cuatro billones de pesetas. Los propios organismos reguladores llegaron a recriminar al Gobierno la poca transparencia de las operaciones y lo precipitado de las decisiones. Y tenían razón, ya que, en vez de producirse la anunciada liberalización, se dio paso –mientras se despedían trabajadores a mansalva- a oligopolios ligados al gas, la electricidad, el petróleo o las comunicaciones de la mano de personas cercanas al entonces presidente Aznar o a su ministro Rodrigo Rato (Villalonga, Alierta, Pizarro, Francisco González…). Estas empresas tienen hoy día unas ganancias multimillonarias y de ser públicas contribuirían sin duda a paliar el déficit y a garantizar las prestaciones básicas del Estado de bienestar que demanda la ciudadanía. Algunas de ellas (como Endesa o parte de Repsol) han pasado a manos de otras naciones que toman decisiones sobre sectores estratégicos españoles. Y, además, cada día contemplamos cómo se suben las tarifas desmesuradamente, cómo se hacen más laxos los cumplimientos medioambientales, cómo ahorran en los mantenimientos, cómo, en muchos casos, se reduce drásticamente la calidad de los servicios, cómo se minimizan las inversiones e innovaciones tecnológicas…

Y todo ello con una garantía fraudulenta de reversión. Al tratarse en su mayoría de empresas que sostienen servicios indispensables, si se vieran en algún momento en apuros, entonces papá Estado estaría obligado a intervenir y a salvarlas de la ruina. Es lo que ha pasado con la banca o lo que está pasando con las autopistas de peaje, cuyo rescate puede suponer un desembolso de más de 5.000 millones de euros para las arcas públicas, y eso tras negociarse una quita con la banca del 50 %. Para hacerlo posible se creará una sociedad de capital 100 % público que, cuando esté saneada, se pondrá de nuevo a la venta, para que otros se queden con lo mejor del pastel. Y vuelta a empezar.

Las privatizaciones de Rato y Aznar ya fueron en su día bastante cuestionadas. Se intuía lo que muchos años después ha ido saliendo a la luz. Para el Tribunal de Cuentas, las privatizaciones realizadas por José Mª Aznar tuvieron “actuaciones no acordes con los procedimientos establecidos”. Muchas de las acciones privatizadoras de los gobiernos del PP se hicieron a un precio, según el TC, “sensiblemente inferior” al establecido en valoraciones independientes, e incluso se hicieron “ajustes que dieron lugar a una importante minoración del precio señalado en los respectivos contratos”.

En el caso de Repsol y Endesa, en 1997 dos de los bancos de negocios preseleccionados para desempeñar funciones de coordinación global eran a su vez accionistas de la petrolera y tenían participaciones en el capital de la eléctrica, “lo que pudo afectar a la transparencia del proceso y generar conflictos de interés”. Fíjense que finos y discretos los del Tribunal.

La privatización de Red Eléctrica Española fue gestionada en 1999 por la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI) con “falta de claridad y transparencia” en beneficio exclusivo de las compañías del sector y “de espaldas al interés general” según el TC. Los grandes beneficiarios fueron Iberdrola y Endesa.

Para Antonio Zabalza, presidente de ERCROS, “la privatización del sector en España hizo un flaco favor al nivel de competencia del mercado resultante. Globalmente considerada, la política de privatización, tal y como se llevó a cabo, fue ineficiente”.

Más allá de las advertencias del TC, todo el proceso público siguió adelante. El oficial y el clandestino, a tenor de los informes de la UCO. Y uno, Rato, terminó montando una empresa de comunicación para recibir prebendas y el otro, Aznar, en el consejo de administración de Endesa, con una remuneración de más de 200.000 euros al año. Y detrás la podredumbre de comisiones, financiaciones ilegales, sobresueldos, paraísos fiscales. No les gusta lo público pero si pueden terminan saqueándolo en beneficio propio.

Y después tanto los gobiernos de Zapatero como los posteriores de Rajoy se apuntaron a la misma senda. Y señalaron a Renfe, AENA, Paradores, Loterías, Puertos, Correos y algunas empresas más propiedad del estado en su totalidad o parcialmente. La crisis económica impidió que se hicieran ofertas interesantes y frenó buena parte de este último proceso que pretendía recaudar unos 40.000 millones de euros.

El 19 de mayo de 2008 los líderes europeos Jacques Delors, Jacques Santer, Helmut Schmidt, Michel Rocard, Massimo D’Alema y otros socialdemócratas del Continente dirigían una carta al presidente de la Comisión Europea que empezaba con un grito desesperado: “Los mercados financieros no nos pueden gobernar”. No ha servido de mucho. Incluso los socialdemócratas europeos han terminado claudicando. Como apunta Jean Ziegler (Los nuevos amos del mundo. Destino) el mercado está desalojando a la política de las instituciones y “la privatización del mundo debilita la capacidad normativa de los estados. Pone bajo tutela a los parlamentos y a los gobiernos. Vacía de contenido a la mayoría de las elecciones y a casi todas las votaciones populares”.

Como plantea Michael Hudson, se ha conseguido crear un monstruo al que ahora no se puede controlar. Un golpe de estado financiero contra el Estado democrático y social de derechos en Europa. Se ha avanzado en la perversión de las democracias del Viejo Continente para dejarla en buena parte en manos de “la libertad salvaje y sin ley” de la que habla Kant, como poder del más fuerte en cuanto no sujeto a límites y a reglas, como señala Ferrujoli en su ensayo sobre los poderes salvajes y la crisis de la democracia constitucional. Han vaciado las instituciones públicas, se las han quedado, han empobrecido al país quedándose con una buena parte de los dividendos. Es el objetivo último del neoliberalismo: hacer posible un estado fallido donde el mercado sustituya a los valores democráticos. El filósofo francés André Glucksmann asegura que el siglo XXI va a estar protagonizado por una lucha entre la democracia y la corrupción. Me temo que estamos inmersos en esa guerra y que nuestras élites políticas y financieras no tienen clara la opción. Miren si no lo que está sucediendo con la corrupción endógena del PP sin que les pase nada. Desde luego, no parecen ser ellos los que estén dispuestos a regenerar la democracia.

Y se rasgan muchos después las vestiduras ante el Tramabus de Podemos o los populismos y neofascismos que proliferan peligrosamente por todos los rincones de Europa.

Aunque hace ya casi un par de años la noticia llegó a los medios de comunicación, a mediados del mes de abril pasado un informe de la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil hacía pública la implicación de Rodrigo Rato, exvicepresidente del Gobierno español con José María Aznar, exgerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) y expresidente de Bankia, en prácticas de blanqueo de dinero y defraudación y que, a través de su empresa familiar COR Comunicación, había recibido más de 83 millones de euros de varias empresas privatizadas durante su etapa como ministro de Economía, durante los años 1996-2004. Según la UCO, Alierta (Telefónica), González (BBV), Martín Villa (Endesa) o Pablo Isla (Altadis) contrataban con las empresas familiares de Rato campañas de comunicación suculentas incluso cuando fue ministro. El informe de la Guardia Civil señala que la sociedad familiar COR Comunicación se crea, presuntamente, “con el propósito de facturar con determinadas empresas que habían sido privatizadas o que estaban en ese proceso de privatización”. La noticia coincidió con el escándalo del caso Lezo que implica a Ignacio González y pasó por los medios de comunicación casi sin pena ni gloria. Se termina la sociedad acostumbrando al olor de la podredumbre.

Y es que las privatizaciones en España huelen tremendamente a podrido. Y de aquellos polvos estos lodos de corrupción. El auge del neoliberalismo en la década de los ochenta tuvo como laboratorio principal a Latinoamérica. Desde allí se ponían en práctica las consignas de Reagan y Thatcher y economistas estandartes como Friedman no dudaron en ejecutar sus más sangrantes experimentos de la mano de dictadores como Pinochet y otros gobiernos sátrapas. Pero España no se quedó atrás en el cumplimiento de políticas privatizadoras. Desde mediados de los 80 hasta el final de los 90 se privatizaron más de 130 empresas públicas, que ingresaron en las cuentas del Estado más de 50.000 millones de euros. En la etapa de Felipe González se dieron pasos importantes realizando casi 70 operaciones de venta de participaciones públicas. Se empezó a desmantelar el INI y a poner en manos privadas empresas como Seat, Enasa-Pegaso, Acesa, Tabacalera y, parcialmente, Repsol, Endesa, Gesa, Ence y Telefónica. El Gobierno socialista hizo con todas estas ventas una caja de casi dos billones de las antiguas pesetas. Con la llegada de Aznar en 1996, las privatizaciones, revestidas de liberalizaciones, se precipitan. En esta época, el Estado pierde definitivamente Telefónica, Gas Natural, Repsol, Endesa, Argentaria (Banco Exterior, Caja Postal, Banco de Crédito Industrial y los bancos del Instituto de Crédito Oficial), Tabacalera, Indra, Retevisión, Aldeasa, Aceralia, Red Eléctrica, Iberia, Santa Bárbara, Trasmediterránea y una larga lista de casi cincuenta empresas que reportaron unos ingresos de más de cuatro billones de pesetas. Los propios organismos reguladores llegaron a recriminar al Gobierno la poca transparencia de las operaciones y lo precipitado de las decisiones. Y tenían razón, ya que, en vez de producirse la anunciada liberalización, se dio paso –mientras se despedían trabajadores a mansalva- a oligopolios ligados al gas, la electricidad, el petróleo o las comunicaciones de la mano de personas cercanas al entonces presidente Aznar o a su ministro Rodrigo Rato (Villalonga, Alierta, Pizarro, Francisco González…). Estas empresas tienen hoy día unas ganancias multimillonarias y de ser públicas contribuirían sin duda a paliar el déficit y a garantizar las prestaciones básicas del Estado de bienestar que demanda la ciudadanía. Algunas de ellas (como Endesa o parte de Repsol) han pasado a manos de otras naciones que toman decisiones sobre sectores estratégicos españoles. Y, además, cada día contemplamos cómo se suben las tarifas desmesuradamente, cómo se hacen más laxos los cumplimientos medioambientales, cómo ahorran en los mantenimientos, cómo, en muchos casos, se reduce drásticamente la calidad de los servicios, cómo se minimizan las inversiones e innovaciones tecnológicas…