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Pros y contras de un estado autonómico

Nada más adecuado que sopesar ventajas e inconvenientes, calificarlos en sendas columnas por separado, sumar ambos resultados y obtener la diferencia entre ellos para concretar criterios a la hora de analizarlos, de posicionarse al respecto o de tomar decisiones en su caso.

En el origen de nuestro Estado de las Autonomías –gestación constituyente, 1978–, se tuvo en cuenta, como prioridad aparente, el respeto por la idiosincrasia de cada comunidad a todos los niveles: geográfico, histórico, cultural, tradicional, lingüístico y costumbrista. En el articulado del Título VIII de nuestra Constitución: Organización Territorial del Estado, consta sin ambages la sana intencionalidad y buena fe de quienes lo redactaron en un contexto histórico muy crítico, como el que supuso el tránsito pacífico de una dictadura hacia el Estado democrático.

Al mismo tiempo se intentó armonizar el espíritu de solidaridad entre los pueblos, para que las regiones más privilegiadas económica y estructuralmente sirvieran de motor y apoyo al desarrollo de aquellas comunidades menos afortunadas. Es la misma tendencia a la simetría igualadora que preconiza la filosofía federalista como fundamento del éxito en otros países de nuestro entorno. Aparte de que el federalismo está taxativamente prohibido entre nuestras Autonomías (Art. 145, punto 1 del Título VIII de la C.E.), no sería viable en un país tan específico como el nuestro, donde el fundamentalismo de algunos movimientos separatistas radicales, aunque minoritarios, con su capacidad para el chantaje político impedirían la igualdad simétrica entre comunidades federadas. De hecho ya la impiden en este Estado autonómico.

Asumido el Estado de las Autonomías como mal menor, debemos reconocer que es el sistema que más autogobierno asigna a cada uno de los “socios”, que no lo son por aluvión de entes desconocidos, sino que todos proceden de una Historia común que los aglutinó en el mismo mapa durante los siglos suficientes para identificarse como pueblo, enriquecido por las peculiaridades específicas de cada zona, sus costumbres, cultura, acento, dialectos y tradiciones.

Sin embargo, y aquí viene el listado negativo, si repasamos cada uno de los Estatutos de Autonomía que regulan nuestra estructura política, nos percatamos de que las competencias descentralizadas y transferidas a las Comunidades Autónomas más desfavorecidas, son las que peor funcionan, en situación de precariedad continua y sin aparentes posibilidades de solución. Cultura, Vivienda, Servicios Sociales, Educación, Sanidad… son focos de inoperancia, por ejemplo en Canarias, donde los excesos de una burocracia turbia, mal manejada por cargos públicos inoperantes que, ante la multiplicidad de competencias sobre una misma área, pueden camuflar su irresponsabilidad echando culpas de su fracasada gestión al Gobierno Central. Es absurdo que se pretenda autogobierno sobre lo que no se está capacitado de gestionar. Parece que tan fatua aspiración solo tenga como objetivo los beneficios personalizados, en contra de los intereses del pueblo al que, en teoría, deberían servir.

El hándicap que sufrimos los españoles, ante este fiasco autonómico, es la economía. El brutal despilfarro que supone la multitud de cargos públicos en 17 parlamentos autonómicos (aparte los 8000 y pico ayuntamientos que asolan nuestra pobre geografía), con la pléyade de asesores, directores generales, personal de confianza y los parientes de Nepote, suculentamente pagados; una flota de coches oficiales escandalosa por exagerada; la vergonzosa corrupción por doquier, inaceptable en un país con una deuda pública espantosa y un déficit subiendo imparable. Ni el pueblo más rico del mundo podría asumir tan ruinosa gestión de sus recursos en favor exclusivo de quienes debieran resolverlo. Que son los más interesados en que nada cambie…

Por supuesto, sería políticamente incorrecto abanderar la erradicación de este sistema autonómico porque así figura en la Constitución, y quien lo propusiera podría ser tachado de presunto delincuente inconstitucional por intentar quebrantar nuestra Ley de Leyes (quizá no fuera así porque también podría ser de aplicación al republicano o al independentista, cuya ideología no entra en la Cara Magna… en la que sí cabe su derecho a la libertad de expresión, con los límites definidos en el Art. 20).

El verdadero problema para salir de esta trampa en la que estamos metidos está en la falta de alternativa. ¿Cómo podríamos librarnos de esta hemorragia económica que nos está abocando a un precipicio sin barandilla? Algo tendrá que cambiar, y alguien tendrá que imponer el sentido común y el uso de razón en favor del interés general contra los abusos particulares. No puede sobrevivir un pueblo sojuzgado con su resignación colectiva ante el poder organizado de quienes supuestamente deben velar por los derechos ciudadanos y proteger sus intereses. ¿Será solución eliminar cargos y prebendas, conservar solo un estricto 10% de personas válidas que sepan controlar la burocracia inteligente en favor del público, y que hagan de lo público un factor de bienestar colectivo, que no un motivo de lucro incesante?

Una quimera, sí. Pero también una necesidad imperiosa por motivos de supervivencia.

Nada más adecuado que sopesar ventajas e inconvenientes, calificarlos en sendas columnas por separado, sumar ambos resultados y obtener la diferencia entre ellos para concretar criterios a la hora de analizarlos, de posicionarse al respecto o de tomar decisiones en su caso.

En el origen de nuestro Estado de las Autonomías –gestación constituyente, 1978–, se tuvo en cuenta, como prioridad aparente, el respeto por la idiosincrasia de cada comunidad a todos los niveles: geográfico, histórico, cultural, tradicional, lingüístico y costumbrista. En el articulado del Título VIII de nuestra Constitución: Organización Territorial del Estado, consta sin ambages la sana intencionalidad y buena fe de quienes lo redactaron en un contexto histórico muy crítico, como el que supuso el tránsito pacífico de una dictadura hacia el Estado democrático.