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Solo el pueblo salva al pueblo, una falsa bandera

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La imagen luminosa y esperanzadora de miles de voluntarios marchando hacia las zonas devastadas por la DANA merece convertirse en un icono, en la representación más acertada y potente de una palabra tan hermosa como solidaridad.

Sin embargo, lo conmovedor de esa imagen no debe ocultar otras instantáneas, no tan brillantes ni emotivas, y parecería adecuado tratar de evitar que se oculte o se minusvalore la trascendencia de la respuesta institucional.

El lenguaje no solo describe la realidad, también la crea. Además, aunque no siempre sea neutral, su uso en política casi nunca lo es y el famoso solo el pueblo salva al pueblo, que acompaña de manera casi inevitable a la imagen de los voluntarios, constituye un ejemplo de manual del uso del lenguaje para construir una realidad alternativa con una clara intencionalidad política.

La verdadera potencia de la frase no está en su contenido formal sino en su carga simbólica, que da a entender la existencia de un estado fallido.

Pero por más que la incompetencia criminal de la Generalitat valenciana haya provocado que la cifra de personas fallecidas escalara a más de dos centenares y haya retrasado el despliegue de la ayuda, no puede negarse la presencia del Estado desde el primer momento de la tragedia.

Desde los primeros compases de la catástrofe la noche se pobló de chalecos reflectantes, de linternas, de luces de emergencia señalando el lugar en el que miles de servidores públicos ponían su vida en peligro para tratar de salvar las vidas de ese pueblo al que sirven formando parte, precisamente, del Estado.

Porque el Estado no es tan solo el Gobierno de España ni el de la Generalitat. Estado es, además de esos héroes anónimos con chalecos reflectantes, linternas y luces de emergencia, el personal sanitario que dobla turnos día tras día para atender a la población afectada.

Estado son los buzos que se sumergen en la oscuridad de los ríos, todavía turbios y cargados de fango, sin esperar mayor recompensa que el macabro hallazgo de un cuerpo con el que tratar de aliviar el duelo de los deudos. Estado son los forenses y el personal de los juzgados, convertidos en el dique contra el que choca del dolor de las familias.

Los miembros de la UME, el personal de limpieza, las cuadrillas que recuperan carreteras y tendidos de tren tan solo pueden desempeñar sus labores con la maquinaria pesada y el equipamiento puesto a su disposición por el Estado y son también Estado.

Como lo son las maestras y maestros que tratan de devolver un mínimo de normalidad a la vida de niñas y niños que llegan a clase sin haber dormido en su cama, con un pijama extraño y sin haber podido desayunar con su tazón favorito.

Ahora, tras esa noche terrible, tras esos primeros momentos de desconcierto en los que toca cubrir las necesidades inmediatas, además de seguir rescatando cuerpos y evaluar los daños, toca encarar una reconstrucción que no será inmediata, porque no puede serlo, y que precisará de recursos ingentes del Estado, porque no hay ni voluntarios ni solidaridad con la capacidad necesaria para afrontar esa tarea.

Por más que la entrega y la abnegación de miles de voluntarios haya sido un ejemplo de altruismo y un auténtico bálsamo para la herida abierta esa noche trágica, el trabajo de los voluntarios y los frutos de la solidaridad nunca serán suficientes para acometer la abrumadora reconstrucción que requiere Valencia.

Es ahora cuando se expone en toda su crudeza la falsedad de esa consigna que afirma que el dinero donde mejor está es en el bolsillo del ciudadano o la otra que califica el cobro de impuestos como voracidad fiscal con ánimo confiscatorio. Por eso, quienes niegan la necesidad del Estado o lo reducen a mero custodio de la propiedad privada, aplauden ahora entusiasmados ese lema ingenuo de solo el pueblo salva al pueblo.

No es cierto. El pueblo solo puede salvar al pueblo cuando se organiza en Estado. El pueblo solo consigue ser fuerte y que se responda a sus demandas cuando pone ese Estado, también fuerte, a su servicio y no cuando tolera que se desmantele o cuando le da la espalda permitiendo que sean otros quienes se apoderen de sus recursos.

Por muy revolucionario y alternativo que suene ese solo el pueblo salva al pueblo, no deja de ser más que una falsa bandera con la que reclutar a los indignados para que militen en la desafección. Otros harán suyo el espacio que ellos dejan.

La imagen luminosa y esperanzadora de miles de voluntarios marchando hacia las zonas devastadas por la DANA merece convertirse en un icono, en la representación más acertada y potente de una palabra tan hermosa como solidaridad.

Sin embargo, lo conmovedor de esa imagen no debe ocultar otras instantáneas, no tan brillantes ni emotivas, y parecería adecuado tratar de evitar que se oculte o se minusvalore la trascendencia de la respuesta institucional.