Hace semanas que la nueva crisis económica que nos azota, producto de las consecuencias del reciente confinamiento por la COVID-19, ha provocado el afloramiento de una actitud racista y xenófoba entre una parte de la población canaria, algo que tampoco es nuevo. La llegada de diversas pateras y los problemas existentes para alojar temporalmente a la población migrante ilegal han desatado todo tipo de comentarios despectivos e intimidatorios contra ella, colocándola en el punto de mira de quienes no están dispuestos a que el Gobierno destine recursos públicos para su mantenimiento temporal.
En momentos de crisis, la sociedad tiende a buscar un chivo expiatorio que justifique la existencia del problema, con lo cual su eliminación garantiza la supuesta vuelta al equilibrio en el que se vivía antes. En nuestro caso, esos migrantes son el centro de la ira, en forma sobre todo de violencia verbal porque esta última es fácil y gratuita, lo cual se convierte en un acto vulgar y cobarde por parte de quienes no quieren comprender que el actual problema económico tiene otras raíces totalmente distintas.
Nadie es racista hasta que se ve con la soga al cuello, sin trabajo y sin dinero, con facturas pendientes de pagar y con la misma mentalidad consumista de la que no quiere desprenderse. Si entre nosotros surgen conflictos a diario, el que viene de fuera ya trae un estigma de rechazo, salvo que pertenezca a la clase social alta; si encima es ilegal, no solo surge ese sentimiento de repudio, sino de odio visceral. Por eso, vemos esas actitudes, donde se insiste en el clásico discurso de que los recursos del Archipiélago deben destinarse solo para nosotros y no para los de fuera porque somos los que pagamos impuestos y porque nuestras necesidades deben atenderse perentoriamente, con lo cual sobra la ayuda que les prestamos, aunque solo sea con carácter asistencial.
Por eso, ahora que el bolsillo aprieta y que los ERTE tarde o temprano tendrán fecha de caducidad, el nivel de crispación y violencia ha aumentado a raudales, engrandecido también por el discurso racista de VOX, cuya trayectoria política ha contribuido a difundir la idea de que, por culpa de esos migrantes, vamos a perderlo todo. Una vez tras otra, esos canarios racistas verbalizan con desprecio que ayudar a esas personas necesitadas, que han sufrido lo indecible para llegar hasta aquí, no se concibe como un acto de humanidad, sino de despilfarro de bienes, servicios y, sobre todo, dinero.
Afrontemos que una parte de la sociedad canaria es racista y xenófoba, le duela a quien le duela, y que ella es precisamente la que está afianzando el argumento de que los migrantes ilegales son los que vienen a robar nuestros recursos y los que provocarán que esta crisis adquiera tintes dramáticos.
Ellos no son los culpables de esta situación. Arriesgan sus vidas para huir de las guerras; de los Gobiernos corruptos, sostenidos por países del primer mundo; y de su explotación como mano de obra barata, sabiendo que pueden acabar en el fondo de cementerios como el Mediterráneo.
Frente a esta actitud, valoro el esfuerzo y el comportamiento ejemplar de la otra parte de la sociedad canaria, esa que siempre se ha mostrado integradora, humanitaria y sensibilizada con lo que pasa en todos esos países menos desarrollados y que no olvida que nuestra historia ha estado vinculada a la emigración con América.
Hay una línea muy frágil que divide a la humanidad, esa que te convierte en un monstruo, si le das la espalda a las desigualdades, o te dignifica como persona, cuando intentas transformar este mundo de ricos y pobres, de blancos y negros, de creyentes y agnósticos. El 25 de septiembre pasado arribó una patera a Caleta de Caballo (Lanzarote), un lugar caracterizado por sus playas para hacer surf. La desesperación se reflejaba en los ojos de muchos de los migrantes que, vendidos a su suerte, buscaban “la otra orilla”, esa donde siguen siendo apátridas. La ayuda de los vecinos de esa zona fue crucial para garantizarles el desembarco y prestarles los primeros auxilios. No miraron el color de su piel ni sus plegarias religiosas ni su idioma. Simplemente, dieron algo de luz a quienes siguen navegando en la oscuridad de su huida.
El problema económico nacional y hasta regional, que es la cuestión de fondo de toda esa actitud racista, no la provocan los migrantes ilegales, sino que es producto del modelo económico, que se ha visto acrecentado por la COVID-19, una enfermedad que nadie preveía y que demuestra que la riqueza y la miseria de Canarias están interconectadas con los procesos mundiales. Pero más miserables son aquellos que, en apariencia, encuentran en el insulto y el desprecio hacia los migrantes la justificación de su situación y la de un colectivo con el que se identifican, pero que en realidad demuestran que son racistas y xenófobos y que están dispuestos ahora más que nunca a que continúe en pie el muro que divide el norte del sur, bajo la bandera de la indiferencia y el odio.