El reto de fortalecer la ciencia

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Para la ciencia, una de las cuestiones relevantes en relación con una pandemia es la identificación de los factores que la agravan en cada país o en cada comunidad administrativa o geográficamente diferenciada, independientemente de la patología previa de cada persona contagiada, y en relación con variables estructurales y sociales. De hecho, de su conocimiento e identificación dependerán las medidas preventivas a poner en marcha, y permitirán establecer mecanismos eficaces para frenarla y contrarrestarla. A las organizaciones políticas que compiten en los mismos escenarios y por los mismos galardones también les interesa esta información, si bien su motivación suele estar más orientada hacia la elaboración del discurso. Podría decirse, incluso, que cualquier dato sirve para la elaboración de cualquier discurso. Aquí se establece una recíproca relación entre ambas actividades. Si la política científica es inteligente, la ciencia que se desarrolle será de buena calidad y beneficiará, a su vez, a la gestión política y, como consecuencia, el bienestar de la población. Si no lo es, la ciencia resultante será mediocre, aportará escaso valor añadido al bienestar social, no generará empleos de calidad y, en algún caso, si el clima lo favorece, tendrá que basar su economía en el ocio nocturno y el turismo de aluvión. 

El sábado pasado, una revista científica de prestigio publicaba un conciso y claro artículo en el que se analizaba la relación entre la tasa de mortalidad por COVID-19 –es decir, el número de fallecidos por cada 100 personas contagiadas– y una serie de factores no relacionados con el estado de salud de cada paciente, como el porcentaje de pruebas de PCR realizadas, la efectividad de gestión del gobierno, la proporción de la población mayor de 65 años, la calidad de las infraestructuras de movilidad, o el número de camas de hospital disponibles. Como es fácil de entender, todos estos factores son conocidos de antemano, por lo cual, ante la aparición de una emergencia sanitaria como la actual, sus efectos sobre la tasa de mortalidad que afecte a la población son previsibles y cuantificables con simulaciones sencillas, asequibles a partir de estructuras sanitarias y recursos humanos adecuados. De la misma forma, un municipio, una isla, una comunidad autónoma, un país, un continente o el planeta entero –y con más eficiencia si lo hacen a través de vías y mecanismos de cooperación–, deberían estar en condiciones de establecer los sistemas y procedimientos adecuados para prevenir, evitar o reducir dicha mortalidad con políticas proactivas, sin tener que esperar a la eclosión de los desastres.

Los resultados obtenidos en esta publicación también son sencillos de interpretar, y muestran algunas evidencias que pueden resultar de utilidad para la construcción de mecanismos preventivos. Los datos analizados proceden de bases universales, tras identificar a casi 8 millones de casos afectados por Covid-19 y algo más de 400.000 fallecimientos. De forma resumida, la tasa de mortalidad por este virus es tanto más alta cuanto menor es el número de tests PCR que se realizan, cuanto más reducido es el número de camas disponibles, cuanto más ineficientes son las infraestructuras de movilidad –aeropuertos, carreteras, trenes e información tecnológica–, y cuanto más deficientes son los indicadores objetivos de eficacia en la respuesta de las administraciones en la implementación de medidas.

En todos los casos, los efectos negativos de cada factor fueron notablemente más marcados y lesivos cuanto menor era la renta per cápita del país correspondiente, lo cual es la expresión clara de que el efecto de los patógenos –como los de los sunamis, los terremotos o las erupciones volcánicas– sí diferencian entre pobres y ricos, entre norte y sur, o entre clases sociales. En el mismo sentido, el estudio destaca que la mortalidad no es afectada por el número de camas hospitalarias disponibles en aquellos países en que ese número es alto o moderado, pero que el número de fallecimientos por COVID-19 aumenta dramáticamente al reducirse el número de camas en aquellos países que parten de una estructura hospitalaria precaria. Si se contemplan todos los factores que afectan negativamente a la tasa de mortalidad de las personas que enferman de COVID-19, es posible obtener un perfil que es igualmente útil para ser aplicado, tanto para los estados como las comunidades autónomas, las islas o los ayuntamientos. 

En resumen, se trata de que la incapacidad de los gobiernos para tomar las decisiones necesarias a tiempo –lo que se refiere, entre otras, a las medidas de confinamiento y aislamiento social–, la realización insuficiente de pruebas diagnósticas de PCR, la reducción en el número de camas hospitalarias, y la existencia de estructuras de transporte deficitarias, constituyen importantes factores de riesgo frente a emergencias sanitarias como la actual, que se suman a aquellos relacionados con las patologías previas en cada caso. Si se tiene en cuenta que el artículo en cuestión fue enviado a la revista para su publicación a finales de abril, es probable que el análisis de los datos –un análisis que no requería tecnología sofisticada, sino simplemente un grupo de expertos en epidemiología y bioestadística– habrá estado disponible a lo largo del mes de marzo. Ello significa que la disponibilidad de una estructura científica adecuada y con los recursos humanos suficientes permite a un país o a una comunidad autónoma, obtener información valiosa para enfrentarse a emergencias sanitarias con rapidez, lo que facilitará la toma de decisiones y la puesta en marcha de medidas específicas en el menor tiempo posible. 

En los últimos años, repetidamente y en diferentes partes del mundo, se han podido observar situaciones similares, llevando a conclusiones prácticamente idénticas en lo que se refiere a la importancia de la inversión pública en investigación científica, así como en la educación de la población para reaccionar ante retos globales o locales de forma solidaria y cooperativa. De hecho, esta conclusión puede formar parte de un corolario repetido hasta la saciedad, pero con escasa influencia sobre las políticas que parecen discutirse en los comités de reconstrucción, y que con frecuencia no van más allá de cubrir un par de líneas en los protocolos acordados, tras largas reuniones, a veces salteadas por intercambio de improperios: que la fortaleza científica de cada sociedad constituye uno de los instrumentos más sólidos para responder a lo imprevisto.

Ello resulta especialmente relevante en lo que se refiere al personal formado y a la educación sanitaria de la población, lo que tiene un poderoso efecto inmunizador frente a la difusión de bulos y el anuncio de conspiraciones. Ni las acciones tomadas hasta ahora en los diferentes niveles administrativos, ni el tono que se emite desde los parlamentos, ni las polarizaciones que se crean o refuerzan cada día, permiten abrigar demasiado optimismo cuando llegue el momento de utilizar los fondos europeos. Canarias es un ejemplo de muchos años recibiendo subvenciones europeas para promover energías limpias, evitar la destrucción del mismo mar que luego se vende como atractivo, o desarrollar capacidades que eviten el monocultivo turístico. Al final, todo acaba en el mismo sitio.

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