En la madrugada del sábado 21 de agosto de 2021 sufrí un infarto. Me encontraba solo en casa cuando acusé una enorme presión y dolor en el pecho. Ignorando que aquello era síntoma inequívoco de un ataque cardíaco, demoré mucho en pedir auxilio. Finalmente, pasadas las dos de la mañana, en pijama, con mi cartera, el móvil y las llaves de casa en las manos, y con la intención de garantizar que los sanitarios que venían en camino me pudieran asistir si perdía el conocimiento estando dentro de mi vivienda, logré llegar al portal del edificio donde quedé tendido en el suelo.
Los dos sanitarios llegaron en la ambulancia y a toda velocidad me trasladaron al Centro de Salud de Guanarteme en Las Palmas de Gran Canaria. Aunque estuve consciente durante todo lo que aconteció en las horas siguientes, algunos recuerdos de aquella eterna, angustiosa y confusa madrugada se me escapan. A continuación, lo que nunca olvidaré.
Las dos personas que me recogieron del suelo actuaban de manera automática. Seguían sin titubear un protocolo mil veces practicado, era evidente, pero al mismo tiempo lo hacían con una cercanía que no me esperaba. Entre las preguntas de rigor, si había consumido estupefacientes, la hora aproximada del comienzo del dolor, etcétera, intercalaban palabras de ánimo y sosiego. «Va a estar bien, pronto pasará el dolor, enseguida lo verán los médicos, ya casi llegamos, estamos muy cerca, díganos a quién desea que llamemos, tranquilo…»
Fue en el mismo pasillo de Urgencias del centro de salud donde un grupo de sanitarios se abalanzaron sobre mi camilla para conectarme a aparatos, enchufarme una vía de oxígeno y pincharme los brazos para administrarme medicamentos. «Parece una angina de pecho», o algo similar escuché a alguien decir. Un doctor me volvió a hacer algunas de las preguntas que los sanitarios de la ambulancia me habían formulado minutos antes, para terminar con la que me sacó las lágrimas: me preguntó si padecía de problemas cardíacos y si en mi familia había antecedentes. Definitivamente era el corazón.
Hasta entonces no había sufrido problemas cardíacos, le respondí, pero mis dos abuelos habían fallecido a causa de infartos. Con 48 años y sin jamás haber padecido nada más grave que una gripe, el mundo se me vino encima. Pensé en mis hijas. En la posibilidad de que todo acabara en esa camilla. Mientras viajaba a bordo de la ambulancia hacia el centro de salud me intentaba consolar pensando que aquello podría ser una indigestión o alguna otra nimiedad. Ahora me hacía cargo de que el asunto era muy grave. «Tardó en llegar al hospital», me dijo meses más tarde un cardiólogo mientras examinaba mi expediente. De haber llegado antes, la cosa no hubiese sido tan seria. De haber tardado más y los médicos no haber hecho su parte con celeridad, no estaría vivo. Comencé a salvar la vida, a «volver a nacer», con la expeditiva actuación de la persona que atendió la llamada en el 112 y envió a la ambulancia.
En medio de aquella vorágine no pude resistir a preguntarme si quienes me atendían en aquel pasillo podían hacerlo de forma eficaz. No dudaba de su profesionalidad, sino más bien de su frescura a esas horas. Bien es sabido que los turnos eternos y que la escasez de recursos y de personal causan estragos en nuestro sistema de salud pública. Mientras entre lágrimas mi mente egoísta y temerosa se ocupaba de esas cuestiones, el director de la orquesta médica que me rodeaba parece que se dio cuenta de mi abatimiento, pues se me acercó para decirme, cogiéndome la mano, «tranquilo, mi suegro lleva tres de estos y ahí sigue dando guerra. Vas a estar bien. Hoy no te mueres».
«¡Al Negrín!» ordenó seguidamente el yerno del señor de los tres infartos.
La ambulancia que me transportaría al hospital era otra cosa. Aquello parecía una UCI con ruedas, y en ella me metieron con un enredo de cables colgando de mi cuerpo para llevarme al Hospital Universitario de Gran Canaria Dr. Negrín.
El dolor persistía, me faltaba la respiración y la ansiedad que todo aquello me producía era cada vez mayor. Y me sentía desamparado, pues otra vez me despedía de las personas que sabían lo que me ocurría, que conocían mis carnes desnudas, que me mostraban comprensión y que me alentaban entre traslado y traslado. Pero de nuevo, una enfermera a mi lado en la nueva ambulancia me regalaba palabras de ánimo. Y es que, entregado a la incertidumbre de lo que ocurría y que yo no podía controlar, en momentos así lo que yo más anhelaba era compasión y cercanía. Es curioso, pero eran vínculos humanos lo que realmente apreciaba en mi frenético recorrido para salvar la vida aquella madrugada.
Desconozco los laberintos del hospital Negrín, pero recuerdo encontrarme en algo parecido a cualquier cosa menos a una sala de urgencias. Era una sección distinta, un sótano poco iluminado, lleno de pantallas y de gente que se apresuraba de un lado a otro. Un sitio lúgubre, o al menos así me lo pareció desde mi postura en una camilla que me impedía ver mis alrededores al completo. Y vuelta a empezar con las mismas preguntas. Vuelta a empezar con enchufarme a aparatos y a pincharme las venas. Vuelta a sentir pudor al exhibir involuntariamente mi cuerpo desnudo a extraños.
Stents me dijeron que me tenían que poner. Ni idea de lo que me hablaban. Bastó con oír que me introducirían algo parecido a un cable por la vena del brazo, desde la muñeca, e ir colocando unos cacharros en mis arterias para entrar en pánico. Pero me anestesiarán para hacerme eso, ¿no? No, el procedimiento se realiza estando despierto y consciente. Casi desmayo de la impresión.
Y es que, para empeorar las cosas, soy hipocondríaco y un aprensivo mayúsculo que me convierte en un paciente muy difícil. “¡Tiene que calmarse!”, me reclamaban los médicos. Y yo a peor tras cada solicitud de calma. Y entonces ocurrió de nuevo, a mi lado se sentó, con una tranquilidad y tono de voz de monje de monasterio, una doctora que se empeñó en animarme y asegurarme que de aquello yo saldría y que todo pasaría. Eran alrededor de las cinco de la mañana.
Cuatro stents más tarde, absolutamente agotado y dopado, a mediodía me subieron a planta.
En total pasé un par de semanas en el Negrín. Tuve dos compañeros de habitación, el primero, un amabilísimo hombre que estaba allí para hacerse un montón de pruebas a la espera de un donante que le regalara un nuevo corazón. El segundo, un anciano de lo más dicharachero con una calma y despreocupación envidiables cuya mujer lo llamaba a diario para saber cómo estaba y preguntarle qué quería comer a su vuelta a casa. La COVID1-9, aún muy presente abarrotando centros médicos, impedía las visitas.
Durante mi estancia tuve contacto con médicos, enfermeros, una psicóloga, personal de limpieza, pacientes… Y absolutamente todas y cada una de esas personas me propinaron el mejor de los tratos. En mi primera ducha tras días sin bajar de la cama me recreé tanto que inundé la habitación y la persona que vino a limpiar aquel desastre lo hizo a carcajadas mientras yo moría de vergüenza –y mi compañero de habitación sonreía un “la que has liado en el spa”.
Luego vinieron los controles mensuales, las ecografías, la resonancia magnética, las analíticas... Ya hay personal en el Negrín que me reconoce y conoce mi absurdamente exagerada aprensión a las agujas. Durante mi última visita hace un par de semanas, una dulcísima enfermera me acostó en una cama en lugar de sentarme en la silla reservada para las extracciones de sangre y se puso a conversar conmigo para distraerme mientras una compañera se encargaba de pincharme la vena.
Los cardiólogos, más de lo mismo. Tengo un trozo del corazón muerto, literalmente en necrosis. Irreparable. Durante meses todo indicaba que me tendrían que implantar un desfibrilador que le diera un impulso eléctrico a mi corazón si éste dejaba de funcionar como es debido. “Es como tener un ángel de la guarda”, me explicó un médico con optimismo.
Hace unos días que se cumplió el año de mi alta como paciente de alto riesgo. Por lo visto, mi recuperación ha sido buena y de momento no será necesario que me implanten el desfibrilador. Cada día, y para siempre, eso sí, he de tomar una decena de pastillas.
He vivido en siete países y viajado por medio mundo. Estoy seguro de que de haber sufrido un infarto en muchos de estos sitios hubiese ocurrido una de dos cosas: no sobrevivo o me arruino económicamente. Para muestra un botón: hace unos años en Estados Unidos, país donde la primera causa de bancarrota es enfrentar problemas médicos gravosos, mi entonces pareja sufrió una cistitis aguda. Unas pocas horas en un hospital de la ciudad de Phoenix, de nombre Good Samaritan Hospital (Hospital del buen samaritano), un análisis de orina y una aspirina resultaron en una factura de setecientos dólares.
La decena de miles de euros que mi particular episodio suma a la fecha es incalculable. A modo de ejemplo, según me informó uno de los cardiólogos que me atienden, de haberme tenido que implantar el desfibrilador, estaríamos hablando de 22.000 euros a cargo de nuestro erario.
Por no hablar de los medicamentos subvencionados que necesito para mantener mi corazón latiendo y ayudar a prevenir otro episodio, las diez pastillas diarias. Yo pago la mitad, alrededor de trescientos euros mensuales. En algún otro país que conozco estaríamos hablando de tres veces esa cantidad, y no exagero.
A menudo, sobre todo en tiempos de campañas electorales, sale a debate nuestro sistema de bienestar. Sus imperfecciones, si es bueno, malo, barato o caro. Si pagamos demasiados impuestos o si debiéramos pagar más. Si el sistema que nos cobija es justo o no. Sin necesidad de entrar en disquisiciones al respecto, entiendo que la salud, al igual que otras cuestiones básicas relacionadas con nuestra especie, debe de tener carácter universal. El trozo de corazón que me queda vivo y sigue latiendo, como los de todas las personas que ahora leen estas líneas, no entiende de ideologías ni de modelos económicos conjurados en sedes de partidos políticos, tertulias de sábado por la noche o aulas universitarias.
No conozco el nombre de todas las personas que han hecho posible que yo hoy pueda seguir dando guerra como el suegro de aquel doctor y director de orquesta médica del Centro de Salud de Guanarteme. Como tampoco conozco su nombre, estimado/a conciudadano/a, pero gracias también a sus tributos, le parezcan excesivos o no, mi corazón sigue latiendo. Así que todo esto es para extender mi reconocimiento y profundo agradecimiento, en mi nombre, en el de mi familia y estoy seguro de que en el de muchas otras personas que como yo se benefician día a día de nuestro sistema sanitario que salva vidas, a usted y al Servicio Canario de Salud; a sus profesionales, casi siempre anónimos, que además de obsequiarme toda su experiencia, talento y recursos para salvarme la vida lo hicieron con la humanidad y el trato más digno y cariñoso que cualquiera puede desear en momentos similares.
Es un lugar común, un cliché, pero estas experiencias en las que uno «vuelve a nacer» imprimen no solo carácter, sino también una renovada perspectiva sobre el valor de ciertas cosas en la vida. Defender y luchar para que nuestro sistema sanitario y sus profesionales sean mejor valorados y cuenten con más y mejores recursos debe de ser prioritario en una sociedad que se presume avanzada y que desea progresar.
Muchas gracias, de corazón.