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Un Sistema Público de Cultura para garantizar los derechos culturales

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Antes de llegar a la Viceconsejería de Cultura y Patrimonio Cultural del Gobierno de Canarias éramos conscientes de que el modelo de política cultural dominante estaba agotado. Tras casi cuarenta años de autonomía, la brecha cultural entre la población (principal objetivo declarado por los sucesivos gobiernos canarios) no se había acortado en los sustancial y, cuando se lograba algún avance democratizador, se hacía con un aprovechamiento ineficiente de los recursos.

Cualquier intento de explorar alternativas a los déficits y a las limitaciones de las políticas culturales convencionales se enfrenta, más pronto que tarde, a las carencias de la estructura jurídica y administrativa del sector público. Aquí coincidimos responsables políticos, técnicos, gestores y agentes culturales de todo tipo y condición.

Tomarse en serio la necesidad de reformar las políticas culturales obliga necesariamente a tomarse en serio la reforma de la administración cultural. Si la eficacia de las políticas culturales se mide en función de sus efectos transformadores, también habrá de medirse en función de su capacidad de transformar la propia administración.

Para situar la cuestión en su justa dimensión es preciso realizar un breve excurso. La reforma y rediseño de la administración pública posee un calado político y social de primera magnitud. No es un simple asunto técnico. Tras los discursos tecnocráticos, lo que se está ventilando es la disputa por la reconceptualización del modelo de régimen de bienestar en un contexto de crisis del pacto social. En esa puja, entre proyectos de reestructuración del estado y de la administración pública, se contraponen orientaciones más universalistas, redistributivas y expansivas en términos de protección social y orientaciones más privatizadoras, de reducción de los sistemas de protección social y de transferencia del coste de las contingencias y riesgos sociales a la ciudadanía con menos recursos y menor capacidad de defensa de sus derechos. Resulta obvio el carácter esquemático de esta clasificación: en realidad lo que se está produciendo en los diferentes países son movimientos y ensayos que combinan políticas de ambos “polos” y con un grado de intensidad variada. El resultado de esta puja dependerá de las relaciones de fuerza en cada momento y del contexto cultural de los diferentes Estados y territorios. Y de los distintos escenarios resultantes de ese toma y daca y prueba y error, dependerá la respuesta de los distintos regímenes de bienestar a los principales desafíos que les plantea los cambios sociales acaecidos en las últimas décadas. No pretendo anticipar el modelo que debe adoptar el estado de bienestar en Canarias en un futuro más o menos próximo, pero lo que sí me atrevo a afirmar es que las políticas culturales, orientadas prioritariamente a la realización efectiva de los derechos culturales, habrán de incorporarse en un lugar destacado en la renovada arquitectura del bienestar si se pretende alcanzar el objetivo declarado por Europa de máxima inclusión y justicia social.

Es en este contexto donde consideramos que el Derecho brinda posibilidades para fijar operativamente obligaciones específicas a las administraciones culturales públicas y proporcionar garantías específicas a la ciudadanía.

Sin duda, la legislación cultural es actualmente la pieza fundamental para fijar las políticas culturales en el Estado democrático de derecho y una vía para afrontar la reforma de algunos aspectos de la administración pública que posibiliten el encaje de una política cultural de nuevo tipo, capaz de superar los principales déficits del modelo que impugnamos.

La Ley del Sistema Público de Cultura, que ayer aprobó por unanimidad el Parlamento de Canarias, es un cauce para afrontar la superación de estas dificultades. No es una ley de derechos culturales pero sí de las garantías que aseguran el ejercicio efectivo de los mismos. El objetivo de la Ley es garantizar que las diferentes administraciones culturales públicas canarias -desde los ámbitos competenciales y normativas que les son propias, pero entendidas como un conjunto en el que el todo es superior a las partes que lo integran- faciliten efectivamente a la mayoría de la población los servicios y prestaciones para que puedan ejercer, en la práctica, sus derechos culturales. Esto pasa por superar las principales disfunciones resultantes de la fragmentación orgánica y funcional del entramado administrativo y articular un sistema público de Cultura al modo del sistema público de la Salud o del sistema público de Educación.

Una ley de esta naturaleza, al incorporar en su articulado una relación amplia de obligaciones mínimas en garantía de determinados derechos y principios culturales (obligaciones que corresponde cumplirlas de forma directa al propio sistema) conlleva inevitablemente un proceso de transformación de la administración cultural pública en un sentido como el que venimos abogando a lo largo de este artículo.

Importante es también recordar que, en el ámbito de los servicios públicos y de la actividad pública, llegar al estatus jurídico- administrativo de sistema supone un reconocimiento que solo alcanza un pequeño grupo de servicios públicos decisivos para la vida social. Con la articulación de este Sistema Público, la cultura en Canarias empieza a ser concebida en el rango más importante de la arquitectura jurídico-organizativa. Agradezco y felicito al Parlamento de Canarias por ello.

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