Espacio de opinión de Canarias Ahora
La socialdemocracia en transición, un escrito oportuno de Rafael Álvarez Gil
La socialdemocracia es una experiencia histórica. Y esta experiencia es la de un éxito que, en una ironía de la historia mil veces repetida, amenaza con acabar con ella. Arranca de la rebelión contra las injusticias y desigualdades desatadas por la revolución industrial en toda Europa. La tensión entre la vía revolucionaria y la apuesta socialreformista recorre el continente, a lomos de la tragedia de la I Guerra Mundial (1914-1918). Pero solo después de la II Guerra Mundial (1939-1945), aprendiendo de sus durísimas lecciones, tuvo lugar el despliegue de sus mejores potencialidades: el Estado social que confía a servicios públicos (financiados con impuestos progresivos) la realización de derechos prestacionales de titularidad universal: sanidad, educación, protección frente a la enfermedad, al infortunio, la siniestralidad, la mayor edad y el desempleo.
En efecto, sin renunciar al conflicto social ni a las movilizaciones cívicas, el socialismo apuesta por la institucionalidad. La vía socialdemócrata acabaría demostrando cómo el ideal socialista contra las injusticias y las desigualdades no se abre paso tanto de la acumulación de huelgas revolucionarias, barricadas, movimientos e insurgencias, cuanto de la acumulación de avances afianzada por una legislación progresista que asegura y garantiza la dignidad del trabajo, los derechos sociales y la decidida intervención de los poderes públicos sobre la economía y sobre la regulación de los mercados. Y todo ello, descansando en la palanca de la progresividad fiscal: este es el “modelo social” que hizo posible que el llamado “Estado de bienestar” (Estado social, en España) sea financiado con cargo a los presupuestos del Estado para la realización de los derechos fundamentales de titularidad universal, con cargo al deber de contribuir al sostenimiento del gasto público de acuerdo con un principio de capacidad económica por el que contribuyen más los que más tienen, más ganan, más heredan, y no al revés.
La razón de ser de la socialdemocracia es, pues, un liderazgo político entorno a una conciencia basada en la sostenibilidad de un genuino pacto solidario de rentas y generaciones.
Pese a los formidables logros de este movimiento histórico a finales del S. XX, la caída del Muro de Berlín preludió una prolongada hegemonía conservadora. La misma que todavía dura, y que ha sometido a las formaciones socialistas y socialdemócratas al mayor desafío existencial de toda su historia. A partir de ahí, una nueva derecha “desacomplexé” (según Aznar), ha desatado un ajuste de cuentas contra aquel pacto social. Esa misma derecha se ha enseñoreado también de la construcción europea, que tanto sufre por el deterioro de sus equilibrios sociales. Su resultado expresa la consiguiente redefinición de un paisaje político marcado por el repliegue nacional, la extrema derecha y el auge del populismo, que explotan el malestar y la indignación propalando su discurso del odio y del miedo ante la globalización (y su revolución tecnológica, de transporte y de conocimiento). Hemos asistido así a un irrefrenable auge de narrativas simplificadoras frente a la complejidad y enormidad de los problemas que acucian a cuantos se sienten perdedores en sociedades abiertas (y, por tanto, vulnerables).
Rafael Álvarez Gil construye aquí un ensayo que se suma a la polifonía coral que se ocupa de esta crisis en tiempo de trasformación y de “transición”, cambios dramáticos y drásticos, en los que buena parte de los todavía votantes de formaciones socialdemócratas se distancian o reniegan de sus ofertas por falta de inmediación o exactitud en la respuesta, cambiando de domicilio hacia la tentación populista, acusando la impotencia de una “democracia herida”.
El ensayo de Rafael Álvarez Gil es un escrito oportuno, que se suma a una conversación abierta. Su contribución merece lectura y reconocimiento. Porque la aventura de la socialdemocracia no ha terminado. Tiene futuro. Es más: aunque, paradójicamente, muchos resumen el problema en que “la socialdemocracia ha dejado de ser tanto una solución como una alternativa a la hegemonía de la derecha”, sigue siendo cierto que sin socialdemocracia, en toda su escala europea, no se vislumbra salida a los desafíos que acechan a la democracia en Europa.
La socialdemocracia es una experiencia histórica. Y esta experiencia es la de un éxito que, en una ironía de la historia mil veces repetida, amenaza con acabar con ella. Arranca de la rebelión contra las injusticias y desigualdades desatadas por la revolución industrial en toda Europa. La tensión entre la vía revolucionaria y la apuesta socialreformista recorre el continente, a lomos de la tragedia de la I Guerra Mundial (1914-1918). Pero solo después de la II Guerra Mundial (1939-1945), aprendiendo de sus durísimas lecciones, tuvo lugar el despliegue de sus mejores potencialidades: el Estado social que confía a servicios públicos (financiados con impuestos progresivos) la realización de derechos prestacionales de titularidad universal: sanidad, educación, protección frente a la enfermedad, al infortunio, la siniestralidad, la mayor edad y el desempleo.
En efecto, sin renunciar al conflicto social ni a las movilizaciones cívicas, el socialismo apuesta por la institucionalidad. La vía socialdemócrata acabaría demostrando cómo el ideal socialista contra las injusticias y las desigualdades no se abre paso tanto de la acumulación de huelgas revolucionarias, barricadas, movimientos e insurgencias, cuanto de la acumulación de avances afianzada por una legislación progresista que asegura y garantiza la dignidad del trabajo, los derechos sociales y la decidida intervención de los poderes públicos sobre la economía y sobre la regulación de los mercados. Y todo ello, descansando en la palanca de la progresividad fiscal: este es el “modelo social” que hizo posible que el llamado “Estado de bienestar” (Estado social, en España) sea financiado con cargo a los presupuestos del Estado para la realización de los derechos fundamentales de titularidad universal, con cargo al deber de contribuir al sostenimiento del gasto público de acuerdo con un principio de capacidad económica por el que contribuyen más los que más tienen, más ganan, más heredan, y no al revés.