Tribuno Plebis

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Tras la expulsión en el año 509 a.C. del último monarca, Tarquinio el Soberbio, la oligarquía patricia romana implantó una república en la que todo el poder quedaba en manos de los ricos y el resto del pueblo, la plebe, estaba totalmente excluido del ejercicio de la política. Fue solo cuestión de tiempo que se iniciara lo que conocemos como “el conflicto patricio-plebeyo”, que se prolongó unos doscientos años (494 – 285 a.C.) y que finalizó cuando se logró la plena equiparación política entre patricios y plebeyos.

En el proceso de la lucha fue fundamental el papel desempeñado por unos magistrados propios del pueblo, los Tribunos de la Plebe, quienes se enfrentaron al Senado patricio romano en su lucha por defender los intereses del pueblo. Para poder cumplir su función eficazmente se les concedió el llamado “derecho de veto”, la intercessio tribunitia, que era la facultad concedida a los tribunos para vetar las órdenes de los cónsules, decisiones del Senado, o proposiciones legislativas, siempre que fuesen consideradas contrarias o perjudiciales para los intereses de la plebe.

Ser la voz del pueblo frente a los poderosos suponía también exponerse abiertamente a las represalias que estos pudieran disponer contra ellos y así evitar cualquier obstáculo para continuar con sus políticas en favor de las élites. Estas represalias bien podían provenir directamente del Senado o a través de sus intermediarios, pues los patricios romanos siempre tuvieron colaboradores entre la plebe dispuestos a seguir manteniendo los privilegios de los ricos, aún en contra de los propios de su grupo. Por esta razón, además del derecho de veto, el Tribuno de la Plebe, durante el periodo de su mandato estaba investido de un carácter sagrado, que lo hacía “inviolable”, y quien acosara o intentara atacar al tribuno se convertía en “maldito de los dioses” (sacer) y era obligación de cualquier ciudadano darle muerte. Solo de esta manera se puede entender que muchos de los progresos sociales y económicos que se consiguieron en Roma durante la República pudieran ser promovidos por diferentes tribunos de la plebe, quienes arriesgaron su vida al enfrentarse a los poderes fácticos de la Urbe. 

No son muchos los casos que conocemos del incumplimiento de esta condición sagrada para los tribunos. Los más documentados coinciden además con momentos de mucha convulsión política, en una etapa que llamamos “Crisis de la República”. Tiberio Sempronio Graco suele ser presentado como el ejemplo más dramático de hasta dónde pueden llegar los poderosos para neutralizar a un representante del pueblo, un tribuno, que ose enfrentarse al Senado y trate de legislar en favor del pueblo. En el año 133 a.C., Graco consiguió aprobar una ley de reforma agraria que buscaba repartir tierras entre los más pobres de Roma y así aliviar la delicada situación económica de una masa importante de ciudadanos. Las tierras por repartir pertenecían al Estado, ager publicus, pero desde hacía generaciones los senadores romanos se las habían apropiado y las explotaban en su propio beneficio. El que de pronto apareciese un individuo dispuesto a romper las reglas del juego y se enfrentara abiertamente a los poderes económico-políticos fue interpretado como un desafío al sistema. La polarización política y social fue alentada por los poderosos, poniendo todos los obstáculos posibles para que la ley nunca pudiera aplicarse. No solo eso, se pasó al ataque directo personal sobre la figura de Graco, quien finalmente fue acusado de querer nombrarse rey. Una difamación sin fundamento pero que permitía convertir al acusado en blanco de todas las iras sociales: tanto de los poderosos, como del resto de la población que de pronto encontraba en su propio tribuno a un chivo expiatorio a quien culpar también de todos los demás problemas que afectaban a su vida diaria.

El paso siguiente parecía impensable en un contexto normal, pero el clima y las condiciones ya eran las oportunas para que, tras la acusación lanzada de querer ser rey, la vida de Graco estuviera amenazada. Fue solo cuestión de tiempo, para que, en medio de un tumulto en el foro, los propios senadores encabezaran el asesinato del tribuno y su cuerpo acabase lanzado a las aguas del río Tíber. 

El caso de Tiberio Sempronio Graco y el parecido que vivió su hermano diez años después despejó el camino para que la república romana se encaminara inexorablemente a su caída y sustitución por el régimen personalista de Octavio y que conocemos como Imperio. Su figura fue denostada por quienes se habían visto amenazados en su modo de vida, en el mantenimiento de sus privilegios o en su forma cortoplacista de entender la política. El sistema controlado por el Senado y por los caballeros, la élite económica romana, se concentró en focalizar su rabia y su ira contra un individuo que se atrevió a enfrentarse a ellos. El respeto que se debía tener a su figura en cuanto representante público en el ejercicio de un mandato fue ninguneado hasta el extremo del linchamiento. Su memoria no pudo ser reivindicada hasta mucho tiempo después de muerto. 

Hoy parece impensable que a un político se le pueda llegar a acosar en su vida diaria, hasta el punto de acudir diariamente a su casa o al colegio donde lleva a sus hijos. Que el sistema pueda llegar a ejercer una respuesta coordinada contra su persona y sus políticas. Que se pueda convertir en el blanco de las iras de las gentes cuyos intereses está defendiendo. Que le acusen de querer implantar una dictadura. Y que, aun gozando de la protección oficial que pueda tener por el ejercicio de su cargo, le lleguen amenazas de muerte solo por el hecho de defender sus ideas políticas. Como eso parece impensable, también lo es que pueda haber individuos coherentes que entiendan que cuando su función en la política ya ha cumplido su ciclo, decidan volver a la vida privada, porque la política no es un medio de vida, sino, como decían los romanos, un honor.

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