Espacio de opinión de Canarias Ahora
Venancio Lorenzo (fue entre un carnaval y La Cuaresma)
Grupos de mujeres con lutos eternos rezaban en silencio. Se escuchaban las lucubres salmodias de los monjes invocando mortificaciones y arrepentimientos, sus sombras, alargadas, fantasmales, se dibujaban sobre las paredes del cementerio, deslizándose entre los cipreses lentas, como un desfile de aparecidos. Algunos rufianes, mendigos y tullidos, indultados o premiados para el linchamiento, exhibían amenazantes sus muñones y estropicios profiriendo injurias groseras y maldiciones contra el respetado Juan Rovira.
Venancio se estremecía, cada calumnia le desgarraba como azote de látigo.
De ahí se llevaron al doctor Rovira a penar y a dejar la vida en los potros de tormento del Santo Oficio en Lima.
Juan Rovira nunca estuvo poseído, ni practico hechicería alguna, ni, que se sepa, blasfemo contra la imagen del Santo Sepulcro en el convento de los agustinos. A sabiendas de la falsedad todo se lo imputaron para que lo llevaran preso justo después de pedir al gobernador y al cabildo el fin de monopolio comercial de la Vizcaína de Ultramar, que compraba y vendía a capricho, subía y bajaba precios a su antojo, sobornaba a funcionarios, auditores y escribanos, enriquecía a unos y arruinaba a otros según le conviniera.
Desde aquella noche, en los sueños dormido, y en los sueños despierto, del canario Venancio Lorenzo, ya no hubo sitio ni tan siquiera para los muslos marrones y el cuello de miel de Lucrecia Vargas, las isleña de sus calenturas, con quien hacía más de cuatro años compartía tempestades de dulces impaciencias, lujurias y ternuras. Todo lo llenó la infame procesión, el ventrudo gobernador, el cabildo corrupto, la Vizcaína de Ultramar, el Santo Oficio?
En la terraza voladiza de la casa solariega, en el Valle de Aragua, apuraba Venancio un posito de café, no había amanecido aquel día de marzo de 1753, aun chillaban los murciélagos en el tamarindo de la huerta. Esta vez no iba a esperar por las nubes de loros que al asomar el día, desperezando establos y corrales, cruzaban los cielos de la hacienda rumbo al llano, montó el potro careto y con el mayoral y veinte hombres leales galoparon al tostadero de café, allí se reunieron, eran cientos. Los había criollos y canarios, y también negros y marrones, mulatos y zambos. Relinchaban nerviosos los caballos, alazanes y tordos, ruanos u pintos, estrellados y castaños, coceando las yeguas altivas el acoso de los garañones, gallinas despavorías se esforzaban en vuelos olvidados, silbaban las fustas, brillaban los machetes y cantaban las espuelas, se ajustaban lanzas filosas y revólveres? hasta las cejas se hundían los sombreros de ala ancha? se abrazaron los hombres. Se metió Venancio entre los brazos de Lucrecia y se despidió te van a matar Venancio.
El valle era un adiós de mujeres, una batalla de niños, un florecer de pañuelos y un rezo de madres. Se preparaban las mortajas, en naftalina para que no injuriaran a los cadáveres?
Y al amanecer por todas las direcciones, entraron en Caracas, como huracanes.
Con la complicidad de soldados y de algunos oficiales, tomaron sin resistencia la Casa de Gobierno, se entrego rendida a la guardia, requisaron picas, sables y mosquetones.
En el dormitorio de boato castellano, sorprendieron a su señoría, no en gozosa coyunda, que en esos extremos era hombre virtuoso, sino en estado de obligada vigilia por los suplicios de la gota. Estaba solo, entre pinturas devotas del ángel anunciador, tallas de santos y de vírgenes sin remedio, escapularios y palmatorias. Al tálamo nupcial lo custodiaban desde las cuatro esquinas, vigilando tentaciones, alados querubines, rollizos y afeminados montados sobre demonios rendidos? en la cama de este come mierda se apendejaría uno, patrón apenitas, no más, se puede rezar y dormir sopló al oído de Venancio el palmero Benito Díaz. Se me apura usted, carajo, le dijo a su excelencia, me reúne ahorita mismo a todos los coñomadres del cabildo y me deroga la vaina esa de monopolio comercial de Vizcaína de Ultramar, me cierra el Santo Oficio y me abre sus mazmorras, a los del tribunal me los embarca, sin equipaje, en el primer navio que vaya para las Españas. El señor gobernador no tenía mimbres de héroe, ni de mejor pasta estaban hechos los señores consejeros, y demás señorías ilustrísimas, así fue que entre lo dicho y el hecho no le dio ni un suspiro.
Y hubo fiesta, hubo fiesta por tres días, fluyo el ron, brindaron los criollos, la atmosfera se cargo de primavera, resucitaron panderos y tambores, algunos prefirieron el jorope, otros el arrullo en los amores desencadenados, frailes unidos a los alzados repicaban la campanas de iglesias y conventos, tañían, dislocadas, a la vida, grupos espesos de negros bailaban sobre el lodo de los callejones, contorsionándose en homenaje a sus ancestros de Angola? y después, después vino el miércoles de ceniza y allá por la cuaresma soldados llegados de la guarnición de la Guaira, varias unidades de dragones y ganaderos prendieron a Venancio Lorenzo, le pusieron grillos en las manos y también en los pies, y lo mandaron para que rindiera cuentas a Sanlúcar de Barrameda. En la bodega de una fragata, durante la travesía, el escorbuto lo mató.
Y volvieron las campanas, pero esta vez a doblar por los muertos y a doblar por los vivos, y también por Lucrecia, que se quedo sola y no pudo, y compartió luego, alcobas y mesas de taberna con traidores y vendidos, aunque de eso nunca supo Venancio para quien la vida era pobre sin pasión de amores y mezquina sin pasión de ideas y lealtades. Conoció de las mayores soledades y de las mayores grandezas y solidaridades, le valió la pena. Volvieron otros próceres y fluyeron de nuevo las fuentes de la vida y grupos espesos pisan nuevamente las grandes avenidas de la Caracas Bolivariana y estos llegaron, por millones, y se quedaron. Un recuerdo, al menos, ahora por el bicentenario.
Grupos de mujeres con lutos eternos rezaban en silencio. Se escuchaban las lucubres salmodias de los monjes invocando mortificaciones y arrepentimientos, sus sombras, alargadas, fantasmales, se dibujaban sobre las paredes del cementerio, deslizándose entre los cipreses lentas, como un desfile de aparecidos. Algunos rufianes, mendigos y tullidos, indultados o premiados para el linchamiento, exhibían amenazantes sus muñones y estropicios profiriendo injurias groseras y maldiciones contra el respetado Juan Rovira.
Venancio se estremecía, cada calumnia le desgarraba como azote de látigo.