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La voz de mi matria

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Son las capacidades de improvisar, equivocarse, rectificar y esperanzarse las que nos han permitido mejorar como especie, en virtud de nuestra necesidad de compartir con el grupo y de asumir las posibilidades vitales de nuestra naturaleza.

Pues somos un conjunto de seres sociales, esta convivencia es la que nos ha marcado el ritmo de nuestro devenir como especie en la tierra. Hoy que todo se maquiniza y tecnifica, los avances de la informática parece que reducen a una serie cifrada y abstracta nuestra compleja idiosincrasia. Es más, la amistad, la belleza, la lectura, el sueño, el alimento y el ritmo de nuestros días no se conciben ahora sin la intervención de un puñado de aplicaciones que dictaminen la medida exacta de nuestros deseos. 

Ya no hay vida real y corpórea sin categoría cibernética que la cuantifique.

No obstante, una de las deficiencias que se señalan a la inteligencia artificial es su incapacidad para operar en distintos niveles la información procesada. Los algoritmos que clasifican de manera automática la realidad, como subraya Stanislas Dehaene, todavía están muy lejos de alcanzar los matices con los que nuestro poderoso cerebro es capaz de percibir, procesar y representar simbólicamente los hechos que nos rodean.

Por suerte, esta imperfección de las máquinas es una constatación de que no somos en última instancia un conjunto de informaciones fáciles de reducir a un número finito y manejable de fórmulas matemáticas; por muy complejas que estás sean, carecen de nuestra divina solidaridad empática. 

Ya lo dijo José Hierro en esa voz lírica que proclamaba no venir a este mundo “a poner diques ni orden en el maravilloso desorden de las cosas”.

Llegados a este punto, en un horizonte necesitado de conjuntos que recojan la naturaleza específica de todas las diferencias, las gentes que como una asumimos nuestro paso simple, humilde y solidario por el mundo, tal vez vayamos a precisar una vuelta al conjunto de la mayoría, esa en la que quepan las diferencias y las semejanzas, esa mayoría en la que la voz sea una y toda, distinta y maravillosamente caótica. 

Es dicha voz la que quiero sentir como mía el 8 de este marzo. Tan propia que no precise más que una matria inmensa como defensa de todos los derechos que deben sernos reconocidos.

No creo que ningún algoritmo, fórmula, aplicación, inteligencia artificial, categoría gramatical o rótulo pueda condensar la carga simbólica de esta lucha colectiva que tiene que ser defendida si queremos que esta Humanidad nos merezca la pena. 

Son las capacidades de improvisar, equivocarse, rectificar y esperanzarse las que nos han permitido mejorar como especie, en virtud de nuestra necesidad de compartir con el grupo y de asumir las posibilidades vitales de nuestra naturaleza.

Pues somos un conjunto de seres sociales, esta convivencia es la que nos ha marcado el ritmo de nuestro devenir como especie en la tierra. Hoy que todo se maquiniza y tecnifica, los avances de la informática parece que reducen a una serie cifrada y abstracta nuestra compleja idiosincrasia. Es más, la amistad, la belleza, la lectura, el sueño, el alimento y el ritmo de nuestros días no se conciben ahora sin la intervención de un puñado de aplicaciones que dictaminen la medida exacta de nuestros deseos.