Aitana, la luz

Dice el guionista que cuando contaba poco más de veinte años trabajó en un rodaje con ella. Con ella, para ella, cerca de ella, según se mire. El guionista cree que esto es cierto, que no es un engaño de su memoria y, para confirmarlo, acude a una fotografía que un compañero sugirió hacerle posando junto a la actriz, en el centro de una calzada que el guionista, entonces en el departamento de producción de aquel rodaje, se encargaba de cortar de forma intermitente para que el ruido de los coches no se colara dentro del plató.
Él, cuando no debía dedicarse a dicha tarea, sí se colaba dentro del plató, tratando de no hacer ruido, para observar lo que allí se cocía, el movimiento de técnicos, de cables, de atrezzo, de paredes que se movían para poder rodar el siguiente plano. Y entonces, en medio de ese trasiego, apareció ella. Y es aquí que se presenta la tentación de caer en una floritura poética que por exagerada pueda resultar poco convincente. ¿Cómo describir con cierta contención lo que experimentó el guionista al verla pasar, entre técnicos y atrezzo y trastos varios, sin caer en expresiones vacuas del tipo “y se hizo la luz” o “pasó un rayo de luz en medio del gentío”? Se hace difícil encontrar una expresión análoga que le convenza lo suficiente, un modo de describir la sensación provocada en sus sentidos cuando la vio pasar, ataviada con la ropa del personaje, un atuendo de lo menos glamuroso que se pueda imaginar, con el pelo recogido de cualquier manera, un cuerpo delgado que avanzaba en el set y que, sin embargo, con todo lo estético en contra, irradiaba una luz propia.
La observó sorprendido y, lo primero que pensó es que era el efecto que provocaba una estrella de cine por el mero hecho de serlo, esa cosa cultural que penetra en el inconsciente y que condiciona nuestra percepción de aquellos a los que hemos visto brillar en la pantalla. Pero esto es algo que ocurre la primera vez. Es un efecto de corta duración hasta que te acostumbras a su presencia. El guionista continúa viéndola durante los siguientes días y el efecto no se desvanece. Y, dos años después, éste se mantiene, en un nuevo rodaje en el que vuelve a coincidir con ella. Así que piensa que, si ella, Aitana, se hubiera dedicado a cualquier otra cosa, habría también emanado luz, hubiera hecho lo que hubiera hecho. Si hubiera sido, pongamos por caso, cajera en un súper, empujaríamos nuestro carro hacia la caja donde estuviera ella, a pesar de que la caja de al lado estuviera vacía, como en aquella escena de Barrio, donde los adolescentes se colocan en la caja de la bonita cajera.
Se hace difícil caer en imágenes simplonas para describir su presencia, esa luz que se mantiene a pesar del movimiento y del contexto, pero me viene a la mente una muy poderosa y cinematográfica, lo cual viene al pelo. La luz de la vela que porta el protagonista de Nostalgia, caminando dentro de una enorme piscina vacía. Esa es la imagen que me viene a la mente, con la diferencia de que la luz de la actriz la porta ella misma sin pretenderlo.
También aquí puede ocurrir que se confunda luz con belleza. Pero no estoy (no está, el guionista) hablando de eso. Al menos no exactamente. Hay personas bellas, muy bellas, que no irradian luminosidad, y hay personas menos agraciadas que sí la generan. Aitana, tiene ambas cualidades, pero al guionista la que más le conmueve no es la de la belleza en su sentido más evidente.
A Aitana Sánchez-Gijón el mundo del cine le otorga el Goya de Honor por su carrera, una carrera que, sin embargo, me atrevería a decir que está en su momento más prometedor, pues si bien siempre fue una actriz solvente, es en su primera madurez donde ha demostrado cotas actorales de enorme nivel, quedando esto demostrado en las recientes Madres paralelas y en la magistral rareza que es Que nadie duerma, donde da la impresión de que la trataron de afear sutilmente, con aquel peinado, para que su personaje no destacara por su físico. No lo consiguieron, era un propósito estéril. Es imposible apagar su luz.
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