Entrevista

Ángeles Alemán: “Las creadoras surrealistas fueron mujeres mucho más libres de lo que ahora podemos imaginar”

Víctor Rodríguez Gago

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El mandato de cambiar la vida, que los surrealistas recibieron de Arthur Rimbaud, se cumple ejemplarmente en la de Maud Bonneaud (1921-1991). Su encuentro con André Breton, en enero de 1940 en Poitiers, es el momento decisivo en la biografía que Ángeles Alemán dedica a esta artista y escritora secreta que estuvo unida a Óscar Domínguez y Eduardo Westerdahl. Camino de la segunda edición, Maud Bonneaud-Westerdahl. La creadora surrealista (Editorial Mercurio) libera a su protagonista de la sombra tutelar del pintor de las decalcomanías y el director de Gaceta de Arte, a los que suele vinculársela, mostrando por primera vez a una creadora con voz y mirada propias que abraza el surrealismo y vive en el centro de la revolución artística del siglo XX. André Breton la admira. Para Picasso y Dora Maar, es una amiga muy querida. Christian Dior le encarga el diseño de los característicos esmaltes por los que ha sido reconocida. El ensayo de Ángeles Alemán y la retrospectiva que el TEA le ha dedicado en 2022 resignifican el legado de Maud Bonneaud, emancipándola de Maud Domínguez y de Maud Westerdahl, nombres por los que ha sido reconocida hasta ahora, simplemente, como la mujer de.

Ángeles Alemán, profesora de Historia del Arte de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, despliega una estrategia narrativa que resulta heterodoxa en una biografía. Su punto de vista es personal, el de una investigadora que se mueve entre la pulcritud metodológica de la Academia y una detectivesca obsesión por los cabos sueltos. Guía al lector a través de sus propias pesquisas por el enigma del silencio de Maud Bonneaud. Como narradora, es un personaje más de la historia que cuenta. Le pasan cosas, y eso que le pasa revuelve las piezas del rompecabezas. Nada que ver con la típica distancia omnisciente de una biografía al uso. 

La entrevista con Ángeles Alemán tiene lugar una tarde de finales de noviembre. Su larguísimo currículo académico está lleno de referencias a artículos científicos, monografías, sexenios de investigación, años de docencia. Ha sido discípula de Francisco Calvo Serraller, Ángel González y Fernando Castro Borrego, entre otros maestros de la historiografía y la crítica de arte.  La institucionalidad recomienda mencionar, además, que es Académica de número de la Real Academia Canaria de Bellas Artes. Ha comisariado exposiciones sobre el arte del siglo XX en Canarias, Madrid y La Habana. Especialista en el arte del siglo XX en Canarias, ha publicado monografías sobre Martín Chirino, Manolo Millares, Lola Massieu, Félix Juan Bordes y Pino Ojeda. Todo esto es así, pero, nos conocemos desde hace más de treinta años, y para mí, Ángeles Alemán es, sobre todo, una escritora secreta y una crítico de arte que ha renovado, desde los años 80, el lenguaje para hablar de arte actual en la prensa, junto a una promoción irrepetible, la de Clara Muñoz, Orlando Franco, Carlos Díaz-Bertrana, Orlando Britto, Franck González y Carmelo Vega, entre otros.

Nos encontramos en la terraza de la cafetería del Edificio de Humanidades de la ULPGC, junto a la plaza del Obelisco. Dan un partido del Mundial de fútbol y nos vamos a un aula vacía de la planta baja, para poder conversar con un poco más de tranquilidad. Cuando empezamos, la tarde tiene todavía esa luz limpia, fresca y algodonosa, tan característica de contados días en Las Palmas de Gran Canaria. Para cuando salimos, ya está anocheciendo. Me acompaña por el Paseo de Tomás Morales a coger la guagua, a pesar de que su coche está aparcado en el sentido opuesto, un detalle revelador de cómo consigue hacer un arte del cuidado de los demás. Quedamos en que le enviaré por correo electrónico una versión preliminar de la entrevista, para que pueda matizar o cambiar lo que le parezca. La siguiente conversación es el resultado de lo que hablamos y lo que intercambiamos por email, y tiene su visto bueno.

Cuentas que el origen de este libro es un accidente, un fuerte golpe en la cabeza que afecta a tu capacidad del habla. Durante los meses de convalecencia en que puedes leer y escribir, pero no hablar, mientras investigas para un congreso, abres por azar un archivo guardado en tu ordenador con fotografías y textos de Maud Bonneaud-Westerdahl, la gran silenciosa y silenciada del surrealismo. ¿Cuánto te sirvió tu propio silencio para descifrar el de la protagonista de tu historia?

El poder parar de una actividad frenética me dio la predisposición adecuada para sentarme a escribir. Hay aspectos del silencio de Maud que quizá entiendo mejor estando yo misma en un estado de silencio obligado por la convalecencia tras el accidente. Empecé a recordar la última vez que la había visto en su casa de Madrid, acompañada por Laurance Iché. Sin embargo, lo que realmente me lleva a investigar en el enigma de Maud es una nota a pie de página de Villa Air-Bel, la novela de Rosemary Sullivan. Ahí se cita una carta de André Breton a Maud por la que me sentí inmediatamente intrigada. Está escrita desde Marsella, en 1940, durante la espera de Breton y otros surrealistas antes de embarcar rumbo al exilio americano. Es la carta de alguien que realmente aprecia el talento de esa joven estudiante de Literatura a la que había conocido en Poitiers, donde está la Escuela de Aviación a la que Breton es destinado como oficial sanitario. La misma joven a quien ha confiado, para que los guarde, nada menos que los objetos que ha traído de su viaje a México y que ha expuesto en la galería Renou et Colle de París, en 1939. En esa carta, entre otros elocuentes detalles, Breton le pregunta a Maud cuál es, a su juicio, el libro más interesante que puede leerse en ese momento. No paré hasta localizar esa carta y, por fin, gracias al excelente servicio de préstamo inter-bibliotecario de la ULPGC, me la enviaron de la Universidad de Yale, donde se conserva una edición facsímil. Nunca me olvidaré del día en que me avisaron de la Biblioteca de Humanidades de la ULPGC para decirme que habían recibido el documento. Fue muy emocionante.

El título del libro es toda una declaración. Por un lado, llamas a Maud con su apellido de soltera, Bonneaud, pese a que se la ha conocido siempre por el apellido de sus maridos, Óscar Domínguez y Eduardo Westerdahl. Por otro lado, enfatizas su condición de “creadora surrealista”. Ha dejado de ser la que prepara la transmisión del legado de otros; ahora, tiene su propio legado que transmitir.

Es curioso, pero no he podido desprenderme del todo de la referencia a Eduardo Westerdahl. La necesitaba porque, sobre todo aquí, en Canarias, nadie la conoce como Maud Bonneaud, sino como Maud Westerdahl. Inicialmente, había pensado titular el libro, simplemente, Maud Bonneaud, la creadora surrealista. La referencia a Westerdahl en el título puede verse, en ese sentido, como una concesión que espero que, al menos, sirva para mostrar hasta qué punto sigue costando rescatar del silencio a las mujeres, devolviéndoles su propia voz, sin referentes masculinos que las mediaticen.

Tu libro deja abierta la cuestión de si el silencio de Maud fue su habitación particular, elegida por ella para crear su propio lenguaje, o bien, fue una consecuencia de su deslumbramiento por André Breton y de una vida bajo la sombra alargada y estridente del llamado “sumo pontífice del surrealismo”. Supongo que, cuando convives con hombres tan conocidos como Óscar Domínguez y Eduardo Westerdahl, no queda demasiado espacio para elegir, ni siquiera para elegir tu propio silencio. ¿A qué conclusión has llegado?

Maud es la gran desconocida, pero, de alguna forma, es la persona que está en el centro de muchos de los momentos más interesantes del surrealismo. El problema de Maud es que era demasiado discreta. Con esa discreción terrible -y, por otra parte, misteriosa y magnífica-, ella misma decide dejarse fuera de la historia. Cuando la conocí, Maud estaba preparando el legado de Eduardo Westerdahl para el Gobierno de Canarias. Y sí, es verdad, ella deja algunas pistas, pero, en realidad, se retira a un lado y deja que brille el Eduardo director de Gaceta de Arte, artífice de la exposición surrealista de Tenerife de 1935.

¿Se repite en Maud Bonneaud la historia de otras mujeres creadoras eclipsadas del periodo de las vanguardias históricas, como Elena Garro, Dora Maar, Jacqueline Lamba, Valentine Penrose o Lee Miller? Pese a lo que escribió el propio Eduardo Westerdahl en un texto para una exposición de Maud, en el que celebró que el arte moderno trajo la emancipación de la mujer del papel de musa o de modelo en el que había sido confinada, ¿realmente fue así? ¿Ha sido una modernidad fallida, en este sentido?

Las cinco mujeres que has mencionado no eran musas ni simples modelos, en absoluto. Eran creadoras que fueron reconocidas en su momento, y a las que luego, la historia las eclipsa. ¡Ojo con esto! Esta es mi gran batalla. Maud expone en el Ateneo de Madrid. Maud trabaja con Christian Dior en sus primeros momentos como diseñador. No fueron eclipsadas en su momento, sino después. Es la memoria o, más bien, la mala memoria de los historiadores que fijan el canon lo que las eclipsa. Esta es la gran cuestión, cuando hablamos del papel de las mujeres en el arte del periodo de las vanguardias históricas. André Breton, al que se acusa de haber sido un machista terrible y un misógino, cuando conoce a Jacqueline Lamba, queda deslumbrado por su talento. Era una artista interesantísima, con una mirada propia. Cuando llegan a Nueva York, Jacqueline es quien gestiona la revista VVV, que el director del MOMA le ha encargado dirigir a Breton. Ella es quien decide romper su relación con el fundador del surrealismo. Maud no fue una mujer sumisa, ¡cuidado! Ninguna de las creadoras surrealistas lo fue. Maud se aleja de Óscar Domínguez cuando ve que no le conviene. Eran mujeres muy libres, mucho más libres de lo que podemos imaginar ahora.

Caprichoso, impetuoso, mujeriego, bebedor. He tenido la impresión de que Óscar Domínguez no sale muy bien parado de tu relato. ¿Por qué lo llamas “el temible” Domínguez?

Es Maud, en su cuaderno, quien se refiere así a él. Si algo define a Óscar Domínguez en el retrato que aparece en este libro es que es un hombre atormentado. Su suicidio se ve venir por cualquiera que investigue un poco en los episodios que marcan su vida. Nunca termina de ser feliz. Cuando conoce la felicidad junto a Maud, lo estropea. Lo estropea todo, sistemáticamente. Así todo, Maud tuvo con él una relación preciosa. Mantuvieron su amistad después de romper como pareja. Domínguez escribe una carta a Maud y Eduardo Westerdahl, su gran amigo en Tenerife, llamándolos cariñosamente “tortolitos” y anunciándoles que va a arreglar desde París los papeles de su divorcio de Maud para que puedan casarse. Hay una amistad sincera que perdura, una historia tremendamente bonita y admirable, de respeto y entendimiento. Pero, me imagino que Maud tuvo que pasar momentos de mucho sufrimiento, durante su convivencia con Domínguez.

¿Dirías que fue una relación tóxica?

Sí, mucho, una relación muy difícil. A ver, Maud Bonneaud era muy fuerte, era una mujer con un esqueleto de integridad personal muy sólido, impresionante. Su vida es un todo un ejemplo de entereza. Toda su trayectoria lo es. Pero, creo que la relación con Óscar Domínguez le hizo un daño terrible, y de alguna manera, ella lo cuenta, muy sutilmente, en su diario. Hay cosas que ella comenta siempre con una elegancia que es una de las características más destacadas de su escritura y de su personalidad. Maud me lo dijo cuando la visité en su casa de Madrid: estar con Domínguez era estar como en un tiovivo.

André Breton es el elefante en la habitación de la vida de Maud. Aparece y desaparece de las páginas de tu libro, pero su sombra siempre está presente. ¿Hasta dónde alcanza su influencia en Maud Bonneaud?

Maud entendió y perdonó a Óscar Domínguez. Pero, quien le hizo realmente daño fue Breton, por su mezquina indiferencia al final de su vida. Hay episodios muy reveladores de la decepción que se llevó con quien fue su referente personal e intelectual más importante.

Me ha parecido elocuente que las memorias que Maud Bonneaud-Westerdahl dejó escritas se titulen Memorias sin importancia. Todo, en el retrato que haces de ella, señala la voluntad de ocultarse, de permanecer fuera del foco de la atención de los demás. Fue Maud Bonneaud, Mme. Domínguez, Madeleine Bonneaud y Maud Westerdahl. ¿Cuál de todas dirías que es ella misma?

Siempre Maud Bonneaud. Tenía un centro tan consistente, que siempre fue ella misma. Adopta los apellidos de sus maridos, simplemente, porque en Francia es costumbre hacerlo así.

Has tenido acceso a una copia del manuscrito de las memorias de Maud Bonneaud. Es una de las principales fuentes de tu historia. ¿A qué se debe que ese texto permanezca inédito? ¿Te planteaste en algún momento la posibilidad de preparar una edición anotada, en lugar de escribir una biografía?

Es un cuaderno de anotaciones inconexas. Maud lo escribe, simplemente, con el propósito de acordarse de cosas. Su intención no era escribir unas memorias al uso. Está escrito en francés, con una letra muy personal, a menudo difícil de descifrar. Maud le confía el cuaderno Laurance Iché. En el libro cuento que mi acceso al texto es a través de una copia que me facilita Rose Helene Iché, la sobrina de Laurance. Es su sobrina, Rose Helene Iché, quien me facilita una copia. Fui hasta su casa, en la Bretaña francesa, para obtenerla. Me pasé meses transcribiendo y descifrando el cuaderno. Hay anotaciones maravillosas y muy importantes. Al principio, no me había dado cuenta, porque yo iba buscando información sobre la relación de Maud con Breton y con el surrealismo. Pero, al volver sobre lo que había transcrito, descubrí episodios conmovedores, como el que cuento en el libro, en que su madre llena de flores la casa familiar de Poitiers para recibir a su marido, que había sido detenido por la Gestapo, cuando en realidad, ya había muerto en el campo de concentración de Buchenwald. No me había dado cuenta de lo importantes y preciosos que son estos pasajes del cuaderno.

Se diría que has accedido al enigma de Maud Bonneaud a través de un sendero de revelación personal que comienza con el accidente que te hace perder el habla. Hay algo premonitorio, ortodoxamente surrealista, en ese suceso. Imposible no tener presente esa otra premonición de la mitología surrealista, el escalofriante autorretrato de Víctor Brauner sin el ojo que “el temible” Óscar Domínguez le vaciará siete años después, en 1938, en su taller de Montparnasse, al lanzarle por accidente un vaso que iba dirigido a Esteban Francés ¿En qué momento del proceso te diste cuenta de que tu propia experiencia era una puerta secreta a la realidad de Maud Bonneaud?

Puede ser, no había pensado en ello. Tuve como profesor a Fernando Castro Borrego, uno de los mayores expertos en la obra de Óscar Domínguez. Y la primera vez que leí algo sobre Domínguez fue en el libro de Sarane Alexandrian, Surrealist art, en 1987. Yo estudiaba en Londres, y recuerdo que me molestó un poco que la única referencia a Domínguez en ese libro -por otra parte, magnífico- fuese el accidente del ojo de Víctor Brauner, un episodio que se me quedó muy grabado. 

De algún modo, ha estado ahí, sumergido en el subconsciente, y de repente, sale a la superficie. De Londres me fui a Venecia, a la Gugenheim, y allí teníamos un par de cuadros de Brauner. Comentábamos que, de alguna manera, a partir del incidente con Óscar Domínguez, Víctor Brauner se vuelve más libre. No podía obviar esta historia.

Me parece que tu obligada incomunicación por el accidente anticipa la forma en que cuentas la vida de Maud Bonneaud, tanteando un sentido entre sus propios silencios. ¿Cuál fue la clave para encontrar esa voz personal con que cuentas esta historia, tan distinta de la omnisciencia de una biografía al uso?

Escribí cinco principios diferentes de este libro, hasta que me di cuenta de que tenía que empezar por el golpe en mi cabeza. A partir de ahí, la propia escritura me llevó a esa forma de relacionarme con Maud. De alguna manera tenía que retratar esa fascinación, ese amor por Maud que recuperé en esos momentos de convalecencia. No era contar una historia de una figura ajena a mí, sino contar una historia en la que realmente yo sentía que había un cariño y un afecto enormes hacia ella. Quise trasladar a la escritura todo el proceso de investigación, porque encontré a personas maravillosas en ese camino, como Anthony Penrose, que me atendió con una amabilidad extraordinaria, dándome todas las facilidades para ir al archivo Penrose en Ediumburgo. Lo primero que me dijo fue: “Maud se lo merece”. Quería contar es aventura personal maravillosa que ha sido seguir los pasos de Maud.

¿Cuántas mujeres como Maud Bonneaud, creadoras del periodo de las vanguardias históricas, quedan por descubrir? 

Hay mujeres muy interesantes, que permanecen en los pliegues de la historia de aquel periodo. Mujeres como Dora Maar, oculta bajo la sombra de Picasso, que ha sido magníficamente rescatada por Victoria Combalía. Jacqueline Lamba me parece una mujer importantísima que hay que rescatar con toda la contundencia de una buena monografía. No hay monografías sobre ella todavía. Hay estudios, muy buenos, pero son todavía estudios breves.  O como Lila Ferry, una artista cuyo trabajo es casi totalmente desconocido, pero que es una figura muy interesante a rescatar, también. En este caso, además, es su marido, Jean Ferry, el que adopta el apellido de su mujer, porque él era judío, y lo hizo para protegerse.

¿Hasta qué punto es un libro de ficción y hasta qué punto, un ensayo? ¿Dónde lo ubicarías en las secciones de una librería?

Es una pregunta que me han hecho personas que han leído el libro. Absolutamente, todo lo que pasa en el libro ocurrió de verdad.

Qué pena, hay escenas que merecían ser imaginadas.

Una de las cosas que tiene este libro es que, a pesar de contarlo de forma novelada, unas veces con las palabras de Maud y otras, con las mías, todos los hechos que se relatan ahí son ciertos. Están sobradamente documentados. En Tenerife, presenté el libro dos veces: la primera, por Juan Cruz, en el Puerto de La Cruz, en el Instituto de Estudios Hispánicos, tan querido por Maud y Eduardo; la segunda, me lo presentaron Yolanda Peralta y Carlos Díaz-Bertrana, en el Instituto de Estudios Canarios de La Laguna. Recuerdo que Carlos dice en un momento dado, con su típica retranca, “bueno, conociendo a Ángeles, igual se inventó algo”. Y yo le respondí que absolutamente todo lo que está en el libro es verdad. Episodios tan novelescos, como el de las dos hermanas cavando en el jardín de la casa familiar, para buscar las armas de la Resistencia, ocurrieron exactamente así. Lo que no cuenta Maud es si estaban abrigadas con un chaquetón. Eso lo añado yo, porque he comprobado el registro histórico de temperaturas para saber cuanto frío hacía esa madrugada en Poitiers.

No sabía que Óscar Domínguez y Manuel Viola sobrevivieron durante la ocupación nazi falsificando obras de arte, incluso de Picasso y Juan Gris. Me ha parecido fascinante, al igual que el papel de traficante del siniestro César González-Ruano. Estaría bien montar una exposición con esas falsificaciones, ¿no crees?

Tanto Domínguez como Viola falsifican obras de arte que venden, entre otros, a González-Ruano, un personaje turbio y siniestro, en efecto, y parte de ese dinero que obtienen lo usan para financiar La Main à Plume, la editorial de Laurance Iché y Robert Rius. Otra cosa importante que muchos desconocen es que Óscar Domínguez también falsifica documentos, como las cartillas de racionamiento, para ayudar a muchos judíos a acceder a productos de primera necesidad que tenían vetados. Para mí, fue una obsesión confirmar que Maud estuvo en el lado correcto, durante la ocupación.

Su padre había militado en la Resistencia y murió en un campo de concentración. ¿Cómo no iba a estarlo?

En un momento determinado, cuando ella se va al París ocupado, había algunas cosas que quedaban en el aire. Hasta que leo sus memorias, y lo confirmo: fue una mujer extraordinariamente comprometida, y muy valiente.

Las recientes intervenciones en museos contra obras de arte famosas, para denunciar la inacción política ante el cambio climático, parecen estar recogiendo una corriente de fondo hacia la revisión crítica del legado cultural y de su contribución a perpetuar la injusticia y la desigualdad. ¿Cómo observas todos estos cambios, desde el lado de la Academia, y desde el lado de la curación de exposiciones y la conservación de arte, a las que también te dedicas profesionalmente?

Hay algo que me parece fundamental: atacar una obra de arte, en el nombre de la causa que sea, cuando es lo mejor que ha producido el ser humano, me parece una vergüenza y una aberración. No ha lugar a justificar este tipo de ataques. ¿Quieren atacar a los jefes del petróleo? Pues que les tiren una lata de sopa de tomate a sus coches de lujo. Los museos son lugares sagrados, y lo son porque -y esto es algo que yo explicaba hace unos días a mis alumnos- el que ataca una obra de arte no solo está atacando la obra de un artista, está atacando la memoria sentimental de millones de personas que han pasado delante de ese cuadro, de niños que han aprendido a pintar mirando ese cuadro, de personas que, en un momento determinado, han encontrado un momento de sosiego, de paz, delante de ese cuadro, de personas que se han recreado y han disfrutado viendo ese cuadro, que han soñado, que han imaginado, o que han sufrido. Están atacando la memoria de millones de personas, que somos los espectadores de la historia del arte, y me parece inaceptable.

Empezaste a escribir crítica de arte actual en los diarios a mediados de los años 80, un momento de efervescencia cultural bajo la influencia de la postmodernidad y las transvanguardias…

[Ríe]… Sí, en aquella época ser postmodernos era lo máximo. Y ahora, fíjate en el revolcón a todo aquello…

Pero, de alguna forma, eclosionó un nuevo ecosistema del arte actual en las Islas, cuya gestación ya venía de la década anterior, con la actividad pionera de Antonio y Octavio Zaya. Abrieron galerías de arte privadas, las instituciones públicas apostaron por la rehabilitaron de espacios arquitectónicos históricos para mostrar las nuevas tendencias, como la sala San Antonio Abad, el Centro Insular de Cultura, el Centro de Arte La Regenta o el CAAM, emergieron nuevas voces con un discurso crítico propio. Aparte de la caricatura de lo postmoderno, aquello puede parecer la Atenas de Pericles, comparado con lo de ahora. ¿Qué ha cambiado, desde entonces, en la crítica y la curación de exposiciones? ¿Falta riesgo, quizá, al apostar por nuevas propuestas? ¿Se han perdido el ludismo, la creatividad y la alegría de la crítica, en el sentido en que Nietzsche dice que la crítica crea siempre a su paso una estela de alegría y de ingenio?

El mundo ha cambiado tantísimo, desde entonces. Cuando yo empecé a escribir sobre arte actual, en una página del periódico La Provincia que se llamaba Arte Ahora, la gente leía los periódicos en papel. Ahora, realmente llegas mucho más rápido y más lejos si pones una frase en Instagram, en Facebook o en Twitter. El lenguaje de la inmediatez que tenemos hoy en día hace que el pensar, leer y escribir para personas que tengan interés en estas cuestiones sea cada vez más difícil. Y, paradójicamente, creo que ahora se lee más que antes. Me refiero a leer libros. Por una parte, hay una necesidad de leer, que el confinamiento nos llevó a recuperar, y por otra parte, la inmediatez nos obliga a resumir tanto, que escribir con el afán de llegar al fondo de las cosas se convierte, a veces, en un problema. De todas formas, pienso que habrá crítica de arte, estudios sobre artistas y exposiciones mientras siga habiendo personas creativas e interesantes con una mirada y un discurso personales. Siguen emergiendo corrientes y discursos que renuevan la mirada sobre el arte. Afortunadamente, ahora hay una reflexión sobre la mirada de género que antes no había. En los años 80, cuando terminé la carrera y empece los estudios en Londres, había visto dos o tres mujeres artistas en la bibliografía universitaria. Ahora, es de obligado cumplimiento mostrar a mis alumnos las obras de las mujeres artistas que ha habido en todas las épocas de la historia del arte.

Mencionas en el libro el caso de Mujeres en la Isla, el suplemento cultural que Diario de Las Palmas publicó en los años 60 del pasado siglo para mostrar y comentar el trabajo de artistas y escritoras. Visto desde hoy, parece una iniciativa visionaria. ¿Cómo fue posible?

Mujeres en la isla es la herencia de los Liceum Club que nacieron en los años 30, durante la República, en Madrid y en otras ciudades, al calor del asociacionismo de mujeres. La idea de María Teresa Prat, una mujer culta, que se había instalado en Gran Canaria junto a su marido Jaime Laplace, ambos catalanes, era reunir a mujeres de distintos estratos sociales, creando un espacio de cultura, en el que las mujeres pudieran hablar libremente, sin tener que ser la mujer de, sin tener a su marido al lado diciéndoles niña, tú no sabes de los que estás hablando. Fue decisivo, además, que el director de Diario de Las Palmas fuera Pedro Perdomo Acedo. Él tiene la sensbilidad para arriesgar con ese suplemento, que primero nace como un cuadernillo del periódico y luego se independiza como una revista. Aquello dura hasta que Perdomo Acedo recibe la carta de Fraga Iribarne pidiéndole los carnés de periodista de las colaboradoras de la revista.

¿Qué tendencias te interesan en el arte actual? ¿A qué artistas estás siguiendo? ¿Qué exposiciones estás visitando?

He estado hace poco en la Bienal de Venecia. Hubo cosas muy interesantes. Me encantó el pabellón central, que acoge la muestra The milk of dreams, la propuesta de la comisaria de la Bienal, Cecilia Alemani. Bellísima, una apuesta por las mujeres artistas, con rescates de dibujos de artistas surrealistas de los años 30, hasta obras muy actuales de creadoras de distintos lugares del mundo. Me ha parecido maravillosa. Sin embargo, el nivel de los demás pabellones me ha parecido bastante bajo, no vi nada que me conmoviera o me interesara. Hubo excepciones, claro, como la exposición de Anish Kapoor en la Academia de Venecia; para mí, uno de los grandes artistas de nuestra época. También me interesó alguna que otra intervención de artistas jóvenes, para mí desconocidos, en distintos puntos de Venecia. En cuanto a lo que se está haciendo en Canarias, veo una renovación generacional muy atractiva. Hay gente que me gusta mucho, pero me vas a permitir que no nombre a nadie, para que nadie se sienta molesto o molesta por una posible omisión por mi parte. Apostar por la creación artística, en estos momentos de una gran incertidumbre, que nos afecta a todos, me parece una decisión muy valiente. El arte refleja el sentir de cada época. Como aprendí de uno de los grandes críticos de nuestro tiempo, el arte debe ser el espejo de su tiempo. El artista hace que la obra refleje el mundo en que vive. Y yo creo que en este momento de desconcierto, es el arte la actividad humana que realmente nos está dando claves para entender el mundo en que vivimos. El conocimiento y el placer que nos proporciona me dan muchos momentos de felicidad en mi vida.