Los huesos de los aborígenes de Gran Canaria empiezan a contar a la ciencia forense una historia muy alejada del romanticismo con que muchas veces se ha mirado a los tiempos previos a la Conquista, la de una sociedad tan violenta que su huella se ve en el cráneo de uno de cada cinco niños.
El Museo Canario, uno de los centros de referencia para cualquier arqueólogo interesado en el pasado de las Islas, emprendió hace tiempo la tarea de revisar con criterios médicos la extensa colección de cráneos que atesora, procedentes de varios yacimientos prehispánicos de Gran Canaria datados entre los siglos VI a XV.
Los responsables de esa investigación ya dieron a conocer a principios de año en una revista estadounidense de antropología que el 27,4% de los cráneos de antiguos grancanarios que han estudiado tienen fracturas de cráneo no atribuibles a accidentes, sino que presentan signos claros de haber sido fruto de una agresión (y el porcentaje se eleva al 33 % si el foco se ciñe solo a los varones).
Ese artículo subrayaba además un dato llamativo: la cantidad de fracturas de cráneo violentas que han encontrado en los individuos recuperados en uno de los lugares de enterramiento más importantes de Gran Canaria en tiempos prehispánicos, el barranco de Guayadeque, supera a los de cualquier otra sociedad prehistórica del mundo.
Los autores han ampliado ahora el contexto a toda la isla, para examinar 65 cráneos infantiles recuperados en nueve enterramientos prehispánicos, con un resultado que cuentan este mes en la revista International Journal of Osteoarchaeology: hay niños con fracturas de cráneo en uno de cada tres yacimientos y prácticamente en los nueve siglos estudiados.
De hecho, el 21% de los niños presentan traumas de ese tipo, solo los menores de cinco años se libran. Como ocurría con los adultos, fueron causados por golpes de gran violencia con armas romas de piedra o madera, aunque en muy pocos casos resultaron mortales (dos, entre todos los menores estudiados).
Y parece que esa prolija colección de lesiones en la cabeza entre adultos y niños aborígenes solo es “la punta del iceberg”, el testimonio de las agresiones más graves, las que dejaron huella, explican a Efe dos de los autores de ese trabajo, la conservadora del Museo Canario, Teresa Delgado, y el investigador de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria Javier Velasco.
“La violencia física suele ser la cumbre de la pirámide. Lo que causa esa violencia está en la base, en cómo se organiza esa sociedad, en qué condiciones biogeográficas vive. Y claramente podríamos enlazar esa violencia física con una sociedad fuertemente jerarquizada, como era la aborigen de Gran Canaria”, apunta Delgado.
Este artículo precisa que lo que muestran esos cráneos con fracturas atribuibles a agresiones no es una violencia “contra los niños”, sino una violencia generaliza en la sociedad prehispánica de la que no se libraban ni los más pequeños, al menos desde los cinco años.
“Ese dato nos introduce en el concepto de la edad social. Una cosa es la edad biológica y otra es cómo entendemos a los niños y qué funciones ejercen en la sociedad. Y el hecho de que tengamos niños que desde los cinco años presentan los mismos traumas que los adultos nos indica que a esa edad probablemente pasaban a formar parte de la vida social de los adultos. Es muy interesante. Abre líneas de investigación para empezar a comprender la infancia en la población aborigen, algo muy poco estudiado”, enfatiza Delgado.
En este caso, los huesos del Museo Canario tampoco hablan de una agresión exterior (los aborígenes vivieron aislados del resto del mundo, incluso del resto de islas, hasta la llegada de los primeros europeos en el siglo XIV), ni siquiera de un episodio concreto, como una revuelta o una guerra. Es una violencia mantenida durante siglos.
Velasco no tiene duda de qué hay detrás de esos niveles tan altos de violencia “estructural” en la antigua Gran Canaria, muy superiores a los que se han detectado en otras sociedades prehistóricas, incluida la de los guanches de la vecina Tenerife.
“No podemos olvidar que se trata de una sociedad confinada en un territorio de 1.500 kilómetros cuadrados, aislada, con importantes desigualdades sociales, donde además la agricultura tiene un papel muy importante para sobrevivir. En esas circunstancias, la llegada de cualquier situación crítica, como una plaga de langosta, una sequía, un reparto desigual de los recursos... provoca una enorme conflictividad”, argumenta este arqueólogo.
Javier Velasco recuerda, además, que los poblados grancanarios aborígenes no estaban fortificados, porque nadie pensaba en defenderse de un enemigo exterior. En cambio, añade, sí lo estaban los graneros comunitarios, “los depósitos de trigo, de cebada, de alimentos de los que dependía la supervivencia del grupo”.
Este investigador subraya, asimismo, que estudios como este sirven también para rebatir la visión “romántica” con la que se ha estudiado con frecuencia a las sociedades aborígenes de Canarias.
“Al antiguo canario lo hemos mirado muchas veces como si fuera el buen pastor, alguien de una sociedad que vivía en armonía con la naturaleza y con sus iguales. La realidad indica lo contrario. Con todos sus elementos positivos, se trata de una sociedad que sufrió importantes conflictos. Eliminar esa visión romántica nos va a ayudar a pensar en una sociedad más parecida a la nuestra, en la que hay conflictos, problemas y desigualdades”, apunta.