En la larga y nutrida lista de las letras canario-latinoamericanas, comprendiendo todos los géneros, desde la poesía al ensayo, incluyendo la biografía, la novela, el cuento, el teatro, La noche que Bolívar traicionó a Miranda, novela de J.J. Armas Marcelo publicada en 2011, ocupa y ocupará un puesto sobresaliente. No solo por sus méritos literarios intrínsecos, sino por la recuperación y contemporánea valorización de la figura del general y generalísimo Francisco de Miranda, personaje ya legendario en vida, que fue uno de los más sinceros e incorruptibles guerreros libertarios del siglo dieciocho, y cuyo padre había nacido en el Puerto de la Cruz (Tenerife) antes de emigrar a la Octava Isla, casarse con una venezolana y medrar increíblemente hasta conquistar las cimas del poder económico de su patria adoptiva. No hace falta presentar al General Francisco de Miranda, elevado a la dignidad de general republicano por Domouriez, y cuya memorable estatua orna el Square de l’Amérique Latine en el séptimo distrito de París (es mejor no hacer comparaciones con la estatua que la villa natal de su padre le ha erigido en Tenerife). El Conde de Miranda que casó con Sarah Andrews en Londrés, fue agasajado por Catalina la Grande (su estancia rusa nos hace recordar el también fabuloso periplo de Agustín de Béthencourt, el ingeniero del Zar) y acabaría convirtiéndose en El Precursor, casilla que la historia sudamericana le otorgaría en el proceso de su independencia continental.
La dimensión de Miranda refuerza la contribución de los canarios a todas las etapas y procesos del Nuevo Mundo, desde su conquista y colonización hasta sus épocas independientes y libres, como colonos o españoles “distintos” en cuanto a su integración y a su vertebración atlántica que se corrobora en dinámicas continuas de asentamiento, retorno y comunicación. Hemos contribuido una nómina muy grande que comprende a santos, escritores, militares, marinos, artistas, exiliados, emigrantes, y que sigue creciendo. Por mi parte, añado a todos los licenciados, graduados y doctores de la ULPGC que han encontrado un destino profesional y personal en las naciones de América del Sur; los índices de estos egresados, solo confirman una tendencia que se inició cinco siglos ha y que no va a parar.
Escrita desde una subjetividad “figurada”, en la cabeza del general Miranda, el autor narra la vida y muerte de su personaje en una tercera persona virtual. El diálogo real es frecuente pero no tiende a extenderse, y esto es así porque la novela es en sí misma un largo monólogo, una dialéctica reflexiva y nemónica recreada por la voz de Miranda. Tanto Miranda, como Bolívar (siempre en ese orden) son los únicos actores de la novela histórica, cargada desde la primera a la última línea por la tensión dramática de los personajes y las acciones que de ellos emanan. El texto no ceja en esta tensión continua, en esta visión que se torna claustrofóbica y en que el mundo deviene reflejo de una autoafirmación del destino individual, de la conciencia de la excepcionalidad; estos seres absolutamente poseídos por su propia trascendencia dejan pocos resquicios para los demás. Ésta es la principal superestructura narrativa de la obra e impone unos parámetros muy claros desde su inicio. Lo que se debate aquí es la historia de un continente y de sus libertadores. Lo mítico, la epopeya, va a primar sobre la pléyade de voces diversas que podrían calificar esa tensión dramática o diluirla. Uno de los méritos de Armas Marcelo es que a pesar de esta exigente autolimitación, logra representar la crisis, las dudas y la tragedia de Francisco de Miranda y Simón Bolívar, que logra individualizarlos a través de la duda, el sufrimiento, la enfermedad y la muerte.
Unifica de una manera casi onírica el devenir de esta historia, la circularidad de sus diálogos. Miranda, y en grado menor, Bolívar, citan el pasado, se refieren al futuro y dramatizan el presente en una constante espiral. Miranda, ya sexagenario cuando emprende su fallida guerra de independencia, habla a cada momento de lo que ya fue: los avatares de su existencia, sus victorias para la revolución francesa (la conquista de Amberes, el desastre de Maastricht), la ayuda de su gran amigo inglés Turnbull, la indiferencia de George Washington, y lo hace en función de lo que ya está a punto de suceder. La narrativa es una dinámica de eslabones que se encadenan y reencadenan mediante el flashback y la reflexión. Esta circularidad del tiempo y del espacio, que también traza su vida intelectual y amorosa (anexos cruciales para comprender a Miranda que es también la suma de un libertino y un enciclopedista), la alimenta la indudable egolatría y egocentrismo del personaje. Debemos aceptar estos términos del juego literario para acercarnos a este personaje, a este loco de la libertad que jamás admitirá la derrota. Esa infinita capacidad de repensar y reformular el propio destino establece simbólicamente un gran paralelismo entre el exilio de Napoleón en Santa Helena y la prisión de Miranda en La Carraca de Cádiz. Ambos narran sus campañas y sus éxitos, se reafirman en sus juicios y sentencias, y aquilatan el perfil de los enemigos y las traiciones que condujeron a sus ruinas. Ninguno admite plenamente sus errores y ambos luchan contra la derrota desde el convencimiento absoluto de sus postulados y decisiones. ¿Delirios de grandes, humos de dictadores? Sin duda, pero esa es la imagen que nos quieren legar, tanto Miranda como Napoleón, al margen de sus momentos de depresión y desesperación, bien en una indigna celda gaditana o en la patética corte del exilio de Santa Helena.
La novela histórica que es La noche que Bolívar traicionó a Miranda se sustenta sobre un hecho fundamental y también estructurante. Las horas que transcurren en la mansión de Las Casas a las afueras de Caracas entre el instante en que Miranda llega tras haber rendido sus ejércitos al general español Monteverde y el instante en que sale ya apresado por el Estado Mayor de Bolívar. Tanto Miranda como Bolívar sopesarán el diálogo tenso y el resultado de ese encuentro nocturno, en que todo pudo haber sido posible. Miranda vislumbra el futuro (una característica que se reitera a lo largo de su vida, como cuando le anuncia a Potemkin y Catalina la Grande que Rusia y América del Norte se enzarzarán en la pugna del poder mundial) y pronunciando sentencias demoledoras que Bolívar repetirá con amarga certeza en su lecho de muerte: que él y los mantuanos (los criollos oligarcas) solo son capaces de producir bochinche, que quien hace la revolución ara en el mar, que el único destino de los ilustrados venezolanos es emigrar a Europa (no olvidemos que Bolívar fallece en la hacienda de un español admirador y que deseaba volver a Europa tras el fracaso de su proyecto político-administrativo para la Sur América liberada). Esa conversación y su posterior e inmediata traición (la entrega de Miranda a Monteverde) es el eje profundo de la novela y el símbolo de un futuro imposible. Supone la ruptura de la utopía libertaria, el entendimiento entre dos soldados y visionarios excepcionales (Miranda y Bolívar) y la constatación de la inmadurez política de las clases dirigentes criollas para orquestar un programa pan-americano que soslaye fronteras y ambiciones territoriales a favor de una cohesión continental en todas las acepciones. En el sentido oculto de estos destinos cruzados, el Precursor es el augur de todo lo que le sobrevendrá al Libertador; el destino final e ignominioso de Miranda es el destino final y frustrado de Bolívar, pues, las premisas de la libertad y el nuevo concierto político para América del Sur fracasaran. No habrá ni gran unión continental, ni república y republicanismo democrático, ni honda transformación social, y el exilio continuará siendo la única opción del revolucionario sincero.
El idioma y la expresión literaria de Armas Marcelo tienden a subrayar y a enriquecer la dialéctica de la novela. El uso reiterado-obsesivo, diríamos- del “pues” adverbial ilativo, su profusión musical, recrea la entonación del español venezolano, con su particular estrés. Los términos despectivos y tacos del venezolano (y canario) como “caraj” (carajo), y “bochinche” muestran el desprecio de Miranda por la incapacidad de los “mantuanos” (los oligarcas criollos, los “caracos”), que enriquece el francés “merdophage”. Estos adjetivos que marcan las sentencias de Miranda denotan a la vez la intransigencia del ser superior hacia la mediocridad de la materia humana que él ha sido llamado a moldear en aras del progreso y enconan esa premisa fundamental de los filósofos enciclopedistas: el debate y el diálogo respetuoso, la tolerancia ideológica. Trasluce el vocabulario duro y vejatorio de Miranda, otra realidad: las tensiones sociales entre los herederos del poder socio-económico y los hijos de la meritocracia liberal, entre el hijo del canario enriquecido y el dueño antiguo de la tierra. La guerra de la independencia no será una revolución que subvierte el orden tradicional, y contra eso, nada puedo el Generalísimo.
Esta novela encierra asimismo otro género: el relato de prisión. La biografía de Miranda cobra pleno tamaño cuando es encarcelado en La Guaira, después en Puerto Rico y finalmente en Cádiz. La dimensión mítica del general se desata durante el año y medio que pasa en el Castillo de La Carraca, sometido a los grilletes y cruelmente confinado en una celda miserable. El mito del gran amante que fue, el seductor, el Casanova europeo, da pábulo a las damas madrileñas. Una, incluso, se convertirá en su amante delirante, y narrará como reales sus aventuras ilusorias en las playas gaditanas; clasificará, incluso, sus “cajitas del amor”, la supuesta colección de cajitas miniatura en que Miranda guardaba los recortes de vello púbico de sus tres mil amantes. En la soledad y el oprobio de su celda, en la decadencia física y psicológica, el general debatirá con Cervantes el hecho de que Don Quijote recupere la lucidez y admita sus yerros. El drama carcelario de Miranda, se opone, no obstante, a la desoladora narrativa carcelaria del siglo veinte, en que el preso es una víctima total, privado de toda autoestima y esperanza, en la tradición de Kafka y Koestler, el sujeto sometido por el totalitarismo.
Miranda, combativo y vislumbrando la fuga que su fiel Turnbull urdirá desde Gibraltar, hablará solo sobre todos y con todos. Validará como propio el de Ulises, su terrible retorno a Ítaca, la inexistencia de la patria. Y en esa celda oscura volverá a la nevada belleza de San Petersburgo, a la intimidad de los aposentos privados de la zarina. No podemos evitar pensar en otro gran icono del exilio canario, en situación inversa: Agustín de Béthencourt, desde la nieve y el hielo de Moscú, recordando el sol y la luz deslumbradora de Canarias En los capítulos que cierran el libro, se alza la mágica diversidad de un hombre que condensó en su vida, al igual que Voltaire o Napoleón, toda la historia, con todas las contradicciones del siglo que nos hizo modernos. Conquistas y honores como el Emperador, y miserias y desilusiones como Cándido.