Con su primera película, Dácil Manrique de Lara fue designada para optar a diez candidaturas para los premios Goya 2021. A pesar de no ser nominada finalmente, la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas validó la calidad y relevancia de la ‘ópera prima’ de la cineasta grancanaria. Un proyecto que surge como un regalo que la nieta del artista, Alberto Manrique de Lara Díaz y de Yeya (María Dolores) Millares Sall, quiere dar a su abuelo, a través de la recuperación de la memoria de una vida en torno a la emoción del arte que borró un ictus, sin poder borrar la creatividad y técnica de la nueva vida del artista.
El documental da vida a su imagen, provoca una metamorfosis completa a la figura alargada, con aire de Greco, sin la mística, sin oscuridad, todo color y felicidad por toda la casa, justo al principio de Tafira Alta, con aquellos patios con aromas del Monte, donde resonaba la música y la disciplina de los ensayos de Yeya con el violín y el piano. Como hizo su madre, Dolores Sall Bravo de Laguna (Mamama), a la que siempre estuvo unida a pesar de su temprano matrimonio, como el de su hermana, Jane. Las tres tenían una relación especial. Su padre -Juan Millares Carló- falleció en casa de Jane y su madre en la de Yeya. Pero Mamama siempre estuvo cerca de ellas, conviviendo largas temporadas con Jane y otras en Tafira, en diferentes lugares: junto al cruce entre la carretera de Tafira Alta y la de Marzagán, junto a lagares en El Reventón, y en el Hotel Los Frailes, con aquel ambiente británico y colonial que atrajo a interesantes inquilinos, como Eric Sventenius; como curiosidad, sorprendería el número de viviendas donde la pareja de Don Papas y Mamama residió en la isla, una familia nómada en la isla. También, el hermano de Mamama, Sixto Sall, vivió cerca de la Cruz del Inglés, en una casona de la calle Alonso Cano.
Así era la familia Manrique de Lara Millares, una pareja íntimamente ligada a sus padres con numerosos hijos, cuñados/as y descendientes… Y la casa de Alberto y Yeya era un lugar de felicidad y encuentro, de juegos, de tertulias, música y arte, junto a aquella montaña sin edificios, la Casa del Gallo y el trasiego de los piratas. Un refugio de música y pintura para una familia numerosa plenamente integrada en aquella Tafira de los sesenta y setenta que conservaba su belleza extraordinaria entre volcanes, parrales, casonas de estilo colonial y las bodegas y restaurantes donde surgiría el contagio social que empujó la recuperación de la etnografía y el folclore en lagares y bodegas, en las reuniones en el restaurante Bentayga con Totoyo, el hermano de Yeya, preparando la creación en el Jardín Canario de Los Gofiones, donde participó Eduardo (Cho Juaa y el suplemento humorístico 'El Conduto') y tuvo el apoyo de sus hermanos (Jane, Agustín, Manolo…), así como las composiciones de José María y Pino Betancor, quienes también recuerdan el Monte y los ‘piratas’ en su ‘De belingo’.
Reconstruir esos momentos de la pareja, la vida intensa de aquel siglo XX, borrados por un ictus, es el reto que asumió Dácil para hacer una película sobre un artista, en una familia de artistas, además de ser parte de esa familia y, también, artista, es un cóctel del que sólo puede salir un documental que rezuma creatividad por todos sus fotogramas.
Dácil logra revivir y trasladar a la pantalla los ambientes que quedan en el recuerdo de quienes conocimos a Alberto, con imágenes que transmiten la luminosidad, la tensión silenciosa que se percibe en el espacio creativo que rodeaba a Alberto, y que traslada a sus visiones laberínticas, arremolinadas, cargadas de símbolos o historias, con la exactitud de un tablero en el que todas las piezas juegan.
Ese movimiento que Alberto imprime a su obra y que logra traspasar los límites del marco, lo lleva Dácil a la imagen cinematográfica, con elementos que hace volar sobre la escena, como homenaje del cine a la pintura de Alberto o viceversa. Un remolino que activa el olfato, el gusto, el tacto… Todos lo sentidos se despiertan al contemplar las secuencias de la presencia de Alberto, y también su ausencia, en ese dramático corte que se produce en el rodaje al fallecer el protagonista. Un hecho que golpea al espectador que desconoce la historia, como un tañido grave y profundo. El último arquero cae en medio de la película.
Hasta ese momento pudimos conocer cómo fue la vida cultural en una época oscura; cómo se logró la felicidad con el arte y la música, en torno a un tablero de ajedrez donde los peones eran en arqueros, y el juego era un compromiso de amor. La película forma parte de una partida de ajedrez, donde las piezas de entrada son los personajes vivos que comienzan a dar forma a un discurso, expresado con un rico fondo documental familiar.
Y podemos ver a aquellos adolescentes enamorados, artistas en ciernes que crean en 1950 el grupo Los Arqueros Del Arte Contemporáneo (LADAC), el primer colectivo de vanguardia de la isla, uno de los pioneros en España, cuyos colaboradores también participan en la realización de un hito cultural en España: Planas de Poesía. Otra iniciativa que la dictadura vigilaba de cerca -perseguía- y silenciaba. O provocaba recelos desde los organismos del régimen, como este grupo de pintores y escultores, alejados/as del clasicismo y la moralidad imperante. Pero, aun así, el grupo siguió adelante con el esfuerzo inicial de Juan Ismael, Felo Monzón, Manolo Millares y Alberto, que serían los impulsores de LADAC con el apoyo de Plácido Fleitas, Ventura Doreste, a quienes se sumarían José Julio Rodríguez, Santiago Santana, Elvireta Escobio, Tony Gallardo, Santi Surós, Carla Prina, Vinicio Marcos, Planasdurá, Ángel Ferrant, Guinovart y Fredy Szmul en las acciones que desarrollarían. Dácil muestra parte de la historia del arte en las islas, para adentrarnos en la mente y la visión del artista que fue uno de los principales protagonistas de aquel movimiento.
El fallecimiento de Alberto durante el rodaje trastoca totalmente la producción del film y su directora nos deleita con otra película, sin usar el recurso del obituario o panegírico. De hecho, sin spoiler, el vuelco es rotundo, sorprendente, y la narrativa cambia el foco, sin dejar de ser la misma obra, el mismo ambiente… Pero ahora es un gambito. Las piezas se colocan en otras casillas y comienza otro discurso, otra historia, otra realidad que tiene El Monte como escenario y que al espectador conmoverá, hasta ver toda la partida de ajedrez, donde todas las piezas se convierten en arqueros y el juego se desenvuelve durante la elaboración del último cuadro del artista, cuadro y película.