El tiempo, guardián de los recuerdos de Salvador Mallo, un niño condicionado por un país, por una sociedad y por los principios sobre la que ésta se articulaba que, llegado el momento, se da cuenta de quién era y en quién se ha convertido, por mucho que le pese reconocerlo.
Asier Flores (Salvador Mallo de niño) en una secuencia de la película Dolor y gloria
© El Deseo, 2019
Su drama, como el de muchos otros, fue nacer después de una contienda que no solamente fracturó un país, el nuestro, sino que condicionó la vida de varias generaciones que se vieron inmersas, nada más nacer, en una concepción del mundo y de la sociedad que iba contra de la evolución de los tiempos y en contra, a su vez, de los principios de la convivencia más simple y elemental.
Por añadidura, Salvador Mallo formó parte de esa legión de desheredados que debieron adaptarse para no sucumbir ante los preceptos de quienes orquestaban toda aquella charada sin mayor rubor, por mucho que hubiera un “pan en cada casa” para poder alimentarse. De ahí su “analfabetismo geográfico”, según sus propias palabras, consecuencia de no haber asistido a las clases que enseñaban el mundo y sus habitantes -por lo menos, aquéllos que no se ensañaban con el régimen imperante en aquella España- dado que los regidores del colegio religioso en el que estaba decidieron que era mejor que el joven Salvador diera rienda suelta a su portentosa voz, en vez de cultivar su intelecto.
Con el paso del tiempo y merced a sus numerosos viajes, Salvador palió aquella carencia con sus propias experiencias vitales, quizás no tan académicas, pero igualmente enriquecedoras para un ser, él mismo, dotado de una sensibilidad y una capacidad creadora que terminarían por encaminar sus pasos hasta el terreno de la creación cinematográfica.
Antonio Banderas (Salvador Mallo) y Leonardo Sbaraglia (Federico Delgado) en una secuencia de la película Dolor y gloria © El Deseo, 2019
Claro que toda creación conlleva tener que soportar un doloroso, angustioso y descorazonador proceso, el cual no siempre cristaliza en lo que uno quisiera, por mucho empeño que se le dedique. Y si encima en dicho proceso se involucran agentes externos, el camino termina por ser tortuoso e insoportable. Fruto de todo ello, o por consecuencia de la imperiosa necesidad de Salvador por crear, son ese enorme catálogo de afecciones, carencias, neuras y debilidades, desarrolladas por una persona que, en realidad, es mucho más fuerte de lo que ella se cree, más si se tiene en cuenta la poca consideración que para con cualquier tipo de creación artística se ha tenido en nuestro país, antes y ahora.
Quizás el recuerdo de aquel joven analfabeto, a quien Salvador enseñó a leer y que, en otro mundo cualquiera hubiera podido desarrollar sus increíbles cualidades artísticas, merced al dibujo que el primero hizo del niño que entonces era Salvador, en un pedazo de papel cualquiera, sea el punto de inflexión que sirva para que el ya veterano creador se dé cuenta de cuál ha sido su rol en esta tragicomedia humana en la que estamos todos inmersos.
Encontrar aquel dibujo, de manera fortuita, será el primer paso. Después llegará el momento de hacer frente al no menos doloroso reencuentro con Alberto Crespo, el actor que marcó su carrera profesional, y con Federico Delgado -el amante con el que descubrió mucho más que la geografía que el sistema educativo le hurtó de pequeño- supondrán un antes y un después en la vida de un creador excepcional, lúcido, sensible, capaz de escribir un texto para ser representado por un solo actor delante del público y, de paso, desnudar el alma, la suya, sin mayor pudor.
Dolor y Gloria es el testamento vital de un creador, su director y guionista, Pedro Almodóvar, al tiempo que sirve para que sus protagonistas principales, en especial un impresionante Antonio Banderas, sean igualmente conscientes del inexorable paso del tiempo.
Penélope Cruz (Jacinta) en una secuencia de la película Dolor y gloria
© El Deseo, 2019
Dolor y Gloria no pierde el tiempo en chistes fáciles, excesos visuales o ningún otro elemento que pueda hacer perder la atención al espectador. Si hubo un tiempo para los “pies de fotos graciosos”, ese tiempo pasó, viene a decir el director manchego. Ahora es tiempo de reflexionar y aceptar todo aquello que se ha hecho, en una vida forjada con los jirones que quedan entre creación y creación.
Ni siquiera los fantasmas del pasado son ya tan importantes, una vez que se acepta que siempre estarán ahí. Y por eso, la interacción entre un pasado y un presente -que no siempre se entiende, pero imposible de separar por mucho que los seres humanos nos empeñemos, siquiera, en pensarlo- se transmutará en el bálsamo necesario e imprescindible para que Salvador Mallo haga las paces consigo mismo y con quienes le ayudaron a ser el hombre que ahora es.
Dolor y Gloria es, también, la excusa de un creador para contar su infancia, por lo menos aquélla que se cuenta teniendo como soporte a una actriz, Penélope Cruz, que, como el resto de los actores que intervienen en esta película, ha envejecido, para bien. La madre -que la actriz madrileña interpreta- representa a todas aquellas mujeres que debieron sobreponerse al hostil escenario que la España de postguerra les ofreció, sin mayor esperanza que la de encontrar un varón que las mantuviera para, luego, hacerse cargo de unos hijos que, como Salvador, demandaban un cariño que sus progenitores no siempre eran capaces de satisfacer, dadas las extremas condiciones sociales en las que sobrevivían.
© El Deseo, 2019
Dolor y Gloria es una de esas películas en las que el espectador aprende que, para lograr una lucidez y una coherencia vital con la que llegar hasta la última etapa de la existencia, hay que asumir y aceptar el pasado para, luego, ser consciente de lo que éste te haya podido aportar o no. Es más, la última secuencia de la película demuestra esta última afirmación y la lleva un paso más allá, sobre todo para todas aquellas personas que entienden, sienten y se comportan ante la vida como un creador, como Salvador Mallo.
© Eduardo Serradilla Sanchis, Helsinki, 2019
© El Deseo, 2019