El libro con la portada de color verde “The Negro Travelers' Green Book” (vigente entre 1936 y 1966) al que hace referencia el título de la película era otra de esas abominaciones que se estilaban en los estados del sur de los Estados Unidos de América, cuya única finalidad era segregar a una persona por el color de su piel, ni más ni menos. En aquellos estados -defensores de las esencias constitucionales de un país que, entonces, se proclamaba el paladín de la libertad- los lugares de pernoctación se regían por un código que segregaba a sus ocupantes, sin importarles quienes fueran esas personas. Poco importaba que quienes llegaban hasta esos estados, caso del protagonista de la película -Donald Shirley (Mahershala Ali) un doctor en sociología, reputado pianista y compositor, amén de una persona culta y exquisita en sus maneras- no hubieran nacido en ninguno de aquellos parajes. Su piel oscura y el nauseabundo sentimiento de superioridad de los caucásicos para con los afroamericanos eran más que suficientes para justificar una barbaridad como aquélla.
Lo peor del caso es que una sociedad orquestada de semejante manera terminaba por afectar el juicio y la visión que el resto de las personas tenían de la misma justificación empírica sobre la que se apoyaba el racismo, estuvieran de acuerdo con él o no, tal y como le sucede al otro protagonista de la película Tony “Lip” Vallelonga (Viggo Mortensen) un italoamericano que tiene comportamientos ciertamente racistas, aunque, en realidad, no lo sea. Al director le basta con rodar una secuencia en la que aparecen dos ciudadanos afroamericanos y dos vasos para que el espectador entienda que los prejuicios que rodeaban aquella sociedad, vivieras donde vivieras y fueras de donde fueras, terminaban por afectar a cualquier ciudadano de los Estados Unidos de América.
Tony “Lip” Vallelonga (Viggo Mortensen) y Donald Shirley (Mahershala Ali)
Luego está el caprichoso e inexorable cálculo probabilístico, aquel que hace confluir dos líneas vitales diametralmente opuestas; es decir, las del doctor Donald Shirley y Tony “Lip” Vallelonga y, una vez juntas, las obliga a entenderse si no quieren sucumbir en el intento. Una vez esto sucede, la película despega, gana enteros de la misma forma que se consume combustible en el trayecto y demuestra su tremenda validez como vehículo de expresión mientras ambos personajes, a lomos de un Cadillac Sedan DeVilles de 1962, se van adentrando en los estados del sur del país.
En este viaje, uno llega a tener la sensación de que el tiempo se ha detenido y que los habitantes de aquellos parajes parecen querer seguir viviendo como antes de que el presidente Abraham Lincoln firmara la Proclamación de Emancipación, el día uno de enero del año 1863, liberando a los esclavos que aun residían en dichos territorios de los Estados Unidos de América. Es más, ni siquiera los méritos del músico y compositor afroamericano le evitan tener que comer en un cubículo infecto ante la negativa de lo mismos responsables que lo han contratado para que se alimente con el resto de los asistentes a la gala en cuestión, todos caucásicos, por supuesto.
En esa misma carretera, la cual se estrecha y se agranda según las necesidades narrativas de la película, es donde veremos dos formas de actuar ante un tándem compuesto por un caucásico y un afroamericano. El primero, a los mandos del vehículo y el segundo de pasajero, algo que no todos podían siquiera imaginar en aquellos parajes tan castos y puros de las malas influencias de los habitantes del norte del país.
Y será en esa carretera, en las sucesivas paradas, en los silencios y en las conversaciones donde se terminen por limar las asperezas entre el rudo italoamericano y el ciertamente esnob y distante músico y erudito, incapaz de conectar con quienes le rodean por mucho que el resto trate de compartir algo tan trivial como un muslo de pollo frito.
Green Book es una película clásica, bien desarrollada y mejor interpretada que nos retrotrae a una forma de hacer cine que, por mucho que pueda molestar, ya poco le queda que contar en una gran pantalla. En los tiempos que corren, el ritual de ir hasta una sala de cine para comprobar lo poco que ha evolucionado el ser humano en estos últimos cientos de años se ha convertido en una tradición que ya nada parece poder aportar a las nuevas generaciones y a quienes están buscando su negocio lejos de la distribución y la exhibición al uso.
Quizás lo curioso de toda esta situación, más si se tiene en cuenta el mundo global que, a duras penas, hemos logrado construir es que tanto las actitudes segregacionistas -por mucho que el actual ocupante del Despacho Oval se niegue a condenar con verdadera convicción- como el negocio del cine por todos conocido están viviendo un tiempo prestado. El mundo ha cambiado, como el mundo en el que se mueven el doctor Donald Shirley y Tony “Lip” Vallelonga cambió, por mucho que algunos pensaran que con asesinar al presidente John Fitzgerald Kennedy, a su hermano Robert Francis Kennedy, al reverendo Martin Luther King Jr., o al siempre controvertido y radical Malcolm X las cosas se quedarían igual. Sin embargo, el tiempo demostró lo que equivocados que estaban, de la misma forma que está haciendo con quienes piensan que el séptimo arte podrá hacer frente al cambio que han supuesto las plataformas de entretenimiento y su poder de convocatoria.
Otra cosa es que, en el actual tablero de juego, haya quien piense que Green Book no deba competir, si se habla de galardones, con realizaciones pensadas para una exhibición distinta de la que se ofrece, por ejemplo, en una sala de proyecciones equipada con el sistema IMAX. 2 Esto último es un argumento sólido, pero circunstancial y que, en pocos años, ni siquiera servirá de motivación a un público que, por definición, siempre suele buscar el camino más corto, cómodo y económico, independientemente de la calidad final del producto.
Sea como fuere, y mientras se van acumulando las primeras nubes que, luego, darán paso a la “tormenta perfecta” sentarse al lado de los protagonistas de Green Book no sólo merece la pena, sino que se me antoja la mejor de las terapias contra la manada de mamarrachos, bocazas, mentirosos e indocumentados de todo tipo y condición que parece empeñada en amargarnos la existencia cotidiana.
© Eduardo Serradilla Sanchis, Helsinki, 2019
© 2019 Participant Media, DreamWorks, Amblin Partners, Innisfree Pictures & Wessler Entertainment.
Notas:
1- Ley del Congreso 88-352, 78 United States Statutes at Large 241, promulgada el 2 de julio de 1964
2- IMAX. Acrónimo en inglés de Image, imagen, y MAXimum, máximo. © 2019 IMAX Corporation
El libro con la portada de color verde “The Negro Travelers' Green Book” (vigente entre 1936 y 1966) al que hace referencia el título de la película era otra de esas abominaciones que se estilaban en los estados del sur de los Estados Unidos de América, cuya única finalidad era segregar a una persona por el color de su piel, ni más ni menos. En aquellos estados -defensores de las esencias constitucionales de un país que, entonces, se proclamaba el paladín de la libertad- los lugares de pernoctación se regían por un código que segregaba a sus ocupantes, sin importarles quienes fueran esas personas. Poco importaba que quienes llegaban hasta esos estados, caso del protagonista de la película -Donald Shirley (Mahershala Ali) un doctor en sociología, reputado pianista y compositor, amén de una persona culta y exquisita en sus maneras- no hubieran nacido en ninguno de aquellos parajes. Su piel oscura y el nauseabundo sentimiento de superioridad de los caucásicos para con los afroamericanos eran más que suficientes para justificar una barbaridad como aquélla.
Lo peor del caso es que una sociedad orquestada de semejante manera terminaba por afectar el juicio y la visión que el resto de las personas tenían de la misma justificación empírica sobre la que se apoyaba el racismo, estuvieran de acuerdo con él o no, tal y como le sucede al otro protagonista de la película Tony “Lip” Vallelonga (Viggo Mortensen) un italoamericano que tiene comportamientos ciertamente racistas, aunque, en realidad, no lo sea. Al director le basta con rodar una secuencia en la que aparecen dos ciudadanos afroamericanos y dos vasos para que el espectador entienda que los prejuicios que rodeaban aquella sociedad, vivieras donde vivieras y fueras de donde fueras, terminaban por afectar a cualquier ciudadano de los Estados Unidos de América.