Macron: ¿esperanza europea 2018?
Julio Cortázar dio el nombre de “Theodor W. Adorno”, nada menos, al gato callejero negro y francés que encontró un día en Saignon. Nada que ver, comprenderán, con el genuino Adorno, el filósofo de la escuela de Frankfurt que tuvo entre sus herederos al sociólogo y no menos filósofo Jürgen Habermas, que es lo que se quería demostrar. El hombre, Habermas, se tomó tan a pecho sus reflexiones morales sobre el desarrollo del capitalismo avanzado que marcó distancias con la ortodoxia marxista de fábrica al convencerse de que la obsesión productivista en la organización de la sociedad empobrece el ámbito vital de la gente. Una idea que lo hubiera encasillado como puto revisionista ante el mester de rojería patrio de los años 60; no sé si por pensar distinto o simplemente por pensar, a secas. Y ni les cuento de su idea de que ese productivismo exacerbado trae consecuencias como la creciente burocratización de la sociedad y la despolitización de los ciudadanos. Al menos, eso fue lo que me pareció entender pues nunca sabes a qué atenerte con estos pensadores alemanes y sus “breves” introducciones de cuatro o cinco espesos volúmenes que te hacen añorar los breves cuadernos populares con que la chilena Marta Harnecker divulgaba los conceptos elementales del materialismo histórico.
Viene todo esto a cuento de que Habermas acaba de proclamar su admiración por Enmanuel Macron, el todavía flamante presidente francés; aunque poniendo por delante, o mejor, entre ellos, que una cosa es una cosa y otra cosa son dos cosas; por el qué dirán digo yo que será. Pero lo cierto y verdad es que el filósofo hace del político una valoración positiva que rebaja, a mi entender, la trascendencia dada hoy a la supuesta (o real) superación de la vieja dialéctica de izquierdas y derechas que proclaman esos jóvenes impacientes siempre agobiados porque aún ignoran que no deben preocupar los medios días habiendo días enteros. Pero a lo que iba: para Habermas, Macron pulverizó los fundamentos de la demoscopia al demostrar que una sola persona es capaz de hacerse, en el breve lapso de una campaña electoral, con la mayoría de los electores mediante un programa de defensa de la cooperación europea frente al “pujante populismo de derechas al que uno de cada tres franceses había dado su voto”.
Habermas no oculta, sin insistir en la diferencia, la distancia ideológica que lo separa de Macron en un artículo publicado en El País sobre las propuestas europeístas que el mandatario galo hizo, hace unos meses, ante el estudiantado y dirigidas a la clase política alemana, sospecha el filósofo; quien asegura, además, que para Macron sólo Europa, y “no los Estados nacionales”, puede garantizar la soberanía a sus ciudadanos; que sólo la protección de una Europa unida les permitiría afirmar sus intereses y valores. En resumidas cuentas: el presidente francés contrapone claramente la soberanía real a la quimérica de los soberanistas y pretende refundar una Europa capaz de actuar políticamente tanto en el interior como en el exterior de la Unión; quiere, en fin, leyes y listas electorales transnacionales, incluso ministros comunes que cohesionen el entramado y permitan al viejo continente seguir jugando un papel en el concierto de naciones.
Las propuestas de Macron han provocado reacciones. Sería el caso de Manuel Valls que de primer ministro francés con Hollande pasó a las filas de Macron como parlamentario, convencido de que la socialdemocracia está muriendo, aunque sus valores progresistas sigan vigentes. Para Valls, los socialdemócratas no supieron afrontar la globalización ni la crisis del Estado de bienestar con lo que dejó espacio franco a los populismos de extrema izquierda y de extrema derecha. Piensa, además, que el Partido Demócrata USA atraviesa una situación parecida.
En Alemania, otra consecuencia, el fracaso electoral del SPD llevó a los socialdemócratas a prohibirle a Martin Schulz renovar su pacto con Ángela Merkel, al que atribuyen su fracaso electoral. La canciller no salió tampoco bien parada de la confrontación y para seguir en el cargo deberá sacar adelante la Jamaika-Koalition, la Coalición Jamaica, en la que entrarían el CDU democristiano de Merkel, el CSU bávaro, el FDP liberal que, por cierto, rechaza de plano las propuestas de Macron, y Los Verdes. Lo de “Jamaica” obedece a la coincidencia de los colores de los partidos que integrarían la coalición con los de la bandera del país caribeño. Con algo de ironía en la alusión al exotismo de los colorines y de la fórmula en la mentalidad germana. La posibilidad “jamaicana” llevó al SPD a reconsiderar su negativa a pactar con Merkel autorizando a Schulz a negociar con la canciller. El temor de los socialdemócratas a quedarse en la mar y sin remos, en Alemania y en el resto de Europa, debió obligarles a tentarse las ropas. Sin olvidar las lógicas aprensiones ante el éxito de la Alianza por Alemania (AfD), la ultraderecha xenófoba y antieuropeísta que acaba de conseguir que vuelva a escucharse en el Bundestag un lenguaje político desterrado desde hace más de 70 años. No viene mal traer a colación a Gao Xingjian, Nobel de Literatura 2001, chino naturalizado francés, que acaba de referirse a la degradación de la democracia y que tras recordar que el fascismo surgió de los populismos nacionalistas extremos devenidos en dictaduras, señaló que “el verdadero problema de la Humanidad es que olvidamos nuestro pasado”. Lo que a mi juicio, qué quieren, es mejor que recordarlo en muchos casos.
Frente a esos nubarrones, Klaus Geiger, redactor jefe de Internacional de Die Welt, se muestra esperanzado ante lo que podría ser un “nuevo renacimiento” europeo con Macron, al que califica de emblema de los nuevos tiempos, junto a Sebastian Kurz, el joven canciller austriaco, que apunta a su juicio maneras de nueva estrella europea. Los dos, junto con Merkel, conformarían el trío que, piensa Geiger, decidirá conjuntamente cómo será Europa a partir de 2018. No faltan quienes recuerdan a Matteo Renzi que intentó impulsar a Italia en los nuevos tiempos y lo descabalgaron: éste es, para algunos, un claro antecedente de Macron a quien acompaña, de momento, el éxito.
El tinglado bajo sospecha
La “captura” de textos que ayuden a saber (y a entender, si no es mucho pedir) cuanto pasa por ahí me ha llevado a un artículo de Jaume Collboni, presidente del Grupo Socialista en el Ayuntamiento de Barcelona. Para él, el conflicto catalán ha bloqueado las instituciones catalanas impidiéndoles afrontar los problemas pendientes. El procés, asegura, ha operado como un agujero negro que ha acabado por apartar a Barcelona del camino de otras ciudades globales como Nueva York, Londres o París. El conflicto se ha llevado por delante sedes sociales de empresas, la reputación internacional de que gozaba la capital catalana y debilitado gravemente la percepción de su seguridad jurídica para desarrollar en ella iniciativas y proyectos.
No paso por alto, faltaría más, la responsabilidad catalana en este desastre que, por supuesto, dañará al conjunto de España por el peso que Barcelona, Cataluña en general, tiene en la economía, la cultura, los deportes y en general la imagen exterior catalana y de España por extensión. Pero tampoco debe olvidarse cuanto ha contribuido el Gobierno español a amplificar la cuestión. En realidad, ya no sé qué ha predominado en el Gobierno, si la torpeza y la ceguera para abordar antes y con tiempo, en la debida proporción, el problema territorial que seguirá ahí; o si ha actuado con premeditación política para debilitar una ciudad –Barcelona- que le hace sombra a Madrid, es decir al cúmulo de intereses económicos, financieros y políticos allí acampados. Ya no habría torpeza ni ceguera sino el intento consciente de dividir en cuantos más cachos mejor a la sociedad catalana para pasarle mejor por encima. Es la manera que han encontrado de controlar mejor el país, de avanzar en su recentralización debilitando a la comunidad que más ha impulsado históricamente las autonomías desde el siglo XIX. Si acaban con la autonomía catalana puede ocurrir cualquier cosa con las demás.
Ahora mismo, como saben, el PP ha planteado en el Congreso la cuestión del rechazo a los productos catalanes en el resto de España. Lo que está muy bien porque ese boicot perjudica a las regiones que suministran preparados y complementos a la industria de Cataluña, que si no vende dejará también de comprar. Ya hubo un boicot, de los “espontáneos” por supuesto, hace unos años y recuerdo a la señora que me “sorprendió” comprando cava, lo que le pareció muy mal. Quiero decir que es mucha la diligencia para “castigar” a los catalanes por el hecho de serlo, sin distinguir secesionistas de no secesionistas sin que a nadie se le ocurriera hacer lo mismo respecto a los vascos cuando el terrorismo independentistas etarra mantenía en vilo al país a fuerza de bombas y pistoletazos, los que no ha habido en Cataluña. No es necesario entretenernos en la Historia para justificar la sospecha de recentralización pues nadie ignora la trayectoria del PP, que prefiere un Estado centralizado a tope. Está en sus venas pues no en vano cuando era AP fue contra la Constitución y el Estado de las autonomías. Ahora, tras la suspensión de la autonomía catalana prevista en el artículo 155 de la Constitución, tiene más abierto el camino de la recentralización y dada su manera de actuar, su resistencia de hecho a la reforma constitucional hace pensar que para nada está por profundizar en el sistema autonómico, o sea, en la organización federal. Si la construcción del Estado liberal burgués y capitalista se basó en la feroz centralización, que resultó funesta a la larga para la gente, no para los negocios, parece lo menos aconsejable esa recentralización con la que está, de forma todavía medio vergonzante, Ciudadanos, la otra marca de la derecha.
Vaya por delante que si el PP va por ahí está en su derecho, aunque sea evidente que perjudica a la mayoría. El problema lo tienen quienes aceptan que el Gobierno actúe a partir de la identificación de los intereses de los poderosos con los de la Nación dejando en la estacada al pueblo llano que, encima, lo sigue votando haga calor o frío. Por desgracia, no es el fuerte de los españoles su cultura política que arranca del discernimiento, o sea, de tener claro, por ejemplo, que hay que cambiar de gobernantes si se deterioran los servicios públicos básicos, se alardea de una mejoría económica que no afecta a los salarios ni reduce sustancialmente el paro, ni evita la precariedad laboral y olvida como apestados a los dependientes, como ocurre ahora, mientras aumenta el número de millonarios, etcétera. Frente a esto, no sorprende oír a los peperos proclamar que las urnas los avalan y que no hay por tanto nada que cambiar en lo que las señoronas de derechas dicen que siempre habrá ricos y pobres. Son los tics de la derechona de toda la vida y no creo que ayude a clarificar nada que se simplifiquen las cosas calificándolos de “franquistas”, como viene haciendo el secesionismo catalán. Porque, por más que saquen los peperos de vez en cuando el rejo de origen, el problema no es hoy la dictadura del Caudillo “por la gracia de Dios”, que no demostró ninguna en este caso. Es la mejor manera de escaquear la evidencia de que son las grandes compañías, los señores de las finanzas y la legión de políticos y funcionarios de rango asentados en Madrid al servicio de los ricos quienes manejan el cotarro desde los grandes núcleos de poder. Nada nuevo bajo el sol.
La soberanía no es lo que era
Inicié el epígrafe anterior con la “captura” de un artículo de Jaume Collboni pero, qué quieren, se me calentó el pico y cogí otros derroteros tras la referencia al agujero negro que resultó ser el procés, que ha hecho retroceder a Barcelona respecto a otras ciudades consideradas globales entre las que la capital catalana había encontrado su sitio.
Y vuelvo definitivamente a Collboni. Tras señalar que Barcelona se ha alejado de esas ciudades punteras a escala planetaria, recuerda que la mitad de la población mundial vive en ciudades; que las ciudades producen el 65% del PIB mundial y el 70% de las emisiones de CO2; que concentran los principales problemas del mundo y también las soluciones posibles. Se trata de observaciones más o menos conocidas, de esas que se dan por hechas sin que nos paremos las más de las veces a reflexionar sobre su alcance e implicaciones. Sin embargo, al concejal socialista de Barcelona le da el asunto para sentar la afirmación de que hoy la soberanía de un país no se mide sólo por su tamaño ni por el control que ejerza de sus fronteras sino también y casi diría yo que sobre todo por la competitividad de su territorio. Y concluye: en esos términos Cataluña es hoy menos soberana en cuanto que ha tirado por la borda buena parte de las posibilidades que ha ido generando durante años y generaciones. Desde luego, no reconozco en la actual dirigencia catalana a aquellos hombres y mujeres de la Asamblea de Cataluña de los últimos años del franquismo que viajaron por toda España contactando a la clandestinidad antifranquista convencidos de que los objetivos democráticos catalanes necesitaban que avanzaran también las reivindicaciones en el resto del país, una labor que, seguramente, contribuyó a engrasar los raíles por los que discurrió la Transición que respondía, como casi nunca había ocurrido, a los anhelos de la población.
En este punto, me han parecido patéticas las lágrimas de algún que otro dirigente catalán ante la situación creada y el evidente maltrato recibido. Al propio tiempo por mucha ley y Constitución que le echen los “constitucionalistas”, la brutalidad de las embestidas contra ciudadanos indefensos que trataban de votar en el referéndum no se justifica. Era una convocatoria ilegal y sin efectos jurídicos, por supuesto, razón de más para pensar que el apaleamiento respondía más al deseo de escarmentar a los desobedientes y meterles el miedo en el cuerpo que a otra cosa.
Por otro lado, no tengo claro que no pretendieran los dirigentes del procés provocar esa acción policial a todas luces excesiva para cargarse de razones. Como me parece indignante que los partidos autodenominados “constitucionalistas”, concretamente Ciudadanos y el PP, sigan rajando de sus antagonistas para asegurarse el mayor número de votos posible, cosa lógica en convocatorias electorales normales, no en unas elecciones como las del 21-D en que se juega algo más que elegir un gobierno, dilucidar quien gobierna. Los intercambios de imputaciones de los candidatos creo que están logrando “perfeccionar” la imposibilidad de un entendimiento apaciguador. Si los constitucionalistas rajan que da gusto, los secesionistas no parecen tener claro que no tienen delante como enemigos a los españoles sino a un conglomerado de intereses económicos, financieros y políticos de apaga la luz y “vámoslos” que decían los isleños clásicos. Quienes, por las razones que sea, tenemos algún tipo de relación con Cataluña y su gente lamentamos por encima de todo que se haya roto la armonía y el sentido de convivencia de la sociedad catalana.
Julio Cortázar dio el nombre de “Theodor W. Adorno”, nada menos, al gato callejero negro y francés que encontró un día en Saignon. Nada que ver, comprenderán, con el genuino Adorno, el filósofo de la escuela de Frankfurt que tuvo entre sus herederos al sociólogo y no menos filósofo Jürgen Habermas, que es lo que se quería demostrar. El hombre, Habermas, se tomó tan a pecho sus reflexiones morales sobre el desarrollo del capitalismo avanzado que marcó distancias con la ortodoxia marxista de fábrica al convencerse de que la obsesión productivista en la organización de la sociedad empobrece el ámbito vital de la gente. Una idea que lo hubiera encasillado como puto revisionista ante el mester de rojería patrio de los años 60; no sé si por pensar distinto o simplemente por pensar, a secas. Y ni les cuento de su idea de que ese productivismo exacerbado trae consecuencias como la creciente burocratización de la sociedad y la despolitización de los ciudadanos. Al menos, eso fue lo que me pareció entender pues nunca sabes a qué atenerte con estos pensadores alemanes y sus “breves” introducciones de cuatro o cinco espesos volúmenes que te hacen añorar los breves cuadernos populares con que la chilena Marta Harnecker divulgaba los conceptos elementales del materialismo histórico.
Viene todo esto a cuento de que Habermas acaba de proclamar su admiración por Enmanuel Macron, el todavía flamante presidente francés; aunque poniendo por delante, o mejor, entre ellos, que una cosa es una cosa y otra cosa son dos cosas; por el qué dirán digo yo que será. Pero lo cierto y verdad es que el filósofo hace del político una valoración positiva que rebaja, a mi entender, la trascendencia dada hoy a la supuesta (o real) superación de la vieja dialéctica de izquierdas y derechas que proclaman esos jóvenes impacientes siempre agobiados porque aún ignoran que no deben preocupar los medios días habiendo días enteros. Pero a lo que iba: para Habermas, Macron pulverizó los fundamentos de la demoscopia al demostrar que una sola persona es capaz de hacerse, en el breve lapso de una campaña electoral, con la mayoría de los electores mediante un programa de defensa de la cooperación europea frente al “pujante populismo de derechas al que uno de cada tres franceses había dado su voto”.