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Soria, el 'Tartufo' dedicado a cavar su propia tumba

En el siglo XVII, París, La Ciudad de la Luz, podría haber sido considerada en cierta medida la urbe del hedor a muerte. La Bretaña, también. Los sepelios se habían convertido en un gravísimo problema. Las inhumaciones se llevaban a cabo bajo el pavimento de las iglesias pero, de manera tan precaria que, al producirse la putrefacción de los cadáveres, los olores más nauseabundos se precipitaban al exterior. Las personas notables y los feligreses en general, asiduos visitantes de los templos, comenzaron a quejarse y optaron por acudir a rezar a las iglesias de los monasterios para huir de las “pestilentes exhalaciones”. Hubo lugares sagrados donde el problema adquirió dimensiones excepcionales, como por ejemplo en Saint-Germain-l’Auxerrois, Saint-Jacques-de-la-Boucherie, Saint-Merry, Saint-Leu, Saint-Paul … Había entonces fábricas asociadas a las parroquias que se quejaban de la degradación del suelo y el coste del mantenimiento. Tan compleja era la transacción de morirse y descansar en paz, que se opta por colocar las tumbas en hilera unas pegadas a otras y se construyen fosas comunes. Además, se dicta la siguiente normativa: “todas las tumbas y losas se abrirán y levantarán y luego se volverán a colocar y a sellar el mismo día de los entierros o a más tardar al día siguiente. Las juntas se sellarán con yeso y el suelo se nivelará”. Asimismo se establece una distinción entre los feligreses y los forasteros que no contaban con vivienda en la parroquia y se imponen diferentes tasas de enterramiento. Para más inri, la declaración de 1776 sobre la prohibición de las inhumaciones en las iglesias no se aplicó en París, porque cada parroquia tenía una fosa para depositar los cadáveres. El tema es interesantísimo y complejo, pero no el objeto de este texto. Simplemente, unos apuntes acerca del escenario donde habría de morir Jean Baptiste Poquelin, appelè Molière, quién nació en la capital de Francia el 15 de enero de 1622 y pasó toda su vida denunciando las más obscenas abyecciones de la sociedad que le tocó vivir. Que son las mismas que tiene la nuestra: entre ellas, la mentira, la hipocresía y la avaricia. Fue hombre de teatro y Licenciado en Derecho, eso es conocido por todos, y sufrió fundamentalmente la persecución de los fariseos y de la Iglesia durante toda su vida.

 Curiosamente, contó con los favores del rey Luis XIV, quién admiraba su valentía y su inteligencia. A mi siempre me cayó muy bien, y no porque disfrutáramos del mismo apellido sin ser familia, sino porque en realidad con sus obras de teatro hizo excelente periodismo, que no es otra cosa que el retrato diario de una sociedad. Desgraciadamente, el 17 de febrero de 1673, también en París, Molière falleció de repente. Esa tarde, durante la cuarta representación de su última obra, en la que intervenía, – El enfermo imaginario – sintió unos violentos dolores en todo el cuerpo. Fue trasladado de inmediato a su casa y, a las pocas horas, descansó para siempre. La Iglesia llevó su odio hasta el extremo de negarse a que recibiera sepultura y fue gracias a la intervención del monarca que finalmente los popes del clero concedieron que fuese inhumado de noche y sin ceremonia en el camposanto más grande de París: el Père-Lachaise. Allí vive ahora junto a Cyrano de Bergerac, Marcel Proust, Oscar Wilde, Apollinaire, Honoré de Balzac, Rossini, Chopin, María Callas, Édith Piaf, Jim Morrison, Géricault, Modigliani (y su gran amor, Jeanne Hébuterne, que se suicidó tras el entierro del pintor), Camille Pissarro, Delacroix, Jacques-Louis David, Manuel Godoy (político español), Georges Méliès, Yves Montand, Jean Moulin (héroe de la Resistencia durante la II Guerra Mundial) y Abelardo y Eloísa (conocidos por su trágica historia de amor), junto a otros muchos más. Curiosamente, ante el denominado Muro de los Federados del Père Lachaise fueron fusilados 147 comunistas en el mes de mayo de 1871.

Mentiroso juzgado, sentenciado y condenado

Quizá sea cierto que el tiempo coloca a cada uno en su sitio. Y hay tiempos que simulan eternidades. Aún así, esas eternidades en algunos casos muy concretos parecen tener su fin. Aunque sea a título póstumo. No es el caso. El juez que juzgaba el puntacaneo por el morro del exministro panameño ha dado la razón a los periodistas Ignacio Escolar y Carlos Sosa y ha evidenciado ante toda España que Soria es un gran mentiroso, cosa que era ya vox populi en el régimen de partidos y autonomías. La tremenda gravedad de la mentira es que la mantuvo desde el Congreso ante todos los españoles. Insistió en buscarse la ruina mintiendo una y otra vez sin ningún tipo de escrúpulos, mientras sus mamporreros comunicativos amenazaban con que el gran hombre del chalé robado, los paraísos fiscales, el sol nacionalizado y la playa de Salinetas iba a desatar toda su furia si este periódico y eldiario.es no cerraban la boca. De nada sirvieron las amenazas porque, afortunadamente, aún hay personas que no son como él. Encontró la horma de su zapato. Mintió al Presidente del Gobierno que lo designó ministro, mintió a los españoles y mintió a su partido. Lo mismo que hizo con los Papeles de Panamá y no hizo con los Manuscritos de Mar Muerto porque aún no había nacido. Es más que obvio que debería ser excluído de cualquier actividad política. Dentro o fuera de España. Es cuestión de perogrullo: un mentiroso no puede tener credibilidad.

A Soria el valor no se le supone. Todo lo contrario: lo que se le supone es la hipocresía y la carencia de escrúpulos. Y ahí están las hemerotecas, que el camino ha sido largo como largo va a ser el vía crucis de vuelta. Dice el diccionario de sinónimos: Mentiroso: Bolero. Trolero. Embustero. Engañoso. Cuentista. Tramposo. Mendaz. Falaz. Fulero. Calumniador. Farsante. No es poca cosa para llevarla encima como desgraciado Sísifo. Y menos ahora, que se paga más por el exceso de equipaje que por el billete. Llegados aquí, es preciso preguntarse, más allá de la política, cómo un ser puede escalar cotas de degradación muchísimo más altas que los cargos que ostente o el dinero que tenga. Son multitud o mogollón – estamos de farsa carnavalesca – los psicólogos y psiquiatras que mantienen que, en el fondo de todo – que el fondo es principio – está la codicia: “Deseo o apetito ansioso y excesivo de bienes o riquezas”, según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. Codicia: Avaricia. Miseria. Ambición. Avidez. Ruindad. Demasiadas virtudes para llevar en el trolley al Caribe o a cualquier otro sitio, incluso si se dispone de coche oficial y una caterva de esclavos alrededor con la lengua fuera. No por los calores, que estamos en frío y Ventoso, sino para aplicarla en zonas pudendas a requerimiento o por simple y desquiciada adoración.

Un cerebro para congelar

Sí, pero que lo congelen en el frigorífico de La Moncloa. O que instalen una cámara acorazada en el Valle de los Caídos. Porque Soria es un ídolo caído. Qué gran película aquella, La caída de los Dioses, dirigida por Luchino Visconti en 1969 y protagonizada entre otros por Dirk Bogarde, Ingrid Thulin, Helmut Griem, Helmut Berger, Umberto Orsini. Charlotte Rampling y Florinda Volkan. Como curiosidad, La interpretación de Helmut Berger, tal Drag Queen (de nuevo el Carnaval) a la manera de Marlele Dietrich en El Ángel Azul, será ya para siempre uno de los impactos icónicos más conocidos y celebrados de la historia del cine.

En ocasiones, la Ciencia considera necesario la congelación del cerebro de alguna persona de cara a que, en el futuro, con los avances en ingeniería genética y otros campos de la medicina, puedan contestarse preguntas que han quedado sin respuesta. Aquellos que llegaron a ver los ojos del ex ministro inyectados en sangre tratando de fulminar con la mirada a Pascual Mota, Julio Aldaz, Tino Montenegro o Rafael Viñez, estarían de acuerdo conmigo en que había en aquel hombre algo más allá de la física y próximo a lo luciferino. No es verdad lo que dicen por ahí acerca de que la cabeza le daba vueltas como a la niña de El Exorcista, pero sí es cierto que la combinación de la cornea enrojecida con los tirones compulsivos del esternocleidomastoideo hacían que a la casi totalidad de los concejales de aquella gran mayoría absoluta se les aflojara el intestino. Pero eso fue hace mucho tiempo y, ahora, Cardona ha abandonado la adulación para intentar ser él el adulado. Tanto que, para cargarse a Antona, Cardona está dispuesto a montar un trío con Bento y Tavío. Un trío pareado. ¡Qué lío!

De momento, mientras van sucediéndose los acontecimientos, a uno no le queda más remedio que el análisis. La clínica de los comportamientos humanos es una cosa que siempre me ha interesado, porque la globalización del pensamiento es, para mi, muchísimo más importante que la económica o política. De modo que salí a dar una vuelta con estudiosos e investigadores. Únete a los sabios y serás sabio. Únete a los necios y serás necio. En ello estaba, margullando entre libros, cuando recordé que para ciertas enfermedades mentales hay unos baremos claramente establecidos de cara al diagnóstico. Y me fui a las fuentes y afluentes. El Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM son las siglas en inglés) establece nueve puntos para el Trastorno Narcisista de la Personalidad. Con que el paciente cumpla cinco, ya se puede hablar de patología mental. No haré juicios – – el juez ya dictaminó que nuestro hombre es un mentiroso sino que expondré solamente esos nueve puntos a los que me refería:

1.-Tiene un grandioso sentido de autoimportancia (exagera los logros y capacidades. Espera ser reconocido como superior, en ausencia de la proporción).

1.2.- Está preocupado por fantasías de éxito ilimitado, poder, brillantez, belleza o amor imaginarios.

2.3.- Cree que es especial y único y que sólo puede ser comprendido por, o sólo puede relacionarse con otras personas (o instituciones) que son especiales o de alto estatus.

3.4.- Exige una admiración excesiva.

4.5.- Es muy pretencioso. Por ejemplo, mantiene expectativas irrazonables de recibir un trato de favor especial o de que se cumplan automáticamente sus expectativas.

5.6.- Es interpersonalmente explotador. Por ejemplo, saca provecho de los demás para alcanzar sus propias metas.

6.7.- Carece de empatía: es reacio a reconocer o identificarse con los sentimientos y necesidades de los demás.

7.8.- Frecuentemente envidia a los demás o cree que los demás le envidian a él.

8.9.- Presenta comportamientos y actitudes arrogantes o soberbios.

Más allá del hubris

Aparte de la ya conocida como enfermedad de los políticos, el Hubris o Hybris, según pasa el tiempo, se va imponiendo científicamente que los políticos presentan múltiples trastornos de comportamiento que, como no podía ser de otra manera, inciden en sus decisiones y, consecuentemente, afectan a la vida de los ciudadanos. El psiquiatra José Cabrera se ha enfrentado al tema en un libro que lleva por título La salud mental y los políticos. En dicha publicación advierte que ofrecer datos clínicos fehacientes sobre la incidencia de enfermedades mentales en nuestra clase política es “literalmente imposible” debido a “una cultura que considera la enfermedad mental como algo totalmente confinado a la esfera de lo privado. Se trata”, explica, “de un absoluto tabú, un tema intocable en torno al cual existe un férreo pacto de silencio”, lo cual aboca al terreno de la mera especulación basada en “comportamientos externos”, aunque en su opinión, los cuadros de ansiedad, insomnio y abusos de drogas no escasean. “El problema”, mantiene Cabrera, “es que el votante vive en una ignorancia absoluta sobre la cualificación de quien lo representa. Aquí hace falta un psicotécnico para casi cualquier trabajo pero para ser ministro no hace falta nada”, argumenta. “En EE.UU., por ejemplo, existe incluso una Comisión Federal de Salud Mental y la Psicología Política está establecida como rama de conocimiento”. El experto considera el paradigma español como completamente opuesto al americano, donde los candidatos a un puesto de poder son previamente escrutados en profundidad: “Aquí, unas primarias americanas, donde todo se escruta al milímetro, no las aguantaría nadie, ni Zapatero ni Rajoy ni nadie”, advierte. (Documentación: El Confidencial. 2011). Asimismo, en el libro de David Owen En el Poder y la Enfermedad (Siruela. 2010), el autor aborda “la interrelación entre la política y la medicina. La enfermedad en personajes públicos suscita importantes cuestiones: su influencia sobre la toma de decisiones y los peligros de mantener en secreto la dolencia o la dificultad para destituir a los dirigentes enfermos. Como médico, Owen tuvo la ocasión de ver las tensiones de la vida política y sus consecuencias; como político, se fijó en los dirigentes que no padecen dolencias mentales pero desarrollan el ”sindrome de hybris“ o embriaguez del poder: persistencia en el terror e incapacidad para cambiar. Este libro estudia las enfermedades padecidas por Jefes de Estado y de Gobierno como J.F. Kennedy, el Sha de Persia o Mitterand, entre otros”.

Anécdota desclasificada

Lo mismo que, cuando pasa el tiempo, se desclasifican documentos sobre los más variados asuntos, las anécdotas también pueden desclasificarse. Sobre todo cuando son simplemente eso, anécdotas. Quizá dibujen una manera de ser pero no resultan en absoluto injuriosas ni revelan secretos comprometedores o conversaciones en confianza. Ocurrió en aquellas estaciones en que fui Jefe del Gabinete de Comunicación del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria.

El coche oficial, un Volvo berlina 760 especial que luego heredaría Pepa Luzardo, nos esperaba – a Soria y a mi – en la parte de atrás del antiguo Hotel Metropole. Habíamos dejado en la planta sexta nuestros sillones – el mío, extremadamente ergonómico – y cogimos el ascensor privado. El chófer, un policía municipal, le abrió la puerta primero al alcalde y luego a mi. Y salimos, no recuerdo con absoluta y total seguridad hacia dónde, aunque creo que fue a una entrevista para el informativo del mediodía de Antena 3 TV, que estaba por entonces en el fálico y erecto Hotel Los Bardinos. Llevaba bastante tiempo encabronado el primer edil porque, al sentarse en el vehículo, al parecer escuchaba un molesto ruido en el sillón, que era de cuero. A mi siempre me pareció, dado que mi coche particular también tenía de cuero el tapizado, que era ese un sonido típico del material. Pero Soria andaba fuera de sí con la cuestión. Tanto, que el automóvil acudió bastantes veces al taller a ver si alguien era capaz de poner en fuga tamaño atrevimiento. Hasta el titular del concesionario, un conocido empresario de Las Palmas que tenía un precioso Bentley, llegó a estar molesto porque el ruidito no se iba ni con flis.

Aquel mediodía no sé si hubo vibraciones del cuero, pero Soria, visiblemente enojado, se dirigió al chófer para decirle: “¿A qué demonios huele aquí, ¡coño!?¿No he dicho que no echen ambientador en el coche?” Muy sereno, el polícía contestó: “Perdone señor alcalde, es mi colonia … si usted quiere, la cambio”. Don José Manuel se puso rouge Chanel y yo viví uno de los tierra trágame más bonitos de todo mi deambular como periodista. De inmediato, le dijo a su subordinado: “No, por favor, no …” Y, pasados unos minutos, comenzamos a hablar de los temas que se abordarían en el encuentro con los periodistas que iban a entrevistarlo. Por cierto, allí, en la planta más alta de Los Bardinos (así se llamaba en aquel tiempo el hotel), coincidimos en el plató con Manolo Vieira, que también iba a ser entrevistado en la sección cultural de las noticias. ¿Recuerdan ustedes cuando Manolo explicaba aquellos tiempos de las suecas en la Playa de Las Canteras y se refería al mata que va por la arena y de repente se tropieza con un rubio monumento con biquini al límite …? Y va el mata, el matita, y dice medio en alto, medio para sí mismo: “Si te cojo t’estroso toa ...”.

En el siglo XVII, París, La Ciudad de la Luz, podría haber sido considerada en cierta medida la urbe del hedor a muerte. La Bretaña, también. Los sepelios se habían convertido en un gravísimo problema. Las inhumaciones se llevaban a cabo bajo el pavimento de las iglesias pero, de manera tan precaria que, al producirse la putrefacción de los cadáveres, los olores más nauseabundos se precipitaban al exterior. Las personas notables y los feligreses en general, asiduos visitantes de los templos, comenzaron a quejarse y optaron por acudir a rezar a las iglesias de los monasterios para huir de las “pestilentes exhalaciones”. Hubo lugares sagrados donde el problema adquirió dimensiones excepcionales, como por ejemplo en Saint-Germain-l’Auxerrois, Saint-Jacques-de-la-Boucherie, Saint-Merry, Saint-Leu, Saint-Paul … Había entonces fábricas asociadas a las parroquias que se quejaban de la degradación del suelo y el coste del mantenimiento. Tan compleja era la transacción de morirse y descansar en paz, que se opta por colocar las tumbas en hilera unas pegadas a otras y se construyen fosas comunes. Además, se dicta la siguiente normativa: “todas las tumbas y losas se abrirán y levantarán y luego se volverán a colocar y a sellar el mismo día de los entierros o a más tardar al día siguiente. Las juntas se sellarán con yeso y el suelo se nivelará”. Asimismo se establece una distinción entre los feligreses y los forasteros que no contaban con vivienda en la parroquia y se imponen diferentes tasas de enterramiento. Para más inri, la declaración de 1776 sobre la prohibición de las inhumaciones en las iglesias no se aplicó en París, porque cada parroquia tenía una fosa para depositar los cadáveres. El tema es interesantísimo y complejo, pero no el objeto de este texto. Simplemente, unos apuntes acerca del escenario donde habría de morir Jean Baptiste Poquelin, appelè Molière, quién nació en la capital de Francia el 15 de enero de 1622 y pasó toda su vida denunciando las más obscenas abyecciones de la sociedad que le tocó vivir. Que son las mismas que tiene la nuestra: entre ellas, la mentira, la hipocresía y la avaricia. Fue hombre de teatro y Licenciado en Derecho, eso es conocido por todos, y sufrió fundamentalmente la persecución de los fariseos y de la Iglesia durante toda su vida.