Sobre este blog

La lectura y la inquietud lo llevaron a la escritura. Ahora estudia Filología 

Hispánica en la Universidad de La Laguna mientras escribe poesía y hace crítica 

literaria.

La gran incertidumbre

Yeray Barroso Ravelo

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Podremos preguntarnos a nosotros. ¿Qué edad? ¿Qué día? ¿Qué año? Y no sabremos. El tiempo es cultural. Nos coloca aquí un impacto y no importa la fecha: estamos marcados desde el nacimiento y nadie nos da la posibilidad de elegir. Nos eligen. Dicen lo que somos por nosotros. Un solo gesto determina toda nuestra vida: respiramos por primera vez y ya nos dicen, nos señalan, nos nombran. Somos Alfredo o Justiniano o quien nuestros padres quieran que seamos. Directamente rememoramos a un pasado que nos incumben, nos alimentan, nos perforan a taladro en nuestros pasos. No heredamos, nos heredan. Aprendemos transformaciones y mitificaciones. Constantemente cambiamos el discurso para mantener el poder a través del tiempo. Si hay algo claro es que la sociedad debe conformarse de tal manera que sean aquellos que se posicionan en lo alto los que perpetúen su estatus. Desde el discurso literario, por ejemplo, Calderón de la Barca, en El Gran teatro del mundo de 1655, desde el lenguaje oficial construye una obra en la que cada personaje debe representar su papel: el rey debe ser rey por siempre y el campesino debe ser campesino hasta la muerte. Lo correcto será obrar como rey o como campesino, nada más. En el Siglo XXI el mensaje sigue siendo el mismo. No vale pensar, reflexionar, establecer un mundo crítico. El ser humano no es incitado jamás a iniciar un camino mental, sino a ganarse la vida. Y la vida no se gana, se vive. Para ello, además de afrontar los prejuicios que han estancado el lenguaje hay que superar el espejo económico en que se mira el mundo. Si los objetivos de la cultura son económicos (que el individuo encuentre un buen puesto de trabajo para ganarse la vida en el instante en que ya se esté ganando la muerte), la estructura del mundo no solo no se cuestionará, sino que el pensarse y repensarse en él será una quimera. Nos nacen, no nacemos. Y nos hacen si no nos hacemos. Jamás podrá el ser humano establecer un discurso hacia la raíz si no halla en su curiosidad la posibilidad de cuestionarse el mundo heredado y de rebelarse ante lo oficial. Ahí el canon. Ahí los que se quedan fuera porque resultan molestos, incordios, ahí los márgenes, las periferias. Si no cuestionamos el por qué del margen no sabremos cómo se ha construido el centro.

El mundo que hemos recibido es incómodo. El mismo individuo que sonríe en un acto oficial para saludar a la paz y lanza mil palomas blancas con un olivo en el pico para que comience su vuelo, a su vez fusila a su presa mientras enciende las guerras en los lugares en que hay posibilidades de obtener beneficios monetarios. La hipocresía es el signo de nuestro siglo. La caída, la muerte del pensamiento por la fragilidad, el no decir no, esa sílaba que Steiner defendía como comienzo de la creación. Emilio Lledó, en una entrevista hablaba de la libertad de expresión y de la libertad de pensamiento. Nos han dejado decir: decir mucho. Konstantinos Tsatsos, en su obra La vida a distancia (y ahora nos alejamos de todo análisis religioso que el griego realiza) afirma que “quien diga 'no hay libertad' ya ha confirmado su libertad”. ¿Es acaso la libertad de expresión el único sendero? El propio Lledó se cuestiona: “¿Qué me importa a mí la libertad de expresión si no digo más que imbecilidades? ¿Para qué sirve si no sabes pensar, si no tienes sentido crítico, si no sabes ser libre intelectualmente?”. Nos hemos vuelto imbéciles y lo aplaudimos. La televisión, uno de los centros de la llamada Telépolis por Javier Echevarría, en lugar de ofrecer libertades nos ofrece manipulación. Cada canal está condicionado por la ideología de sus dueños, cada periodista por la censura permanente de su empresa. No existe la libertad de prensa en los grandes medios de comunicación.

¿Comunicación? Internet ha abierto una puerta grandísima para el conocimiento: libros gratuitos de épocas pretéritas que se pueden adquirir con facilidad, medios de comunicación bombardeando noticias de todo tipo, vida al otro lado de la pantalla y no en la realidad (¿O es que la realidad es otra?).

Sin embargo, al contrario de lo que podríamos pensar, la llamada Era de la Información bien podría ser conocida como Era de la Incertidumbre. Un medio anuncia una muerte que otro desmiente. Un medio avanza una noticia y otro comenta algo totalmente diferente refiriéndose al mismo tema. Los grandes centros se mantienen en el centro. Final: la gente no indaga ni se cuestiona por saturación. La manipulación es constante y quien gana siempre es el canon.

La literatura, o el arte en general, está bañado de comercialización. Los escritores ya no pretenden hacer una obra literaria, ya no se cuestionan la obra. Juan Ramón Jiménez sería un cero en esta época. Ahora interesan los contratos, la novela por año. El boom de ventas, la película, la obra con frases a media para continuar tirando del hilo en futuras publicaciones, la creación apresurada... el hecho de comer. El hambre del escritor, la mendigancia. Rodin fuera de sus puertas del infierno, el no cuestionar sentado, sino divagar rumbo al trabajo. El comer corriendo, el estrés, la pérdida, la nada, la gran nada y a la vez algo: los márgenes que piden su sitio. Es probable que sea tiempo para la poesía. Las multinacionales se han encargado de introducir grandes taladros en todos los géneros de ventas: novela, pintura, música... solo la poesía se salva del best seller. Es ahí donde los discursos pueden navegar libres. El compromiso con la palabra, como anuncia Jorge Rodríguez Padrón en su obra Discurso del cinismo, y no con el dinero. La indagación en el decir y no en el vender.

Hace un tiempo acudí a una de las multitudinarias presentaciones que se realizan en la actualidad: el escritor como juglar, el bufón en la sala con sonrisa diciendo “compra mi libro”. No viene a cuento decir nombres, qué más da. Es lo de menos. El primer mensaje del escritor fue el siguiente: “el objetivo de mi libro es vender”. Me levanté y no quise saber nada más. Si el principal objetivo de la búsqueda humana es vender, es decir, conseguir un rédito económico de la obra, entonces el paciente está grave. Casi hundido en un mar de nadedad.

En el mercado en que se ha convertido el mundo, donde importan las audiencias y las compras y no la calidad. Donde da igual que lo más prestigioso de la televisión sea un programa del corazón o un debate sólido (¿realmente existe?), que el libro más leído sea cualquiera de Arturo Pérez Reverte o uno de Cortázar. Donde el camino unidireccional es entretenimiento y evasión a un mundo que oprime, cuyo único mensaje es: “estudia para trabajar. Trabaja para vivir”, sin cuestionarse que después del trabajo es la muerte. Esto es, el fin, el adiós. Donde todo esto ocurre es difícil saltar la asfixia. La respiración, quizá, sea la creencia en lo humano. “Só a imaginaçao transforma” dice Mário Cesariny. Solo lo humano, que también es imaginación o debería ser en alto grado imaginación; solo con una conciencia crítica que se posicione frente al pensamiento único se podrá superar a los mercados. Esos seres que nadie conoce y que controlan el mundo y las mentes.

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La lectura y la inquietud lo llevaron a la escritura. Ahora estudia Filología 

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