2021 ha transformado Lanzarote por dentro y por fuera. El paso de la borrasca Filomena ha convertido su particular escenario volcánico en un conjunto de pequeñas montañas de color verde. Una estampa que sus habitantes no disfrutaban desde hace años. Pero estos últimos meses también han revolucionado los motores de esta pequeña isla de casas blancas y 150.000 habitantes. Ningún sector ha salido ileso del mazazo de la tercera ola de la pandemia provocada por la COVID-19. Después de cinco semanas en el nivel máximo de alerta por el virus impuesto por el Gobierno de Canarias, el hospital de la isla está devastado, los bares y restaurantes intentan esquivar la ruina, los hoteles luchan por sobrevivir un mes más y los colegios tratan de paliar el impacto que tiene este nuevo contexto sobre la educación.
Desde el 22 de enero, la vida en las calles de Lanzarote termina a las 18.00 horas. A partir de ese momento, solo permanecen abiertos los comercios esenciales. Las reuniones de más de dos personas están prohibidas y solo se puede entrar y salir de la isla con alguna justificación. “¿Para qué quiere entrar en Lanzarote?”, repiten los agentes de la Policía Nacional en los aeropuertos del resto de islas antes del control de seguridad. ‘’Es una especie de confinamiento encubierto’’, coinciden algunos lanzaroteños.
Uno de los lugares favoritos de los conejeros para los encuentros sociales es el Charco de San Ginés, en Arrecife, ubicado junto al mar. Pero donde cualquier día de la semana se reunían decenas de personas, ahora los bares compiten por llevarse a los pocos clientes que pasan por el lugar. Otros negocios, ni siquiera están abiertos.
Caída de la facturación
En el nivel 4 de alerta, no se puede superar el 50% del aforo autorizado en terrazas al aire libre y está prohibida la actividad en las zonas interiores. La ocupación máxima por mesa es de cuatro personas y no se permite consumir en barra. El cierre de los locales es a las 18.00 horas, pero se puede prestar servicio de recogida y entrega a domicilio hasta las 22.00, momento en el que comienza el toque de queda. “Esto es una ruina”, dice Miguel, que dirige un establecimiento del Charco de San Ginés y que apenas puede pararse a hablar de su situación porque solo son dos los trabajadores que siguen en plantilla. En otro de los bares de la capital, Marius conversa con sus compañeros. La terraza está completamente vacía, igual que la de los bares contiguos.
‘’Hemos perdido casi el 70% de nuestra facturación diaria y tenemos problemas con los proveedores porque no podemos hacer frente a los pagos’’, cuenta el propietario del bar Strava. Desde su punto de vista, el sector “no será algo parecido a lo que era antes hasta dentro de dos o tres años”. Para Marius, que Lanzarote pase al nivel 3 de alerta supondría un alivio. ‘’Nos permitiría tener más espacio y, sobre todo, mejores horarios’’. Tener que cerrar a las seis ha supuesto un golpe para él, ya que la cena era uno de los momentos de mayor afluencia en su establecimiento. “La comida lleva al postre, el postre al vino… y al final crece la facturación”, cuenta. Sin embargo, el Gobierno de Canarias mantiene por el momento los niveles de alerta en todas las islas porque la mejora de los datos ‘’no se consolida’’.
“Si cerramos, no volvemos a abrir”
Jordi Vargas dirige uno de los últimos hoteles abiertos que quedan en Lanzarote. La ausencia total de turismo, la principal fuente de ingresos, ha forzado el cierre del resto de complejos de la isla. “En cierto modo nos ha beneficiado. Somos uno de los últimos bastiones en pie. Aún así, estamos muy perjudicados”, cuenta Vargas. Las zonas comunes del resort están desiertas, pero de pronto en algún pasillo coinciden unos pocos usuarios. El Hotel Sands Beach, situado en Costa Teguise, ha podido sobrevivir gracias a familias de las islas, miembros de los cuerpos de seguridad que se desplazan dentro del Archipiélago y también a su principal nicho de mercado: los deportistas.
Todos los días, el empresario se plantea cerrar, pero siempre encuentra una razón para continuar. “Son muchos empleos y hemos invertido mucho esfuerzo en este hotel. Nos costó mucho volver a funcionar después del confinamiento de marzo y sé que si cerramos, no volveremos a abrir”, asevera. De las 120 personas contratadas en el establecimiento, solo siguen trabajando 21. El resto está en ERTE.
En este contexto adverso, el hotelero ha optado por reenfocar sus estrategias. En la última semana, el hotel ha lanzado una oferta para teletrabajar en sus instalaciones durante un mes bajo el lema ‘’teletrabaja en el paraíso’’. “Ya se han interesado incluso personas de la propia isla”, cuenta Vargas. A pesar de ello, reconoce que sobrevivir no solo depende de su innovación, sino también de la recuperación del principal emisor de sus clientes: Reino Unido.
El trabajo esencial
Cuando los comercios paran y el trasiego de personas se suaviza, Noelia Abreut sigue trabajando. Desde la farmacia en la que trabaja ha podido observar que, pese a las 39 personas que han muerto en Lanzarote por la COVID-19 y los 4.431 contagios que acumula la isla desde que estalló la pandemia, aún hay quienes sienten que “el virus no es de verdad”. “Hay gente que no se pone la mascarilla y que no se desinfecta las manos. Además, se han hecho fiestas y se han reunido más personas de las permitidas”. Por ello, celebra que se mantenga el nivel 4 de alerta para evitar que los contagios “vuelvan a subir como la espuma”. “Todos estamos cansados pero, si colaboramos, esto se acaba antes”.
En varias ocasiones ha tenido que recordar a los clientes de su farmacia las normas sanitarias para frenar la propagación de la enfermedad. “Algunos entran con la mascarilla por debajo de la nariz, no se limpian las manos antes de tocar los productos o se acercan demasiado a las trabajadoras”, recuerda.
En el Hospital Doctor José Molina Orosa tampoco hay descanso. Según los últimos datos de la Consejería de Sanidad, de las 29 personas hospitalizadas, 15 están en la UCI. Antes de la pandemia, la Unidad de Cuidados Intensivos tenía diez camas. Pero para hacer frente a esta crisis, se añadieron siete plazas más en la Unidad de Cirugía Mayor Ambulatoria y otras cuatro en la Unidad de Reanimación Postquirúrgica. Además, se prepararon diez camas en las zonas de quirófanos y doce en la Unidad de Recuperación de Postanestesia.
El aumento de casos graves obligó al Molina Orosa a reconvertirse por completo, utilizando gran parte de sus espacios como zonas COVID. La Navidad “rompió por completo” al personal sanitario, tal y como ha explicado el director médico del centro, Carlos García Zerpa. Si bien, el número de personas ingresadas en planta hospitalaria se ha reducido a la mitad en un mes.
El cansancio invade los colegios
A la vuelta de Navidad, el CEIP César Manrique Cabrera vivió sus peores semanas desde que comenzó la pandemia. El número de alumnado en cuarentena creció y también se identificó un positivo en una clase de Primaria. Sin embargo, no hubo contagios dentro del aula. El docente José Juan Romero teme que después de Semana Santa ocurra lo mismo “si no hay una restricción especial”. Esta escuela, ubicada en el pueblo de Tahíche, es un lugar amplio, abierto, con jardines y buena ventilación. Unas condiciones que favorecen las medidas anti-COVID. A pesar de ello, la situación es “agotadora”. “Nos estamos sacrificando, pero hay mucha gente que incumple y da rabia, porque los resultados no terminan de mejorar”, valora.
Para la directora del centro, Leonor Hernández, las secuelas de estas circunstancias sobre los niños ya son tangibles. Recuerda que tras el confinamiento severo de marzo, los menores volvieron con miedo. “Es extraño mirar a todos lados y ver a tus compañeros con mascarilla, no poder acercarte a ellos ni interactuar. Emocionalmente esto afecta”, explica. Los obstáculos para socializar, trabajar en grupos, compartir juguetes o usar materiales para manualidades son pequeños detalles que generan frustración y tristeza entre los pequeños. “Las clases telemáticas pueden funcionar para alumnado de secundaria, pero no para niños y niñas de seis años”, opina la directora. A estas dificultades se suma que en el centro hay alumnos con discapacidad auditiva. “Con la mascarilla es más complicado el trabajo con ellos”, matiza.
El nivel 4 de alerta ha agravado la situación, ya que la vida social de los estudiantes se reduce al colegio. “No tienen el fin de semana para oxigenarse y llegan el lunes como si no hubiera habido fin de semana”, señala Romero. El colegio César Manrique Cabrera es además un centro de “deportistas”, pero ahora los menores tampoco tienen la opción de jugar ni “descargar energías corriendo en un campo detrás de un balón”. “Lo único que cambia es que tal vez han visto una hora más de tele”, añade la directora.
Leonor insiste en que los centros educativos están jugando un papel fundamental durante esta crisis sanitaria y económica. “Los colegios permiten tener un lugar donde dejar a los niños mientras los adultos van a trabajar. Ahora mismo somos el soporte del sistema de desarrollo económico”.
Sin deporte en grupo
En este nivel de alerta, el deporte también ha sido castigado. Solo se permite el ejercicio individual al aire libre, en un espacio en el que se pueda garantizar la distancia interpersonal de dos metros. Los deportes de equipo ni las prácticas donde esta separación no esté garantizada no pueden practicarse. Tampoco aquellos que se desarrollen en zonas interiores. En cuanto a los eventos deportivos, solo pueden celebrarse los profesionales. Los que no lo sean, se celebrarán únicamente si los deportistas mantienen la distancia de seguridad de dos metros permanentemente.
Esto ha sentado mal al club de fútbol de la isla, la Unión Deportiva Lanzarote, ya que la imposibilidad de entrenar en la ciudad deportiva sumada a la exclusión del equipo de la competición de Tercera División hasta que la isla no baje de nivel pone al grupo al borde del descenso. En un comunicado, la Unión Deportiva critica “la falta de compromiso” del Cabildo insular con el deporte, por “no velar por los intereses de los clubes que pasean el nombre de la isla por el Archipiélago”.
Refugiarse en la cultura
Dentro de una emblemática librería de la zona más antigua de la capital, Jordi atiende a una familia que busca entre las estanterías repletas de obras una en la que sumergirse. La literatura se ha convertido en uno de los salvavidas a los que ha recurrido la población lanzaroteña durante la pandemia. La obligación de cerrar a las 18.00 es la restricción que más ha afectado al sector, ya que era a partir de esta hora cuando los clientes tenían un hueco para pararse a buscar una lectura. ‘“La necesidad de leer ha hecho que los lectores terminen adecuándose al nuevo horario”, cuenta Jordi.
Para él, el libro ha sido el elemento mágico al que se ha aferrado la población desde el confinamiento de marzo. Asimismo, la literatura también ha llenado el hueco que han dejado los límites a la vida social. “No puedes viajar de forma física, pero la literatura te permite navegar a otros mares, y también son una infinita fuente de información”.
Lanzarote está “cansada”. Su población intenta sobrevivir al día a día, con la mirada puesta en un futuro que se asemeje a la rutina de antes: “Ahora debemos protegernos. Así, las visitas a nuestra familia y los abrazos estarán un poco más cerca”.