Siempre me ha sorprendido que muchos escritores, pintores y músicos que han llegado a ser importantes por sus creaciones, hayan tenido una vida muy corta. Por cuestiones diversas, desde duelos a suicidios, de accidentes a enfermedades, lo cierto es que un número sorprendente no pudo llegar a los cincuenta años; muchos de ellos, ni siquiera a los cuarenta. Me sorprende el hecho de que teniendo en cuenta la prisa con que se fueron, sin embargo, hayan tenido tiempo de dejar un legado tan importante, y, pasado el tiempo, tan perenne, tan eterno. Ante estos hombres y mujeres, siempre he sentido admiración y respeto por su gran capacidad para aprovechar el tiempo, lo poco que les fue otorgado. Había que tener, además, mucha suerte, en una época en que la ausencia de penicilina, convertía una infección seria o una tuberculosis en algo que podía ser mortal. Puede ser, que ellos y ellas fueran conscientes de que la noción del tiempo, y por ello, el cálculo de la existencia de su mundo, era la única que podía ser; y como lo más normal, es que no fuera muy larga debido a la corta esperanza de vida, se vieron obligados a emplear, de la mejor manera posible, el tiempo que tenían al alcance de la mano.
Nuestra noción del tiempo es distinta, porque nuestra esperanza de vida se ha dilatado. Pero no hay que fiarse; porque las memorias imaginadas se pueden transformar en una biografía escrita por otro. Quizá nunca podamos apreciar el tiempo como estos creadores hicieron, no podemos condensarlo como ellos; tal vez, ni siquiera, podemos ponernos en su lugar; mucho menos resistiremos una improbable comparación, porque sencillamente no les llegamos ni a los talones. Eran y siguen siendo mejores que nosotros. ¿Qué periodista y escritor de hoy en día, es mejor pluma que Manuel Chávez Nogales? ¿Quién ha escrito un libro sobre Nueva York más profundo que el de Lorca? Todo ha cambiado, todo es muy complejo. Pero lo que es verdad, es que la expresión creativa del ser humano a lo largo de la historia, sorteando multitud de dificultades, se ha ido asentando en nosotros de una forma persistente. Ese manantial nos calma la sed. Gracias a que esos hombre y mujeres no perdieron el tiempo, aun teniendo tan poco, hoy en día seguimos admirando la profundidad del legado humano que dejaron, la rotunda belleza de sus creaciones. Su vida fue corta, pero tremendamente fructífera.
El poeta palmero Félix Francisco Casanova no pasó de 19 años. El pintor canario Jorge Oramas no llegó a los 25 años y con esa edad tan joven, se fue el pintor e ilustrador británico Aubrey Beardsley; el poeta inglés John Keats y el compositor italiano Pergolesi fallecieron a los 26 años, de tuberculosis; Larra se suicidó a los 27 años; con esa edad, nos dejó el pintor Masaccio y sólo un año más, vivió el también pintor, Egon Schiele; con 29 años se fueron Stephen Crane y Raymond Radiguet; con 30 años partieron P. B. Shelley, Emily Bronte y Silvia Plath; a los 31 años de edad, nos abandonó Schubert, además, sin que nadie se diera cuenta; lo mismo ocurrió con J. Kennedy Toole; Miguel Hernández murió a los 32 en una cárcel franquista; Lérmontov y Garcilaso de la Vega no pasaron de 33. Heinrich Von Kleist se suicida junto a su novia, gravemente enferma de cáncer, a la edad de 34 años; Mozart partió con sólo 35, sólo tres personas acudieron al sepelio; Simone Weil, Alejandra Pizarnik, Bécquer y Pushkin, al igual que los pintores Modigliani y Parmigianino, llegaron, solamente, a los 36; Lord Byron, no pudo con unas fiebres tifoideas en Mesolongui, a la misma edad que Rimbaud no pudo con una gangrena en Marsella, ni Van Gogh con la herida de un arma de fuego, a los 37 años; García Lorca fue fusilado, sin piedad, teniendo 38; preguntad a la luna que ya nunca fue la misma: ¿dónde está el amado cuerpo?; a esa misma edad nos dejó Mendelssohn, Marcel Schwob y el poeta venezolano Jorge Gustavo Portella; sólo 39 años tenían, el poeta y soldado Jorge Manrique y Boris Vian, al igual que Kafka y Chopin; ni Allan Poe ni Jack London superaron los 40, ni Leopardi ni Dylan Thomas los 41; Maupassant, Jean Austen y Roberto Arlt, se quedaron en 42; Vermeer no pintó más después de los 43 años, ni Nikolái Gógol pudo volver a coger su pluma; Stevenson, Chéjov y Antoine Saint-Exupéry fallecieron a los 44; David Thoreau a los 45 e Isaak Bábel y Sor Juana Inés de la Cruz a los 46; Gógol, Osip Mandelshtam, Gérard de Nerval y Manuel Chávez Nogales, a los 47; Rosalía de Castro nos dejó con 48 y la poeta rusa, Marina Tsvietáieva, abandonó este mundo con sólo un año más, con 49. Ninguno de estos grandes creadores pudo cumplir la cincuentena. Roberto Bolaño sí, al igual que Jeanne de Vietinghoff, pero no pudieron cumplir ni un año más. Al muy querido escritor canario, Alexis Ravelo, hace pocos días se le paró el corazón con 51 y con esa misma edad, el cuerpo del poeta palmero y amigo, Leocadio Ortega, apareció flotando en las aguas del muelle de Santa Cruz de La Palma.
Son muchos más, quizá menos conocidos u olvidados por el paso de los siglos. Si añadiera científicos, matemáticos, actores y actrices, estrellas del jazz, de la salsa o de la música rock, tan inclinada al exceso, y por supuesto, también deportistas, el listado sería mucho mayor. Por otro lado, el párrafo de las pérdidas tempranas donde he puesto un punto y aparte, el listado de los que se fueron demasiado pronto, nunca es definitivo. La muerte y su voracidad continúan al acecho y el día menos pensado habrá que añadir a esa relación otro nombre. Como pueden observar, no es necesario ir muy lejos para comprobar que la muerte acude presurosa y sin falta, a reclamar para sí lo mejor que tenemos. Aquí mismo, en una isla de ochenta mil habitantes, hay más de un ejemplo del halo trágico que parece perseguir a los creadores. En mi pueblo, un prometedor pintor de mi época, que había llamado la atención en la facultad de Bellas Artes en Tenerife, Toño Toledo, decidió poner fin a su vida con 25 años. Los que han gobernado desde los ochenta en Los Sauces, no han creído necesario llamar a un comisario, reunir su obra, confeccionar un catálogo y hacer una merecida exposición. Hay muertos cuyo legado está sellado por el abandono de los que administran lo público. La no defensa de la cultura por parte los responsables políticos, nos lleva siempre a algún tipo de ignominia o directamente a una injusticia social. Si la muerte es siempre un olvido, los vivos, a veces, lo incrementan. Barro al barro. El último gesto de una obra, el que cierra la tapa del libro donde la creación queda guardada, nos deja ante la desolación de la pérdida de una voz, de una mirada, de una melodía que ahora se ha callado para siempre. Si conoces a la persona, si sabes el cuerpo y el aire que la distingue, el dolor es tremendo; y si admiras y aprecias su obra creativa, el dolor es profundo. Y la pena, la pena siempre es grande. Tras su partida definitiva, esto he sentido con John Berger, con Rafael Sánchez Ferlosio, con George Steiner, con Juan Eduardo Zúñiga y muchos más.
Los que tenemos la suerte de estar vivos, los que podemos formular preguntas para las que no hay respuesta, asumimos esa parte que ha quedado huérfana para siempre y realzamos y ponemos en valor, las virtudes del ser que ha fallecido cuando aún le quedaba mucho por delante. Toda persona que fallece, deja tras de sí un mundo que esa persona representaba; palabras, gestos y hechos que no olvidamos porque dieron sentido a nuestra relación, mientras nosotros íbamos desvelando los enigmas de la vida. Un anciano sentado en un banco, encierra más complejidad que el ‘Ulises’ de James Joyce o que ‘El jardín de las delicias’ de El Bosco. Creo que, en realidad, no sabemos lo que perdemos cuando fallece alguien. Puede que cuando es alguien querido o amado, creemos saber algo más de ese ser tan cercano, pero yo no estoy tan seguro de que sea siempre así. En ciertas ocasiones lo cercano entra en modo alejamiento. Si la parte que aflora es mayor por la cercanía y la costumbre, sin descontar la curiosidad amorosa en sí, lo que permanece oculto es siempre más o menos lo mismo: de diez posibles, nueve partes bajo el océano del subconsciente. Lo que conocemos del anciano sentado en la plaza bajo las jacarandas, es muy poco en relación a lo que él puede mostrar del mundo. Y sin embargo, ahora no hay quien le escuche y además sus sentidos se apagan. Se queda aislado. Quizá tienen más historias que contar los que se aproximan al final del trayecto, incluso, los que están en el cementerio, que los que se afanan en la lucha cotidiana de la existencia. El haber vivido mucho tiempo produce un filtrado que limpia de las historias o de la narración, lo que no sirve, lo superfluo. Y es de agradecer en un mundo tan barroco y obsceno. El relato de un anciano es esencial; enseñan las cicatrices; pero cuando lo hace alguien joven y bordea la esencia, es merecedor del elogio. Así es la condición humana. Mientras tanto, los poetas, escritores, músicos y pintores, que además de vivir como un ciudadano entre otros ciudadanos, dejan un legado imperecedero que seguirá haciendo mella en los que aún no han nacido, intentan seguir vivos. Es una lástima que se pierda lo que el anciano podría contarnos y es una alegría que otros, con muy poco tiempo, hayan acertado a dejarnos la herencia de una voz o de una mirada. Ese legado es una lucha contra la muerte y el olvido. Lo que mujeres y hombres han donado al mundo como hecho creativo, es un misterio, tiene un carácter insondable; pero es nuestro misterio. Cuesta la vida comprender los secretos de la existencia y es difícil penetrar en la niebla de los siglos. Lo que ha logrado desvelar el ser humano en las circunstancias más adversas, el sufrimiento y la dicha, el miedo y la valentía, la experiencia y los sueños, es parte de nuestra manera de interpretar el mundo y así lograr que la vida pueda contener algo que la hace indispensable. Y que no es otra cosa que la necesidad de la justicia y la búsqueda de la belleza en cualquiera de sus múltiples formas.
En ‘Relato de los últimos días’ (Letra capital, 2020), Francisco Javier Pérez, nos ofrece estas palabras: “En los meses de enero y febrero del terrible año 1939, moría el escritor W. B. Yeats y W. H. Auden escribía la entrañable elegía en su memoria, cuyos primeros versos aprestan el tono para el tránsito funerario”:
“Desapareció en lo más crudo del invierno:/ los arroyos estaban helados, los aeropuertos casi desiertos,/ y la nieve desfiguraba las estatuas públicas; el mercurio se hundió en la boca del día agonizante./ Los instrumentos de que disponemos coinciden:/ el día de su muerte fue un oscuro y frío día”.
Continúa diciendo el escritor venezolano: “ocho meses antes (Auden) está convencido de que las entrañas de los hombres vivos son palabras transformadas de un hombre muerto, como inscribe en su poema sobre Yeats, recordándole a la tierra que está recibiendo al más honorable de los invitados: ”aquí descansa William Yeats./ Deja que la vasija yazca/ de su poesía exhausta“.
A nosotros, los vivos, nos queda la tarea de escribir necrológicas como le sucedía al viejo periodista, el entrañable personaje de la novela ‘Sostiene Pereira’, de Antonio Tabucchi, que de modo tan convincente interpretó Marcelo Mastroianni en la película homónima. Y no se nos ocurra quejarnos, pues sentir dolor, no es otra cosa que estar vivo. De todos modos, siempre es mejor escribir de los creadores cuando ellas o ellos están presentes. Nuestra cultura judeocristiana donde hay que ir al cielo para conseguir lo prometido o más bien, la influencia latente que ejerce esa tradición en nosotros, hace que mientras por un lado, la muerte es un tabú del que no se habla delante de los niños, por otro, es a partir de la muerte cuando alguien empieza a ser realmente valorado en su justa medida. Rendimos culto a los muertos. Ahora que ha fallecido el poeta, editamos sus obras completas en tapa dura; ahora que venimos del sepelio de la pintora, vamos a organizar una gran exposición; ahora que ha muerto el compositor, el próximo festival de música estrenará una de sus sinfonías. La muerte nos mete prisa y queremos arreglar tanto olvido reiterado. En China se rinde culto a los antepasados; allí es algo sagrado, pues no tienen otros dioses. Aquí, en Occidente, los vivos permanecen en un cierto letargo como si estuvieran dejados de la mano de Dios, pero eso sí, una vez que mueren, se rinden homenajes y se levantan altares. Un reconocimiento que ya no pueden disfrutar. Con nuestra conciencia tranquila, regresamos a casa con el tomo de las poesías completas del poeta fallecido y del que sólo conocíamos el nombre. Hay excepciones, como el escritor Alexis Ravelo, que con cincuenta años ya había sido nombrado hijo predilecto de la ciudad de las Palmas de Gran Canaria y era alguien muy apreciado. También es una excepción, el hecho de que el pintor Cristino De Vera, estando vivo, disponga de una fundación con su nombre en la ciudad de La Laguna, donde se realizan exposiciones y otras actividades culturales.
El valor de los que se fueron jóvenes dejando una obra que ha perdurado, es que habiendo vivido pocos años en un tiempo cargado de dificultades y sin muchas defensas ante la adversidad, lograron por encima del olvido habitual, hacernos llegar un legado que forma parte de nuestra esencia, que llevamos dentro sin saber muy bien por qué, pero sin el cual nos sentiríamos perdidos. Ante estos hombres y mujeres tan admirables, estaremos siempre en deuda. Destacar su valía es defender la Cultura. Con respecto a su corta vida, sentimos “el desamparo de los veladores en los cuartos fríos”, sentimos ausencia y orfandad y no podemos dejar de preguntarnos qué habrían creado si hubieran dispuesto de una vida más longeva. ¿Qué frescos Masaccio? ¿ Qué pinturas Vermeer? ¿Qué lied hubiera compuesto Schubert? ¿Qué sonata para piano Chopin? ¿Qué concierto para violín Mozart? ¿A dónde hubiera llegado la poesía de Lorca, de Byron o de Pushkin, si el pelo se les hubiera encanecido? ¿Qué drama de Von Kleist? ¿Qué relato de Chéjov? ¿Qué novelas de un Stevenson en puerto, de un Kafka con setenta años? ¿Qué poemas de Rosalía de Castro con nietos, de Marina Tsvietáieva una vez caído el telón de acero? ¿Qué ciudad de Las Palmas hubiera descrito Alexis Ravelo en 2040? Inútil preguntarse; los dioses ya han hablado. Y han dicho que es suficiente.
ÓSCAR LORENZO
San Andrés y Sauces