Antonio Govantes
Al abrir la ventana supe que se había ido. Mi hija pequeña entró en la cocina y dijo: “Soñé que Anto se había muerto”. Así lo dijo. Con esa tristeza dulce de quien quiere a alguien y teme perderlo. No era un sueño. Era cierto. Antonio Govantes se ha ido. Se durmió para siempre y mis hijos lo han sentido como se siente algo que es de uno. Porque Anto era algo nuestro, tanto, que mucha gente pensaba que éramos familia. Y lo éramos. Su madre y la mía, su madre y mis tías compartían asiento, bordados y chascarrillos a los caminantes que bajaban por la Cuesta del Planto; sus hijos y los míos han crecido a la par y muchos de sus recuerdos van unidos a nuestra casa de Garafía corriendo detrás de lagartos o recolectando piedras y semillas de colores.
Anto salvó a mi hija mayor de la muerte cuando era una niña aquella mañana que se la llevó el mar mientras todos reíamos al sol y veíamos el golpear del mar contra las rocas. Él se arrojó al vacío antes de que ella llegara al agua y la sujetó por el aire. Eso no se olvida. Yo no olvido el miedo a perderla, sus ojos de terror y las heridas de quien intentó salvarla. No se olvidan las bromas, las caminatas por el Barranco del Río, las excursiones a Garafía para escuchar las historias del molinero de Santo Domingo. No se olvidan las parrandas y la música en lo que un día fue el patio de mi abuela en el Planto, los partidos de fútbol, los besos de agua bendita, el chocolate caliente y el pan frito de Paulina, el miedo a perder la luz del atardecer en los pinares, el baile y los niños en el patio jugando a ser felices.
Nunca olvidaré su amistad, su gesto melancólico recubierto de impaciente ternura. Su actitud de patriarca detrás de una fingida distancia cuando todos sabíamos del amor que encerraban sus silencios, su calma aparente, su simulada lejanía cuando realmente estaba allí vigilando el rebaño, las raíces, las cosechas, sonriendo siempre con aquella displicente distracción frente al mundo. Pero siempre supe que allí estaba acechando el ganado, los cambios de rumbo de cada miembro de la tribu, oteando las nubes para evitarles tempestades aún mayores. Por eso, al saber que se ha ido, he pensado en ellos, en la pérdida de ese brazo protector que parecía cubrirlos los días de tormenta; he pensado en los amigos que lo acompañaron en otros tiempos y hacían fiestas de sus bromas y su música cuando los acompañaba al acordeón; y he pensado en mí y en cómo me salvó de la tristeza cuando volví a La Palma derrotada y malherida.
Y me he asomado a la misma ventana de hace ya muchos años y me he puesto a mirar las palomas de entonces por si decide volver.
Elsa López, 29 de noviembre de 2024
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