Espacio de opinión de La Palma Ahora
Barranco de colores en Garafía
El ser humano aborrece todo en lo que no deja su impronta, en lo que, en una u otra manera, no sacia su ansia de manipulación y contribución protagonista. Se arguye cualquier idea, bien sea arquitectónica, progreso social, y en este caso, en los barrancos de Garafía, cultural, para perturbarla, hacerla propia, estampar su huella, y aborrecerla, porque considerar que la naturalidad que la conforma debe ser modificable es aborrecerla.
En La Palma han decidido unos cuantos que el pintor y escultor vasco Agustín Ibarrola estampe sus estridentes colores en parte de la orografía de Garafía, como cenit y cumbre de su obra, y lo han hecho sin tener reparo alguno de lo que piense o sostenga la población que en ese hermoso lugar reside, o la que, por otro lado, dicte una posible referéndum de toda la ciudadanía isleña. Ese es el miedo, el temblor de la palabra, de la posibilidad dada: que les digan que no. Y es que una cosa es la exposición de su obra de manera itinerante en locales y salas culturales, y otra, bastante diferente e irreal, insultante y egocéntrica, es imponer su colorido en el barranco de dicha población, y que quede ahí eternamente, de por vida, que se desvalije y se atente contra el paisaje de tranquilidad y sosiego, contra los colores naturales, contra el verdor proclive y emergente de la primavera, contra el candor hogareño del marrón que provoca el desgaste del otoño, y contra la neblina serena que deambula en invierno. Nada. No han tenido en cuenta nada. El protagonismo como único camino.
No puede ser, inconcebible desde todos los puntos de vista, que la narcisista obra golpeé el espectáculo natural y se desplieguen e impriman colores impropios, como excusa para que esa zona norteña acumule visitantes y notoriedad nacional o internacional. Si atentamos contra la noción real del paisaje y la naturalidad de nuestro entorno, atentamos contra la esencia que nos ha sostenido y nos sostiene, que nos define y nos caracteriza, y desvalijamos y desmembramos toda herencia próxima, la de otras, los que vendrán.
La cultura como otros tantos aspectos que convergen y se asoman al presente de la humanidad, debe alejarse y aislarse del protagonismo ególatra, de la imposición dictatorial que acuchilla y descuartiza todo a su paso.
El ser humano aborrece todo en lo que no deja su impronta, en lo que, en una u otra manera, no sacia su ansia de manipulación y contribución protagonista. Se arguye cualquier idea, bien sea arquitectónica, progreso social, y en este caso, en los barrancos de Garafía, cultural, para perturbarla, hacerla propia, estampar su huella, y aborrecerla, porque considerar que la naturalidad que la conforma debe ser modificable es aborrecerla.
En La Palma han decidido unos cuantos que el pintor y escultor vasco Agustín Ibarrola estampe sus estridentes colores en parte de la orografía de Garafía, como cenit y cumbre de su obra, y lo han hecho sin tener reparo alguno de lo que piense o sostenga la población que en ese hermoso lugar reside, o la que, por otro lado, dicte una posible referéndum de toda la ciudadanía isleña. Ese es el miedo, el temblor de la palabra, de la posibilidad dada: que les digan que no. Y es que una cosa es la exposición de su obra de manera itinerante en locales y salas culturales, y otra, bastante diferente e irreal, insultante y egocéntrica, es imponer su colorido en el barranco de dicha población, y que quede ahí eternamente, de por vida, que se desvalije y se atente contra el paisaje de tranquilidad y sosiego, contra los colores naturales, contra el verdor proclive y emergente de la primavera, contra el candor hogareño del marrón que provoca el desgaste del otoño, y contra la neblina serena que deambula en invierno. Nada. No han tenido en cuenta nada. El protagonismo como único camino.