Los Carnavales como lugar de la norma
Ahora que ya se ha cerrado, otro año más, la festividad de los Carnavales, se ha enterrado y quemado a la sardina, se ha teatralizado el sufrimiento de las viudas, se ha connotado a los entierros de otra significación que, en cualquier otro momento, podríamos criticar por estigmatizante. Creo que es el momento de hacer reseteo, de curarnos de la resaca física y emocional y re-visitar las fiestas desde una mirada, un tanto, crítica. No vengo aquí a hacer lavado de conciencia, que no se me malinterprete. Simplemente me gustaría señalar una de las tantas cosas que considero que deberíamos, como sociedad, prestar atención de las fiestas.
Debo aclarar que este artículo podría hacer mención a otros muchos factores que intersectan en dicha festividad como: la cantidad de residuos que se generan en las fiestas populares, o la mercantilización de costumbres importadas que deshacen la esencia de nuestras manifestaciones culturales (debo agradecer a Valeriano Weyler Ramos por poner el foco de atención en un tema del que no me había percatado). Pero, en este caso, me centro en la utilización del disfraz como medio para seguir perpetuando las discriminaciones sexistas sobre la representación de la mujer y sobre el lugar de la masculinidad como industria de identificación y de deseo.
Pero no nos adelantemos, lo primero es lo primero. El Carnaval es el único momento en el que un hombre se puede vestir de mujer y que (en algunos casos) no haya malentendidos ni sobre su orientación sexual ni sobre su construcción de la identidad. Que no se le coloque en una nueva categoría social, no se le juzgue ni se le interpele. Eso sí, siempre que su “masculinidad” aunque sea a través de un disfraz sea visible y validable. El hombre se puede disfrazar de mujer, pero siempre tiene que dejar a la vista que sigue siendo un hombre. Tiene que mostrarse rudo y pelearse si fuera necesario, tiene que caminar con las piernas separadas, tiene que ligar con las mujeres de su alrededor, tiene que seguir siendo “un hombre de verdad”, lo que disfrazado. Es decir, tiene que mostrar su “hombría” como lugar de conocimiento común, tiene que alejarnos del valle inquietante (teoría propuesta desde el campo de la robótica que he conocido gracias a Roy Galán) para permitirnos, de un vistazo, poder clasificar lo que estamos viendo y que no nos genere extrañeza.
En este punto, podríamos hablar de nuestra mirada plumofóbica y de cómo nuestra sociedad valora “que no se te note”, que no generes incomodidad en quien te mira. Es decir, te puedes disfrazar de mujer, pero que no se te note ningún tipo de pluma, que no haya duda de que es un disfraz y no una manera de expresión identitaria. Esta es otra cuestión que me resulta curiosa. El “hombre de verdad”, el hombre (prioritariamente) heterosexual se disfrazará de mujer en Carnaval, pero siempre lo hará desde una posición sexuada y misógina. No irá vestido de abogada o de presidenta del Gobierno, irá de enfermera sexy, de princesa sexy o de bailarina sexy (con tutú y sin camiseta). El “hombre de verdad” entenderá los Carnavales como el momento oportuno en el que poder volver a su casa, al patriarcado, para poder caer (sin ningún tipo de remordimiento) en los roles de género y en el sexismo más extremo. Será el momento ideal de poder seguir estereotipando e hipersexualizando a las mujeres, colocándonos en un lugar de cosificación compartida, ridiculizando nuestros cuerpos y comportamientos.
Por su parte, en el otro extremo de la verbena, tendremos a otro tipo de hombre, al que será llamado como “mariquita” o “maricón”, al que por no mostrar (lo suficiente) su hombría y virilidad –ya sea por llevar purpurina o flores, o por disfrazarse de otras maneras que se separan del patrón patriarcal–, será clasificado como homosexual. Porque los Carnavales no dejan de ser otra expresión más de las normas de control de nuestra sociedad. No se separan de los sesgos sexistas u homofóbicos, los multiplican. En esta festividad ser homosexual tiene que seguir siendo una cuestión de ámbito privado, en la fiesta de calle (no entro aquí a hablar de la cultura drag) se sigue legitimando y aceptando la heteronormatividad como “normatividad naturalizada”. Siguen sin existir otras maneras de encarnar la masculinidad más allá de la norma.
Aunque nos parezca que no es así, los cuerpos “masculinos” no nos hablan de una identidad o de un deseo determinado, pero las personas seguimos empeñadas en la clasificación. Los cuerpos no cambian, es el ejercicio político de mirar el que nos coloca. Seguimos pensando que es la lectura global que hacemos sobre los cuerpos la que nos dice quién eres y qué deseos tienes, pero estamos muy equivocadas. Mientras, la norma lo tiene claro: no cruces al valle inquietante, porque no podrás volver.
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