La ceguera del faraón

San Andrés y Sauces —

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Según el Libro del Éxodo del Antiguo Testamento, las diez plagas de Egipto ocurrieron una detrás de la otra porque el faraón nunca hizo caso a las advertencias que Moisés y su hermano Aarón le iban presentando a petición de su dios. Todo ello para poder liberar a los hebreos que se hallaban retenidos como esclavos. Para empezar, esperaron a que la comitiva náutica del faraón se arrimara a tierra y tras la negativa de éste a tener piedad, Aarón tocó con su vara de almendro las aguas del Nilo y se tornaron rojas e inútiles para beber pues se convirtieron en sangre. A esta primera plaga le sucedieron otras, como invasiones de ranas, piojos y mosquitos, pestes del ganado, úlceras, lluvia de fuego y granizo, tinieblas, todas ellas acompañadas al poco tiempo de otras tantas negativas del faraón a poner en libertad a los hebreos, menos en la última, porque la muerte de los primogénitos le hizo cambiar de opinión. Más tarde se arrepintió y al perseguir a los judíos que ya cruzaban el mar Rojo gracias a que Moisés había logrado separar las aguas, pereció con su ejército al volver éstas a ser reunidas ante la vara que Moisés levantaba.

La interpretación teológica afirma que se trata de demostrar la supremacía del dios Yahvé sobre las deidades egipcias y puntualiza plaga a plaga y deidad concreta atacada por cada una de ellas. Otras interpretaciones establecen posibles analogías con las consecuencias que sobre el Mediterráneo y más allá tuvo la terrible erupción volcánica de la isla griega de Santorini en 1500 a. C. Son muy diversas las explicaciones de eruditos de la Biblia y especialistas en todo el mundo, pero nos hallamos ante un mito. Y una de las cualidades del mito es que surge para poder abordar sucesos inexplicables. Recurrimos a la simbología para enfrentarnos a una cadena de desdichas que nos envían los dioses o cualquier otra circunstancia con otro nombre, como destino o herencia que, en definitiva, se le asemejan bastante. Necesitamos ser acompañados en la desgracia, no sentirnos tan solos en unos momentos de dificultad, de dolor y pena, es siempre aconsejable. La mutación que producen las catástrofes no sabemos si tiene un carácter negativo o positivo sino a posteriori. Y a esperar no estamos acostumbrados. Llegados a una cierta edad, hemos aprendido a base de ser estampados contra el suelo que los males nunca vienen solos. Se adhieren como el polvo al sudor, como las moscas a la miel. Ocurre algo y eso tiene consecuencias sobre algo y esto sobre otra cosa y sin darnos cuenta nos enfrentamos a una escalada de vértigo sin una explicación lógica. Y entonces, nos sentimos perplejos; por decirlo de la manera más suave posible.

Del mito de las diez plagas de Egipto, modestamente extraigo que al quedar los hebreos al margen del daño de los castigos, los que de verdad sufrieron las plagas por la tozudez de su faraón, fueron los pobres egipcios. Siempre paga el pueblo los delirios de aquel que gobierna de un modo impío. El pueblo ucraniano en gran medida y el pueblo ruso en menor modo, están sufriendo las consecuencias de la negativa del faraón Putin a las recomendaciones de algún Moisés francés o algún Aarón chino. Las plagas se suceden cada día ante la vista de todos. Al igual que la erupción de Santorini, la influencia de la guerra de Ucrania llega hasta nosotros. A la inflación, más inflación y a la crisis, más crisis. Una catarata de calamidades se abate sobre el mundo. El cielo antes azul, ha enrojecido. Al futuro le han salido ranas, frases cortadas, verbos ciegos, falsos predicados. Tinieblas en Europa, lluvia de fuego sobre la nieve. “Si se acaba el pan es que los bolcheviques están a las puertas de Kiev”, decía el maestro Juan Martínez que estaba allí, allí en la novela extraordinaria que lleva el mismo título, de Manuel Chávez Nogales. Si no hay agua potable y se acaba la gasolina es que la guerra empieza a hacer daño; mujeres, ancianos y niños desplazados, buscando cobijo al otro lado de la frontera, dejando atrás su mundo; caos y desorden, los puentes destruidos; los hombres entre 18 y 60 años movilizados, civiles que empuñan armas contra unas fuerzas armadas brutales; de nuevo dos ejércitos, en este caso muy desiguales, que se van a enfrentar en línea en territorio europeo, la asimetría de los enfrentamientos; de nuevo la retórica de los buenos y los malos según bandera; el peligro de la extraña normalidad que le damos a todo esto de la escalada bélica y el gasto militar y todo ello por cuestiones morales o de seguridad. Los ojos como chernes. Cambio radical de mentalidad. ¿Qué decir a los niños y a las niñas en el colegio después de tanta estrategia para la paz. ¿Cuántas plagas van? Seguramente más de diez. ¿Quedan más por venir? Nuestro dios no tiene fuerza suficiente para doblegar al faraón.

Hasta Alejandro Magno no quiso distinguir entre buenos y malos de un modo tan simple como le pedían los suyos, porque sabía que entre los persas había buenos y entre los griegos había traidores, sabía que ser bárbaro no es condición para ser malo, ni civilizado para ser bueno. Además de esto, Alejandro sabía más cosas, igual que Julio César, pues teniendo un inmenso poder fueron consecuentes y comprensivos, en contra de la desmesura habitual de quien lo suele poseer sin saberlo administrar. Estos últimos, ahora suelen ser de corte fascista, como Putin, amigo Donald Trump y de la Liga Norte italiana, invitado de honor a la boda de la hija del nazi Jörg Haider en Viena, relacionado con el franquismo de Vox y la política de extrema derecha de Finlandia y Eslovenia. Salen de las alcantarillas los nuevos fascistas como las ranas salían del Nilo en una de las plagas de Egipto. Qué lejos queda Alejandro y su prudencia, aceptando que no era recomendable cruzar hacia el norte el río Sir Daria (Jaxartes para los griegos), un río de más de tres mil kilómetros que naciendo en el actual Uzbekistán, va a morir al noroeste del mar Aral y que estaba considerado como la puerta de la estepa. Sus aguas nacaradas marcaban la frontera de las tierras civilizadas de Persia y las llanuras de Asia Central, con las tierras indomables e infinitas de la estepa. Se lo dijeron los persas que perdieron a Ciro II en el intento de atravesarlo y conquistar a las tribus invencibles del norte. Por eso Alejandro bajó hasta la India. Hay fronteras que no deben ser cruzadas hacia el norte. Pero sin embargo, muchas veces han sido invadidas hacia el sur. Los partos, los turcos, los mongoles cruzaron el Sir Daria y bajaron hasta Mesopotamia y llegaron hasta el Mediterráneo en numerosas ocasiones, pero nadie pudo cruzarlo en sentido contrario. La OTAN no ha sido tan precavida en sus fronteras como fue Alejandro Magno con el río Sir Daria. Estados Unidos nunca tuvo en cuenta las recomendaciones de los expertos, ellos hicieron caso a los halcones, a las presiones de la industria militar y al hecho histórico de debilitar a Europa para que ésta no tuviera más remedio que depender de ellos. La alianza atlántica ha ido más allá, y ahora Putin ha venido más acá. Así de simple. En medio, los ucranianos y las ucranianas. Así de complejo. Una pura injusticia. En una entrevista a Eric Hobsbawm para la revista Archipiélago número 45, ante una cuestión sobre el poder de Estados Unidos y su capacidad de controlar los males de este mundo, el eminente historiador contesta:

“(Estados Unidos) quiere, pero no puede. Ni siquiera bastan sus increíbles adelantos militares y económicos. Debería reconocer sus propias limitaciones y contribuir a la estabilización del mundo. Por el momento no lo practica lo más mínimo. Tampoco las intervenciones de la OTAN han estabilizado el mundo. Al contrario”.

La entrevista es de 2001, podemos hacer un listado de plagas desde entonces hasta el momento crítico en que nos encontramos. La guerra contra Sadán del trío de las Azores (Bush, Blair y Aznar), que desestabilizó toda la región; los atentados de Nueva York, Madrid, Barcelona, Londres, París, etc., en venganza fundamentalista; la invasión de Afganistán que trajo un fortalecimiento del integrismo islámico avanzando hasta Siria; la guerra de Siria, tensiones en la franja de Gaza; el loco de Donald Trump en la Casa Blanca, presiones a Corea, tensiones con China por Taiwán; infinidad de conflictos en África, y desde hace ocho años, guerra en el Donbass que ahora se ha extendido a toda Ucrania. No tenemos más remedio que buscar culpables para este desaguisado. Quizá habría que intentar establecer la diferencia entre ser culpable y ser responsable. Asunto delicado. Haría falta una parábola y no recuerdo bien la de la mujer, el loco y el barquero. Pero vamos al grano directamente: Putin es el culpable de la invasión de Ucrania, y la OTAN (Estados Unidos) tiene responsabilidad en el asunto por sus pretensiones de crecimiento hacia el Este, hacia el otro lado del río Sir Daria que Alejandro no quiso cruzar. Así mismo, la culpa del terrible atentado del 11 de marzo de 2004 en los trenes en Madrid, con 193 víctimas mortales, fue del terrorismo islámico, pero Aznar que nos metió con mentiras en una guerra que nadie quería, tuvo mucha responsabilidad en esas muertes inocentes. Tony Blair nos mostró el detalle de pedir perdón, Bush se dedicó al alcohol y el matamoros español de Aznar aún insiste en que fue ETA. Después de calentar el asunto con asesores militares y embajadores sin comodín, sin capacidad de respuesta diplomática, reúnes a unos generales alrededor de un mapa e imaginas a otros generales sobre el mismo mapa en otro lugar y que hablan otro idioma. Cuando entraron a la habitación de altos techos, estábamos en tiempos de paz, pero cuando salieron finalizada la reunión, estábamos en tiempos de guerra. “Sin embargo existe una fuente de violencia ilimitada aún más peligrosa. Me refiero a la convicción ideológica imperante en los conflictos, tanto internacionales como internos, desde el año 1914: la de que la propia causa es tan justa y la del adversario tan odiosa que la utilización de todos los medios es no sólo legítima, sino necesaria, para alcanzar la victoria o evitar la derrota”, nos recuerda Eric Hobsbawm en Guerra y paz en el siglo XXI (Diario Público 2009). Por ello nos advierte que “esto significa que tanto los estados como los insurrectos tienen la percepción de poseer una justificación moral para la barbarie”. Bush con Irak y Afganistán, las torturas de Abu Ghraib y la vergüenza con calzador de Guantánamo, Turquía con los kurdos, Rusia con los chechenos y ucranianos pro europeos, Israel con los palestinos, los integristas contra Occidente, y muchos más conflictos, unos cuarenta en los dos últimos años, demuestran por sí mismos que “el ascenso de un colosal terror a lo largo del último siglo no es reflejo de la banalidad del mal, sino de la sustitución de los conceptos morales por imperativos superiores”, nos aclara el historiador británico. Llámense libertad, supuesta democracia, seguridad o las palabras de un profeta mal interpretadas, los “imperativos superiores” aludidos.

Después del Mayo del 68 en Europa, después de la invasión de Vietnam por Nixon y las protestas de los setenta en su contra, la percepción de los ciudadanos con respecto a la guerra cambió considerablemente y ya no estaban dispuestos a ir cantando himnos al frente de batalla y mucho menos a países lejanos. Tampoco estaban dispuestos a recibir féretros con la bandera en pago a supuestos sacrificios. De alguna manera el asunto militar se privatizó, siendo una cuestión de profesionales, incluso de mercenarios o de pobres, sobre todo inmigrantes. La industria del armamento fue siendo cada vez más un negocio floreciente. Sin embargo los países europeos mantuvieron el presupuesto militar nunca más alto del 0´5 % del PIB. Una batalla que la izquierda europea había ganado tras muchos años de esfuerzo. Pero todo cambia, Alemania ha anunciado que invertirá el 2% (muchísimos euros). Ahora con la guerra de Ucrania las buenas intenciones se han roto en mil pedazos. Todo este tiempo en que se ha intentado trabajar para la paz se ha perdido. Una Venus de cabellos dorados llora bajo un puente destruido y un Marte con ropa de camuflaje ríe sobre un vehículo blindado. La primera pintada por Caravaggio y el segundo por Goya. Y llevamos las dos obras a la próxima Exposición Universal en Dubái, para que la alta sensibilidad de los jeques y sobre todo, la de sus sirvientes filipinos, admire el dolor de Europa en dos lienzos.

Terribles inundaciones, olas de calor y vendavales, pandemia, confinamiento, parón productivo y comercial, inflación y crisis económica, dos años de restricciones, problemas mentales en el 67% de la población, con los sanitarios muy afectados y agotados; en el caso de los habitantes de la isla de La Palma, además de los incendios, hay que añadir la tremenda brutalidad del reciente volcán con graves consecuencias psicológicas, sociales y económicas, y ello que no es poco, sobre la tierra quemada de todo lo anterior. Y para rematar, esta guerra terrible y peligrosa que va a desestabilizar aún más el mundo. Cansados de tantas plagas, estamos angustiados, hemos perdido el humor y el apetito. Algún faraón tiene ceguera o es sordo, algún dios se está cebando con los egipcios que somos todos nosotros. Y no sabemos cuánto falta para la muerte de los primogénitos y poder cruzar en libertad el desierto de Sinaí.

En realidad, en una sangría constante estamos perdiendo cosas que nos había costado obtener, como por ejemplo: la fe en nosotros mismos. La crisis colectiva es más que evidente, pero la individual nos está sacudiendo de lo lindo, porque el peso que la crisis de la sociedad ejerce sobre el individuo es brutal y borra la tierra de sus derechos como si fuera la colada de un volcán arrasando los esfuerzos de toda una vida. Nunca habían estado tan entrelazadas las circunstancias exteriores y las interiores, pues no somos capaces de distinguirlas en estos momentos de zozobra. Y ya no sabemos qué pensar. Nunca en mi vida he visto niveles de angustia tan elevados, en mí mismo y en la mayor parte de aquellos que alcanzo a ver. Y viene la primavera que derrite la nieve y transforma en lodo los campos de batalla. Viene y altera la conciencia haciendo fluir más sangre a la cabeza, más sabia a las flores. Si pudiéramos levantar la cabeza le haríamos preguntas a las amapolas. Se aleja la belleza tras los ojos empañados de humo y miraremos la primavera como si fuera un eclipse lejano. Hasta parece otra, como si le faltara algo, y puede ser que seamos nosotros los ausentes; no nos vemos ni a nosotros mismos. Bajan turbias las aguas del futuro y no hay quien pesque, quien sepa pescar. Nadie cree ya en los milagros que generan abundancia, sino en las desgracias que producen escasez. Hasta que el faraón no tenga piedad, seguiremos ganando en desconfianza. Dejarlo todo atrás para seguir vivo. Si hay suerte. ¿Qué suerte cuando todo se lo llevó la colada? ¿Qué suerte cuando los puentes están destruidos? ¿Qué suerte cuando lo peor está por venir?, según dijo Macron después de hablar con Putin.

Días desorientados, días sin escribir porque no quería escribir sobre la guerra. Me pasa lo mismo que a Andrei Rublev, el monje pintor de iconos que no quería representar el mal en las blancas paredes del templo. Estamos saturados tras el volcán y demás calamidades, de tener que reflexionar sobre tanta desdicha. Al sumergirnos en las profundidades, perdemos oxígeno y racionamos el poco aire que existe, esperando poder salir a flote cuando las circunstancias sean menos adversas. Impera el desánimo, poca fuerza para pintar y poco entusiasmo con el mucho trabajo de las huertas. Y uno que quería ir a San Petersburgo, al museo Hermitage, pensaba ayer, mientras con un amigo sembrábamos las papas de verano. Para qué soñar, cuando en realidad no podemos ni ir a ver a San Pedro, el santo del barrio de Las Lomadas, al que ya no se le hace la fiesta y se queda triste, solo y sin limosna cuando arranca el verano. Tal vez, el sonido de unos voladores a final de junio; y por un momento, parece como si volvieran a sonar de nuevo las trompetas del cielo. Aquel cielo sin ausentes, sin pandemia, sin volcán y sin guerra. Todo tiene su ocaso. Abrí este párrafo para dejar de hablar de la guerra y ya ven ustedes. Es imposible abstraerse de la realidad, no queda otra que afrontarla. A no ser en dos circunstancias en que somos esclavos de una entidad superior, es muy difícil huir de lo que sale a nuestro encuentro. Una es cuando estamos locos y otra es cuando estamos enamorados. En la primera nos hallamos presos de nosotros mismos y la realidad queda inalcanzable porque no podemos abordarla; en la segunda somos prisioneros de otro y ese otro de nosotros mismos; en ese trance la realidad no posee ese lacerante dolor inevitable y pasa relegada a segundo plano. Así que este que escribe, como por ahora cree mantener la cordura y no se encuentra, ni en vistas de serlo, enamorado, no tiene más remedio que afrontar la realidad aunque no le guste.

Acosado el individuo, nos encontramos todos a la intemperie. En el fondo, nuestro estado natural. Sabemos que la herida es infinita y que no hay un camino preestablecido. Nos juntamos para protegernos y nos separamos para que crezca la hierba en ese alejamiento. Si encendemos la luz lo hacemos para lavar los platos sucios. El mundo se ha convertido en una cacharrería y la cabra loca de Putin ha entrado en ella. Al otro lado de la calle, en el teatro, se reúne una asamblea general de buenas intenciones. En la rambla y en la inmensidad de las plazas, los pobres peatones de la historia, que decía Manuel Vázquez Montalbán, intentan conseguir un poco de pan. Putin está a las puertas de Kiev, y no es una novela. Nosotros estamos ante la muralla destruida y ante las puertas de un mundo que no volverá a ser el mismo.

Hace tiempo que llevo escribiendo sobre dos cosas. Una, el impacto que la ilusión reiterada que es la realidad ejerce sobre nosotros, y otra, el olvido de la belleza de las cosas en el mundo y la pérdida de ese propio mundo en sí mismo. Sólo hay dos páginas: una para lo que viene y otra para lo que se va. El presente es el filo cortante e intransitable del folio. Si no advertimos la belleza de las cosas cotidianas, si todos los relámpagos pasan desapercibidos, mucho menos vamos a poder entender la compleja realidad que nos rodea. Si estamos ciegos para una cosa, también lo estamos para la otra. Percibir el mundo es descubrir la relación mutua que une las cosas, incluida aquella que las separa. Escribir es establecer esa relación, darle forma, hacerla visible. Aquello que ya no está, ocupa los espacios vacíos porque lo que amamos, por su propia consistencia, nunca se puede alejar del todo; por eso hay que agradecer a los muertos que no nos dejen solos en esta tierra baldía. El cable de alta tensión que nos une a lo intangible, viene cargado de otras voces que liberan la nuestra y la hacen posible. Gran parte de todo lo que escribo es siempre un diálogo con los ausentes. Con los que se hallan lejos y con los que están más cerca. Sin ausencia no hay escritura posible.

En esto de escribir una de las cuestiones fundamentales es ser sincero. Al margen de la normalidad de guardar lo privado o lo íntimo de lo público, acercarse a lo verdadero es siempre necesario. Porque todo lo hermoso que permanece se halla oculto tras un velo. Si se encuentra un o una novelista en la familia, seremos sacrificados antes que se ponga el sol. Sólo hay que escuchar un poco en los bares y en las terrazas, el desborde de intimidad sobre la barra o sobre las mesas. Hablamos con un megáfono, todo el rato en un monólogo sobre nosotros mismos, pero cuando leemos las intimidades de los poetas, nos ponemos en el papel del otro; lo que es una forma de ética. Y, entonces descubrimos que es como nosotros, o más bien que nosotros somos como él o como ella. Y se establece una relación de palabras, de verdades que se desplazan en un campo minado de interrogaciones. Aún así, se retiran las alambradas. Por eso, los que no encuentran semejantes se refugian en la literatura y descubren un mundo que se hallaba cerca y que no habían vislumbrado. El faraón está ciego. Una joven ucraniana rubia y bella, que ante la invasión decidió permanecer en Kiev, muestra su casa para RTVE; lo hace con encanto y con mucha suavidad va hablando mientras se ven las cortinas echadas, los galones de agua acumulados en una esquina; al abrir el frigorífico, se observa un caldero con la sopa, algunas viandas y dos, -repito-, dos botellas de vino echadas, que ese ángel eslavo, según decía con una sonrisa, guarda para celebrar la victoria. Me dieron ganas de llorar. Ante la timidez del mundo y su fragilidad, el sueño de un ángel y la voz desnuda de los poetas.

ÓSCAR LORENZO

San Andrés y sauces

Isla de la Palma

11-03-2022