“Ella misma se cree que ella es”

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Así dicen en Cuba, lo que aplicado a nuestra manera de expresarnos viene a ser algo así como “¿Quién se ha creído ella que es”? o lo que es más drástico: “¡Esta tía es tonta!”. Pues bien, existen a nuestro alrededor determinados prototipos de mujeres y de hombres (para los dos viene al pelo este dicho) que se creen especiales, diferentes, únicos en el mundo. Seres que han deformado su carácter a base de creerse sublimes en la tierra o, simplemente, en su barrio. La descripción es variada, pero hay un esquema al que obedecen la mayoría. Cuando se encuentren con lo siguiente ya pueden saber quién pertenece a semejante especie: caminan tiesas, cuello hacia atrás, mirada y labios sonrientes, caderas móviles, pies en alto, rodillas sin doblez. Si es hembra, suelen manipular la melena de una forma realmente difícil de imitar balanceándola de un lado a otro del rostro y los hombros; si es macho tienen el tronco prominente y la barriga prieta, los muslos acompasados, los dientes a la vista casi siempre y cuando hablan o se enfadan porque nadie los tiene en cuenta, suelen mover las dos cejas.

Hecho el retrato a vuela pluma la pregunta es ¿de dónde les viene ese comportamiento? No es nada científico, ni requiere análisis de ADN. No es genético, afortunadamente. Es un simple género derivado de la educación. También existen en el mundo animal. Si. Hay algunas especies que también adquieren esos rasgos que los definen y distinguen y, evidentemente, se debe a una mala educación de sus progenitores o del resto de la manada que les ha hecho creer que son especiales. Cuando vean una niña tirada por el suelo dando berridos y a una madre inocente intentando convencerla de que se levante, de que no va a comprarle lo que pide a grito pelado en mitad de un aeropuerto o en un supermercado y al rato vemos pasar a la niñita sonriendo con lo que quería en las manos sin una sola lágrima y que te mira como diciendo “¿lo ves? Soy más lista que tú. Ya lo he conseguido”, ya tenemos un caso en primicia. Ahí hay una futura muchacha altanera poseída de sí misma y creyéndose el ombligo del mundo, cogiendo pataletas ideológicas convencida de tener siempre razón; ahí tenemos a la mujer adulta soltando discursos sobre lo que ella decide que es la verdad sin dar cobijo a las demás formas de pensar. Ahí está dirigiendo espacios públicos, ayuntamientos y comunidades sonriendo a las cámaras y a la vida con una inocente apariencia que nos hiela la sangre.

Podría continuar poniendo ejemplos de niños que reinan desde la cuna y a base de gritos y patadas consiguen rendir a los educadores; niños que pegan, insultan, agreden y no admiten ni en clase ni en el hogar una palabra en contra, una opinión en contra, un gesto desfavorable. Ahí están esos adolescentes perversos y mal educados que retan a padres, madres, vecinos y profesores y te dan la espalda a la menor crítica, que silban o escupen para denigrar al otro, que pegan, apuñalan por un móvil o quítame el codo del pecho; ahí tienen a los adultos que no admiten discusión, que no saben lo que significa diálogo o razonamiento, que sólo saben levantar la voz o muros y fronteras para alejar lo que ellos consideran diferente a sus gustos o sus planes; ahí las tienen hablando en las redes sobre cómo hay que pensar, peinarse, vestirse, maquillarse, curarse, ligar, criar a los hijos etc., etc. sin un gesto de complicidad, sin margen de duda, sin nadie que les diga que no son más que pequeños seres altaneros y egoístas que se creen lo que no son ni serán nunca. Grandes monstruos sociales incapaces de dar su brazo a torcer, sentir solidaridad o amor por aquellos que no son ni piensan ni desean ser como ellos.

Vivimos tiempos complicados y esta especie se multiplica por doquier: en la escuela, en el barrio, en la ciudad y en los lugares más insospechados. Van apareciendo, como si fueran zombis de una mala película, en las empresas, en la literatura, en el arte, en la política, en los cuarteles, en los deportes, en las iglesias, mezquitas y sinagogas. Crecen y crecen por día revolviendo las nubes y aumentando precipitaciones de fuego y agua, llenándonos el cuerpo de heridas y el alma de enfermedades y sobresaltos. ¿Qué hacer? Nos preguntamos con tono de desamparo. Nada. No hay nada que hacer excepto plantar cara con las armas que encontremos a mano o huir a las montañas y a los desiertos, revestirnos de sabiduría y santa paciencia y dejar que llegue el diluvio universal y arrase con todo.

Elsa López

16 de diciembre de 2024

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