Durante las últimas décadas, y parece que en la futura también, hemos y estamos viviendo tan vertiginosamente rápido que la prisa ya es algo cotidiano en nuestras vidas. Mueren muchas emociones en la prisa, y eso es algo que ostenta tristeza, pero así lo he observado para después dejarlo entrar y que se pronuncie en mi interior, sin huir de ella. Para que nos entendamos, este artículo no tengo ni idea de a dónde se dirige, lo que sí sé es que no me voy a avergonzar por afirmar que es absolutamente necesario, seguramente, porque pretendo ser más razonable que tener la razón. Entiendan la diferencia.
Mi abuelo Luis, hace ya algunos años, como cualquier abuelo que ayuda a su nieto a desafiar un puzle, un espacio de legos o con la tarea absurda de los centros educativos, forjó en dos sillones, uno es mío, una especie de observatorio natural de los sucesos que nos rodeaban. Recuerdo que siempre empezaba por alguna anécdota histórica, incluso del paleolítico, para después enlazar con el pasado cercano, el presente y no tanto el futuro pues ahí comenzaba nuestra cárcel, la de las etiquetas de bohemios sin zapatos y sin camino, los pies en el aire y las musarañas mirándonos. Un observatorio social, igual que el Grantecan mira las estrellas, nosotros mirando el interior de las personas en una estricta y temerosa forma natural sin conservantes ni colorantes. Créanme que aún no lo comprendo, y voy a compartir con ustedes unas palabras de Luis Cobiella que lo explica, antes de morir y expresar cómo era su proceso de irse, acariciando la mano y con la mirada clavada en el alma, me soltó, como quien libera una piedra pesada de su espalda, o como quien se pasa una pluma por una herida abierta, aquellas palabras que jamás pensé escuchar en un humanista tan tremendamente consagrado en lo humano: “Aún sigo aprendiendo muchas cosas, incluso ahora en tu mano sobre la mía, o en los cristales de la ventana, o con el agua fría que me dan, o recordando el amor”. Murió poco después; su cuerpo. No es triste, aunque me hubiese encantado tenerlo aún aquí. Sé que piensan que de alguna forma lo está, yo también lo creo, pero nunca es suficiente. Perdonen esta intromisión de amor hacia mi abuelo.
Aún existe ese observatorio y está a un paso de convertirse en un proyecto real, de aquellos sillones, a la vida diaria, y más que nunca en nuestra isla de La Palma que necesita de ese interior urgentemente. No hay que ser más fuertes que nada, ni resilientes, ni inventar el slogan que agrada, solo albergar la certeza de lo que somos cada una de nosotras, las personas. Porque ha quedado en evidencia la desfachatez que es que una imagen tenga más valor que lo que nos cuenta alguien en una plaza. Y perdón de nuevo a la imagen, pero, querida, no te acompaña lo real.
La sociedad nuestra, ese conjunto de personas dispuestas a todo y a nada al mismo tiempo, inmersas en este instante en una cápsula artificial que han creado en la planta alta de una torre al más puro estilo ‘Truman’. Una auténtica e irremediable sociedad del silencio. La salvajada, y con perdón de nuevo a lo salvaje, más estrepitosa que hemos forjado en nuestra historia. Es la sociedad de los que esperan, de los excesos y del odio. La sociedad que no se atreve a inventar algo nuevo por ese miedo que tienen no más de diez personas; somos ocho mil millones o poco más de ochenta mil.
Antes de que me odien más, pido por favor que no hagan encallar en ese hueco cruel y pendenciero que manejan siempre desde ‘el poder’ con el único propósito de vaciar a las personas, y aplastarlas, o incluso, utilizar la humillación de forma elegante para que la reflexión sobre la razón y la ética, la filosofía, queden al margen.
Nos ahogamos, pese a la poesía de momentos. Están los que callan con solo media risa, los que se oponen a la primavera y los que toman el sol en invierno. Nos ahogamos, pese a la poesía de momentos.
Creo en el interior de las personas, porque estoy constantemente mirándome para dentro y entonces no me cuesta nada mirar hacia dentro de las demás. Y esto no va de si es bueno o malo, si está bien o lo hace bien, o mal, o se estrella contra algo, va de un horizonte de sucesos donde se fabrican las emociones. Además de las que conocemos, otras que aún no tienen nombre pero que somos capaces de sentir, y que en cierto modo es la esperanza a la que nos agarramos todos los días, aunque no lo sepamos.
Creerse interior es la oportunidad última que nos queda para devolver humanidad a lo que somos, partiendo y acercando la belleza, llegando a las manos de las personas que jamás hemos llegado. Creerse interior es dejar de timarse, es abandonar la rapidez y amar bien. Es la ternura alcanzada. Es estar en el lugar de los demás. Es la bondad, y el miedo al mismo tiempo, es aceptar no como venga si no como creamos que es mejor. Creerse interior.
Voy a escribir ya ese final. Dejemos que la imaginación nos abrace alguna vez, y dejemos que lo imaginado sea tocable. Esa es la pausa, ese es el fin de la prisa y el comienzo de la plenitud, y quizás sea La Palma.
Pablo Díaz Cobiella