“Cuídate amigo mío”
Miguel Perdigón, entre otras virtudes, tenía la de sanador. Anelio y yo comprobamos un par de veces que, cuando a un amigo se le diagnosticaba un cáncer o era víctima de un repentino suceso que ponía en grave peligro a su vida, Miguel, cariñoso y sentimental, derramaba lagrimas terapéuticas las cuales sacaban al susodicho de las garras de la muerte, al menos por una temporada. En vista de eso nosotros nos conjuramos para que, si algún día le pasaba algo grave a alguno de los dos, el otro iría de inmediato a contárselo a Miguel sin ahorrar detalles melodramáticos.
Si él se emocionaba así con las penalidades de los vivos, con los muertos tenía una actitud completamente diferente. Una vez pasado el duelo, su relación con los difuntos era familiar, casi diría que alegre. Al igual que su padre, hablaba de ellos con naturalidad y, sobre todo, hacía que el resto de los pertenecientes a la dimensión terráquea los recordaran en sus mejores momentos, los cuales no dudaba en adornar con elementos de cosecha propia.
Conocí a Miguel desde que era un niño, siendo él mi vecino con tres años menos, pero nuestra gran amistad se fraguó en el Colegio Mayor San Fernando donde no había tenderete o gamberrada en la que no estuviéramos involucrados. Con nosotros se encontraba habitualmente Juani Suárez, un pequeño, cardiópata y valiente majorero, el cual falleció siendo aún joven mientras daba clase en el Instituto. En una ocasión, por una “gracia” de este, Miguel y yo nos vimos a la expectativa de participar en una tangana colectiva de la cual difícilmente habríamos salido indemnes. A la dos de la madrugada nuestro amigo había desafiado a un médico teguestero para darse unas “castañas” cinco horas después, cuando éste saliera de su guardia. Con el paso del tiempo, y la ayuda de las copas, el galeno y sus acompañantes iban creciendo de tamaño en nuestra imaginación y llegamos a considerar seriamente la posibilidad de que podrían haber pertenecido al afamado equipo de lucha de Tegueste. Poco antes de la supuesta llegada de nuestros contrincantes Miguel me dio un sabio consejo: “Tú lo que tienes que hacer es que, cuando te den el más mínimo roce, te tumbas al suelo como si hubieras perdido el conocimiento”. Afortunadamente no hizo falta usar nuestras dotes interpretativas porque el médico, al que conocí después como un gran profesional y hombre ecuánime, desde el primer momento supuestamente aceptó el reto porque le permitía sacarse de encima a un insistente y embriagado fulano que estaba empeñado en llamar a su novia enfermera cada cuarto de hora.
Es evidente que nuestra actitud se alejaba mucho de ser gallarda y rumbosa, pero era la de dos personas que consideraban que el coraje debía reservarse para algo más importante y Miguel se encargó de demostrarlo. Muchos años más tarde, durante los cuales no dejamos de mantener una relación fluida y afectuosa, sin perder la antigua complicidad, me encontré con Miguel en el aeropuerto de Los Rodeos. Iba a Pamplona porque se le había reactivado un proceso tumoral con la adición de metástasis. Me dijo que intentarían probar con él una nueva terapia de la que yo había oído hablar y que hoy es la esperanza para mucha gente. “Es el último cartucho amigo. Y si no funciona es lo que toca”. Se enfrentaba al peor enemigo a cara descubierta, preparado para recibir los tortazos que hubieran hecho falta.
Desde mi punto de vista el coraje puede ser una consecuencia de la rabia, la frustración o la temeridad. Sin embargo, el valor sereno implica una actitud reflexiva, algo muy apreciado en los mandos militares cuando se enfrentan a situaciones límites, la más extrema de las cuales es la propia muerte. Esa cualidad la demostró sobradamente Miguel cuando realmente hizo falta, como bien sabe su familia.
Quizás a estas alturas a algún lector pueda extrañarle que no me haya concentrado en lo que habitualmente se hace cuando alguien nos deja: resaltar los aspectos más notables de su vida y carácter. No, no quiero hacer aquí un obituario curricular, no quiero escribir lo que me dictan las normas del ‘buen hacer’ porque prefiero hacer caso a mis vísceras. También puede ser que esté pecando de un defecto habitual entre las personas del mundo de la ciencia: obviar lo que parece evidente. Tengo tan asimilado que Miguel era un hombre generoso, excelente profesional, gran padre con su familia y sus amigos, intelectual, ameno conversador y muchas cosas más; tengo tan somatizado el valor de su amistad, que el señalarlo me provocaría un incómodo malestar, como el que se siente ante quien cuestiona tus buenas intenciones.
Quizás mucho más ilustrativo que el desarrollar un panegírico a sus virtudes puede ser comentar el último wasap que recibí de él. Miguel se enteró de que yo tenía la covid justo cuando estaba terminando un proceso patológico de la misma etiología, pero de manera más insidiosa. Aún se encontraba en el hospital cuando me escribió (su traqueotomía no le permitía comunicarse oralmente) para darme algunos consejos que finalizó diciéndome textualmente: “Cuídate amigo mío”.
Miguel que había pasado por varios y agresivos procesos tumorales los cuales le llevaban a seguir sometido a estrecha vigilancia médica; Miguel que todavía estaba ingresado por segunda vez en pocos días debido a la covid, lo que lo exponía a cualquier complicación de origen hospitalario como la que finalmente ocurrió con nefasta consecuencia; Miguel que tenía tantas cosas por las que inquietarse seriamente, por un momento dejaba todo a un lado para preocuparse por la salud de un amigo. Ese era Miguel. Ese es Miguel.
*En los Cayos de San Blas a 5 de julio del 2023
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