Desprendimientos (II). Los discos

San Andrés y Sauces —

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Toda la música es un disco sin fin y por lo tanto, todavía no ha terminado de girar. Es como este planeta donde vivimos. Y al igual que el mundo, da vueltas y más vueltas; acostumbrados a ello no creemos, o más bien, no llegamos a pensar que pueda parar. Si ocurriera tanto una cosa como la otra, se acabaría el baile y con ello, el cuento. Quizá todas las cosas que giran son en verdad importantes: la sangre, las borrascas y los anticiclones, la rueda, los molinos, los relojes, la mayor parte de los mecanismos y los motores industriales o aparatos domésticos. Gira el agua en el sumidero, a la derecha o a la izquierda según el hemisferio. El 'Paraíso' de Dante en la “Divina Comedia” (1321), está constituido por nueve esferas que giran igual que los planetas en torno al sol. Giramos nosotros ante el objeto de deseo, sea ese torbellino de sirena, amor o búsqueda de protección y cariño ante la hostilidad del mundo o las dos cosas a la vez. Giran los pensamientos alrededor de la mente cómo giraban las mariposas alrededor de Aureliano Buendía en “Cien años de soledad”. Y si “todo es como se recuerda”, según escribía Valle Inclán, nosotros giramos dando vueltas a la memoria porque del futuro nada sabemos y del presente nos sentimos desplazados. Gira todo. Gira todo menos el tiempo, que es una flecha lanzada en una sola dirección.

Pero sigamos en el baile, girando, mientras no pare la orquesta. Los musulmanes tienen que dar vueltas a la Kaaba y los cristianos al rosario en casa y al templo en las procesiones. No solo en los tiempos de la brujería sino hoy en pleno siglo XXI, hay quien gira alrededor de un gurú pseudooriental que proporciona un masaje mental a quien nunca ha leído un libro que sirva la pena o de un iluminado de una secta negacionista, que lo niega todo, todo menos su creciente cuenta corriente o de alguien que pretende, sin haber dado un palo al agua, pedir votos y salvar la patria regresando a Nerón o a Calígula. Según tengo entendido, los más jóvenes ahora giran alrededor de un o una “influencer”, también joven; y puede que entren en trance, como les pasa a los derviches giróvagos de Turquía cuando bailan la Sema. Les recomiendo, a ellos y ellas, y a los padres y madres tan orgullosos de sus hijos o hijas, aceitunas para el mareo que vendrá; como en Casa Ferraz, en Puntallana, cuando paraban las guaguas y todos, incluidos el conductor y el cobrador, se echaban un refrigerio antes de llegar a destino. Aquellos tiempos sin prisa, sin estrés. Café o cortado condensada, sol y sombra, es decir, anís El Mono y coñac Fundador, y aceitunas antimareo para “tanta curva y tanto abismo”, como decía una profesora andaluza que estaba a disgusto en la isla y que nos torturaba en el Instituto Cándido Marante, dando clases de lengua sin la más mínima simpatía. Y claro, también, los inseparables y eternos caramelos de la vaca, que circulaban de asiento en asiento para endulzar el trayecto. Los palmeros y palmeras, creyentes, agnósticos o ateos, que de todo hay, damos vueltas a la isla saliendo por el sur o por el norte. Unos, girando hacia la cabra o el cordero y otros, hacia las cabrillas o las morenas. Antes de los años de apertura de los setenta, en la Alameda de mi pueblo, en Los Sauces, como si fuera una imagen de los círculos del “Purgatorio” de Dante, las mujeres daban vueltas en un sentido y los hombres en otro, aunque el objetivo, al fin y al cabo, fuera el mismo. Así que esto de girar es habitual tanto en el pasado como en el presente, y es un fenómeno que se encuentra muy extendido, no sólo en cuanto a la incidencia en la mecánica de las invenciones humanas sino también en la propia Naturaleza. Desde las palomillas en torno a la luz, a los pájaros alrededor del nido o el cernícalo en las huertas de labranza en torno a mi casa, hasta las abejas en el panal. Tanto a nivel microscópico como a nivel de configuración del recorrido de los planetas y de las galaxias, parece ser que sin movimiento circular o elíptico, nada puede funcionar y reinaría por consiguiente el caos. Siempre vamos a estar sobre, bajo, ante o en algo que gira. En fin, al margen de las preposiciones, giramos sin remedio. Si nos paramos, caeremos en el abismo de los terraplanistas y entonces, sí que estaremos perdidos. Dar vueltas no pasa de moda y parece ser, aunque sea monótono, que el meneo nos puede llevar a otro lado o a conseguir algún objetivo soñado.

En los tiempos de la infancia, en que los mulos giraban alrededor de las eras donde se trillaba la sementera, acudía a menudo a las casas de los vecinos. En el Lomo Grande, por arriba de la era que se hallaba cerca, vivían Telesforo y María. Creo que fue allí, en su acogedora casa terrera, donde escuché por primera vez el sonido de un disco. El aparato era como una maleta que se abría. En la tapa se hallaba un altavoz, era monoaural; en la otra parte, un plato que giraba, con un adaptador para 45 o 33 revoluciones por minuto. En lugar de cuchara o tenedor, tenía un brazo con una aguja que leía aquellos discos, elepés y singles que los hijos emigrantes de mis vecinos, habían traído de Venezuela. La mayor parte eran de música mejicana, Lola Beltrán, Jorge Negrete, Pedro Vargas y otros, además del gran Antonio Machín y de Manolo Escobar. A mitad de los sesenta aún no había llegado la televisión a los hogares y la radio era el único medio para poder escuchar algo de música, a excepción de las parrandas de navidad o de carnavales y las orquestas de las fiestas de verano. En esos años, en la boda de Carmela y Angel que se celebró en la propia casa de la novia, muy cerca también de la mía, para dar inicio a la cena, el hijo de Juana, Facundo, un vecino que había estado en Venezuela, instaló un picú en el salón y de aquel cubo de madera salió la música para que bailara la pareja y con ello se diera inicio a la celebración. Como el suelo era de madera la aguja del aparato daba saltos cuando alguien pisaba fuerte. Recuerdo que estuve malo dos días del atracón de dulces que el asunto trajo consigo. En la Sociedad Benahoare de Las Lomadas, en el escenario de la orquesta había un aparato que reproducía discos que además era también radio. Los domingos por la tarde acudían niños y adolescentes a los guateques. Allí, cuando los gatos eran azules aprendimos a “lanzar las flechas del amor”, girábamos todos, nosotros y los discos de Roberto Carlos, de Karina o de Nino Bravo, mientras los hombres jugaban a la baraja o al dómino en el rincón cerca del bar. En la segunda mitad de los setenta ya se contaba en Los Sauces con varios locales donde se ponía música con discos. Alguna asociación juvenil, el Casino y la primera discoteca, “Napoleón”, se pusieron al día en cuanto a equipos de sonido y a disponer de una colección de LP y de singles. El “Maijú” de Juanfran, inaugurado en 1968 en Los Sauces, había sido el local pionero de la isla. En ese lugar que duró pocos años, según me cuenta Jordi Sentís, llegó a actuar en concierto el grupo precursor de Taburiente: “Nuevas vibraciones”. En Santa Cruz de La Palma, la inauguración del “Chita” en los años setenta, fue posterior al moderno local saucero. A una gran parte de las chicas del pueblo, no las dejaban ir a ese antro y yo no lo conocí al tener poca edad. Fueron tiempos muy musicales a nivel mundial, con la aparición fulgurante de The Beatles desde inicios de los sesenta y su influencia en el estallido del pop y del rock. Además, florecía la bossa nova con Antonio Carlos Jobim y Joao Gilberto. El sello Fania Records fundado en 1968, expandió la salsa a nivel internacional. El jazz estaba a gran altura, como siempre, con Bill Evans, Dave Brubeck, Stan Getz y muchos más. A nivel español, se hallaba en auge la canción protesta o de corte nacionalista y reivindicativo, pues era el momento del final del franquismo y del principio de la democracia. Fueron tiempos de libertad. O eso creímos, al ser abrumadora la diferencia al comparar la libertad que en ese entonces disponíamos con respecto a la prohibición general de los años anteriores. Años de un país sumido en el atraso y en el miedo de la dictadura. Los jóvenes que huyendo de esto que les digo, habían emigrado a Londres, a Amsterdam o a Bruxelas, cuando venían de vacaciones traían los últimos singles de los Rolling Stones, de Led Zeppelin o de King Crimson, que en España siempre se editaban más tarde que en Inglaterra. Así lográbamos estar al día en cuanto a novedades musicales. Primero, los emigrantes a América y después, los emigrantes a Europa, nos traían de regalo justo lo que nos hacía falta: discos, es decir, singles y elepés.

Para conseguir discos había que moverse. Y no vivíamos en una ciudad, sino en un pueblo de una isla pequeña. En nuestros viajes a Tenerife comprábamos discos antes de tener donde escucharlos. Sin embargo, a nuestros hogares llegó primero el tocadiscos y después la nevera. Si hoy lo pensamos parece increíble. Con el pelo largo y un elepé bajo el brazo, cruzábamos la plaza hasta algún local donde poder reproducirlo. En ese entonces la música era una felicidad asegurada, pero además de ser lo más cercano al paraíso, tenía un peso sociológico. Suponía un vehículo de unión entre todos y también una forma de estar en el mundo y no sentirnos tan aislados. Abrieron alguna tienda en Santa Cruz de La Palma, no recuerdo el nombre. Echábamos media mañana en elegir uno o dos discos para subir en la guagua por las curvas de San Juanito hasta Los Sauces. En el trayecto miraba las ilustraciones de la portada y contraportada, los textos y las fotos del interior, el listado y las letras de las canciones aunque fueran en inglés. Cuando llegaba a casa me sabía los créditos del disco de memoria. El tamaño de los álbumes, 30,5 x 30,5, para el arte del diseño, era el adecuado; no como ocurrió con la reducción de formato de los casetes o de los CD. Había discos que eran una belleza, porque el tamaño long play permitía disfrutar del trabajo de los artistas que hacían aquellas increíbles portadas. Aunque ya hubiera casetes en ese entonces, todos estábamos de acuerdo en que lo mejor era tener un tocadiscos, a ser posible Pionner con amplificador y dos buenos altavoces. Había que reunir, unas cuarenta o cincuenta mil pesetas de 1978, cosa que logré en verano trabajando en Barlovento haciendo atarjeas. Viajar en avión a Tenerife, bajar a los indios en Santa Cruz y después de sudar lo lindo para decidirse por algún equipo, regresar en barco a casa con el tesoro soñado en una caja. Los que pudimos hacerlo, porque no todos tuvieron tocadiscos. Eso fue al principio, en la segunda mitad de la década de los setenta. Acabada en España la censura franquista comandada con excesivo celo por Fraga Iribarne, se produjo un estallido de publicaciones que antes estaban prohibidas. Libros y discos pasaron a ser una prueba de que las cosas estaban cambiando. Un mundo nuevo por delante y además con esa edad ideal de apuntarse a un bombardeo. Libros y discos eran artículos culturales con mensaje y en ellos se hallaba la esperanza. El componente político de la música se hizo evidente y comenzaron a circular discos de Victor Jara, Mercedes Sosa, Atahualpa Yupanqui, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Pete Seeger y Joan Baez. En 1976 se publicó “Nuevo Cauce” del grupo palmero Taburiente. Y aquello fue la bomba en todas las Islas Canarias; después vino en 1978 “Ach-Guañac”, con la portada del drago de Luis Morera y las siete estrellas verdes. También llegaban los discos de Georges Brassens, Serrat, Raimon, Luis Eduardo Aute y Rosa León. Era la música con la que enterramos la cruel dictadura que nos había tenido sometidos. Luego estaba la música de “los peludos”, el pop y el rock que hacía furor en Europa y en Estados Unidos. La música moderna se hallaba en su momento álgido y ofrecía un cambio de paradigma cultural: Mayo del 68, la contracultura, el movimiento hippie, el pacifismo, “nuclear no, gracias” y otras revoluciones. Al ser así, tan cargada de contenido, la nueva música llevaba aparejado un desprecio por parte de los sectores conservadores de aquel catolicismo de sotana y yugo, que no les hacía gracia ni la forma de vestir ni el “ruido” que hacían las guitarras eléctricas y mucho menos, la libertad que suponía que su hijo o hija fumara cannabis o hachís y se pasara toda la tarde en la habitación viendo cómo giraba el tocadiscos. Los que solo oían canción protesta eran más normalitos, pero los que escuchábamos a Deep Purple, a Jimi Hendrix, a Janis Joplin, éramos señalados con el dedo. Con el paso del tiempo, los padres que hablaban mal de nosotros “los peludos”, se dieron cuenta que los santos de sus hijos, al crecer, también fumaban marihuana, y se dejaban el pelo largo, como casi todos los jóvenes en aquellos tiempos. Y así, haciéndose mayoría lo que en principio era minoritario, se acabó con el cuento de hablar mal de los otros y muchos miedos fueron absorbidos por la democracia. “The times they are a- changin´”, había avisado Bob Dylan en 1964, el padre de todos los cantautores, de todos y todas los que se suben a un escenario con una guitarra en la mano. “Las oportunidades no vendrán otra vez / Y no hablen muy rápido porque la rueda sigue en movimiento”.

Desarrollado por Columbia Records, los primeros discos de larga duración se pusieron a la venta en 1948 y hasta 1980 fue la mejor forma de publicar música grabada. Una aguja de zafiro de un milímetro leía un disco de policloruro de vinilo de 30,5 cm de diámetro, donde estaban grabadas a 33 revoluciones por minutos y codificadas de forma analógica, las canciones con un máximo de 20 a 25 minutos por cada cara. Los singles, por supuesto, iban a 45 revoluciones. El primer disco doble de la música moderna fue “Blonde on blonde” de Dylan, publicado en 1966. Primero los casetes a partir de 1970 y después los Cd´s desde 1990, fueron destronando a los discos del primer plano. Pero durante un tiempo convivieron todos los formatos en una especie de Califato de Córdoba de aceptada tolerancia. Aparecieron los equipos de música con ecualizador y con la posibilidad de grabar de disco a casete. Así que los discos se oían en el hogar y en la casa de los amigos, a donde acudíamos con un paquete bajo el brazo e intercambiábamos las novedades que íbamos adquiriendo. Los casetes los llevábamos en el bolsillo o en la mochila para escucharlos en los coches, en los bares o en los kioscos de las fiestas. La venta por correo fue muy importante y nos permitía acceder a auténticas maravillas. Estaban Gay & Company y Discoplay. Ir a la oficina de correos a buscar el pedido musical era una pura felicidad. En los catálogos se nos iban los ojos y hacíamos interminables listados que nunca pudimos completar. Recuerdo un pedido de cuatro discos de la Pasadena Roof Orquestra y otro numeroso del sello argentino Guimbarda que se había reeditado en España. Aquellos discos del grupo de folk-rock británico, Pentangle, eran una belleza de sonido y de edición, incluyendo libreto con biografía y todas las canciones en inglés y en español. Tuve la suerte de poder verlos a ambos en un mismo directo en el Velódromo de Anoeta, en San Sebastían en 1983. Primero actuó Bert Jansch, voz y guitarra de Pentangle y para cerrar el mitin de los batasunos, salió a escena la gran banda inglesa que interpretaba temas de Cool Porter, de Irving Berlin, en general, canciones de antes de la Segunda Guerra Mundial. Una gozada con veintiún añitos. No me lo podía creer: allí estaba yo, solo en el País Vasco, con un bocadillo de chistorra y una caña en la mano, bailando y escuchando a aquellos músicos que tanto había admirado.

En una estantería del salón debajo de la literatura española, conservo 140 elepés, pero me vuelve a suceder lo mismo que cuando tenía 17 años, es decir, no tengo aparato donde reproducirlos. Lo que queda del equipo de música se halla en el pajero de zinc para llevar al punto limpio, que como les decía en el anterior artículo, es el lugar a donde van a parar todos los inventos. No sé qué sera de los discos, como tampoco sé qué será de mí mismo. Desde principios del siglo XXI, ha renacido el interés en los vinilos y su demanda se ha incrementado. Ahora se venden mas discos que CD. El sector de los coleccionistas, los pinchadiscos y los amantes de la música independiente, han dado al long play una segunda vida. Al parecer, hay quien tiene más de una vida. Y hay quien tiene solo una, como los casetes y los CD. En una tienda de discos, esquina plaza del Charco del Puerto de la Cruz, en 1978 encontré dos joyas que no esperaba. Se trataba de los dos primeros discos en estudio de la banda neoyorquina “The Velvet Underground”con Lou Reed al frente. El disco famoso del plátano diseñado por Andy Warhol en 1967 y “White ligh / White heat” de 1968. La cuestión es que eran importados, ya que habían estado prohibidos en España. Por qué le interesaba a un chico que vivía en un pueblo de una isla perdida, aquella música tan urbana que no tenía nada que ver con las bandas inglesas o californianas de entonces, es un misterio. Quizá es que era el momento histórico para conocerla, y la cultura marca de un modo global, al margen de la sociología o la política o al margen de los kilómetros de distancia. El gran disco de la música cruza las fronteras girando, girando sin nada que lo detenga. La música que contiene los discos de la estantería, es más antigua que la de los CD, y ya no la escucho ni siquiera en Youtube. En los últimos años he comprobado, sorprendido, que la música que contiene los CD que poseo, también se va quedando antigua o digamos mejor, suena a ya gastada. Vamos envejeciendo de tantas vueltas que hemos dado. Pero el disco aquel, aunque ahora sea digital, continua girando de algún modo, tal vez para otros. Sigue girando, pero la música que escuchamos a solas es distinta, porque a cada giro el mundo cambia y nosotros también.

Hace tiempo vino una chica

con un disco en la mano

y con una guitarra en la otra.

Luego vino otra chica con un casete.

Más tarde vino otra chica con un CD.

(…)

Del poema 'Vino una chica' (Fragmento)

 

ÓSCAR LORENZO

San Andrés y Sauces

01-11-2024