Diario de un volcán V

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Tres ríos de lava descienden el risco hacia Los Guirres, tres tridentes de terrible belleza poniendo a prueba la arrogancia del acantilado que se arquea para que la lava baje por su sombra agachada y el mar se la lleve. ¡Que no destruya el kiosco, por favor! La docilidad del risco nos pesa, es su modo de protegernos, pero no pudo retenerla. El risco no pudo. El cocinero, nuestro vecino de la playa, sí halló palabras apasionadas para despedirse del restaurante que amaba: “Como si fuera la chica más guapa del mundo”.

Embrujada. La playa de Los Guirres estaba embrujada: las paellas más ricas, los chipirones, el runrún de los surfistas, las olas encorvadas, volantes, los cuerpos desnudos, el parpadeo volátil del faro cercano. ¿Huele la lava la belleza, la escucha y apuesta sus brasas por ella? El sabor. Persistirá el sabor. Con el sabor no puede este volcán. Ni con el olor del musgo impregnado en los dedos. Ni con el faro, aunque nos dé la impresión de que sus fugitivos destellos se desvanecen ante el cerco desafiante: No te rindas, ángel custodio. Tú no.

El trece de noviembre tembló el edificio a las seis cincuenta y seis de la mañana. Desde la media noche sin un seísmo se interpreta que se está preparando para el de cinco con tremor espasmódico a treinta y siete km. de profundidad; ni pensar en el de seis o siete grados por el que apuestan los expertos. En el programa instalado en el móvil, señalamos los iconos que más se ajustan al sobresalto que hemos notado: moderado, sentido por muchos, sensación de mareo, muchos corren asustados, objetos vibran, muebles ligeros se desplazan. La intensidad final que facilita el centro de datos depende de las informaciones que los perjudicados le enviamos vía móvil.

¿Por qué se originan tan abajo ahora los sismos? ¿Qué barrunta tanta profundidad? ¿No tenía suficiente con saciar los reservorios magmáticos más superficiales para llenar la esperanza de fin?

Desde un sendero de Tacande, en Fátima, lo vimos muy cerca, por la espalda, imposible resistir la atracción que el volcán ejerce sobre sus súbditos. Seleccionados a dedo, somos sus vasallos, los elegidos. Los damnificados. Vimos la nube blanca de la boca uno bajar agazapada ante la imponente torre de humo gris de la boca dos. Luego los dos humos se juntaron, se hicieron alas. Piensas, Que vuelen ya. El trueno persistente te atrapa y es poderoso, significa escuchar y mirar; la independencia de nuestros sentidos desaparece: el volcán quiere tus ojos.

Y tú quieres sus alas. La contraseña del adiós.

Cuando creías que se había estabilizado, ayer se desbordó el canal lávico, dirección montaña de Todoque, provocando un nuevo brazo de lava por el sur que avanza al borde de la colada primigenia. Esta le clavó los dientes desde el principio a nuestra finquita de los Barriales de la Costa, en los Palacios. ¡Cómo subió la lava hasta esta altura! Parecía inalcanzable. No sé cómo se las ingenia, satura con rocas lo poco que te queda para vaciarte por dentro. ¡Si lleva así cinco semanas como adormecida con los tres bocados que le dio! ¡Que no nos desbarate esta esperanza! Gastado está el Orto, programa que divulga a diario las fotografías panorámicas del desplazamiento de las coladas, de tanto deslizar el dedo por sus recovecos. Aproximamos las imágenes de las casas mordidas y de estos plátanos veinte veces al día para comprobar que permanecen imperturbables ante los oscuros altibajos de este volcán.

“Esa cosa de arriba”, lo llama una amiga del Paraíso de Las Manchas. Nunca dice volcán, el innombrable; lo suprimió de su día a día desde que, en las primeras horas de la explosión, tuvo que salir por pies. Lo dejó todo, todo, excepto el portarretratos con foto familiar, obsequio de su exyerno, en donde encuentra un amparo huidizo para los nervios que “esa cosa” ha triplicado. Su marido tan joven en la foto y ya no está. Y con la otra mano salvó el segundo emblema, consecuencia de su miedo a volar: la botella plástica de agua, hasta la mitad de monedas de un euro: “Cuando esa cosa se vaya, pienso gastármelo en el Princess de Fuencaliente y, mientras no se vacíe, no vuelvo del hotel”. En la botella hay setecientos veinte euros.     

¿Qué gana la isla con el volcán? ¿Saldrá ganando algo salvo unas fajanas que no son de la isla, sino que pertenecen al Estado? ¿Y los pájaros que no se posan en las fajanas? ¿Y las olas que retroceden rendidas ante la lava que las invade para ocupar su espacio? ¿Y las casas y las olas que ya no están? ¿No poseer es un bien? Si la existencia te desnuda, ¿debemos vaciarnos de las cosas, desapegarnos? No hay que cogerles apego a las cosas, me dice un compañero: “A las diez puse en venta mi casa, a las doce la vendí y esta tarde viajo a Tenerife. Cambio de vida”. ¿Reconforta trasladar la realidad de sitio hasta que se nos enfríe la memoria? Somos volcán. No hay otra.

Pero nada es nada. Y hay que recibir, no puedes dar. Antes dabas, ahora te dan. Y lo tomas con pesadumbre, con cierto pudor agradecido. En el polideportivo Camilo León, en el pabellón Severo Rodríguez de Los Llanos de Aridane o en el Recinto Ferial de El Paso, se reparten las innumerables donaciones solidarias del archipiélago para consolar la felicidad fracturada de los damnificados y evacuados. Sin embargo, esta acción tropieza con las tradiciones de la gente del campo que practica un intercambio afectuoso. No desechas sobre el compost de la huerta los aguacates blanditos si tu hermana los aprovecha para un guacamole. Se va a echar a perder tanto plátano maduro que trajiste del almacén al transportar las piñas y colocas una cajita preciosa en la puerta de las vecinas. En el fondo de la caja, los plátanos verdes. Algún día madurarán. Cubres los huecos con aguacates y pimientos verdes de mojo y la enramas con perejil y espinacas que crecen casi silvestres en las huertas. Crecían.

Mañana o pasado, aparecerían unos apacibles caquis y un pan redondo, en una bolsa, colgados de nuestra verja y, en el suelo, una calabaza con forma de bota de vino. O un cartón de huevos camperos. Alguien que los tenía y nos los brindaría. El trueque.

Y calabacines. ¡Cuántos calabacines echa una mata! Baldes y baldes colmados de calabacines de los blancos y de los afilados. Sin saberlo, éramos dichosos.

El motivo no es que des porque te sobre, el motivo está en el gesto, la manera de compartir en el campo el fruto del trabajo. La causa y el efecto de la generosidad. No estamos acostumbrados a recibir sin dar. En estos lugares solidarios te fichan, inscriben tu nombre para ejercer tu derecho como evacuado a recibir. Antes de la pérdida, hacías cola para la cita del médico de urgencias, en el baño del bar, en la pescadería para acceder al kilo de chicharros fresquitos del Puerto desarropados en la nevera, mantenías el turno ante el mostrador de los embutidos. Ahora, debes anotarte para aceptar aquello a lo que tienes derecho porque has perdido. Lo has perdido todo. ¡No huyas, dignidad!

“¡Sábanas, hay sábanas blancas de algodón de uno cincuenta!”, dice una joven que acude a la zona de distribución a buscar algo. “Nos donaron un colchón más ancho en Comercial Antani (en Ikea no había, reponiendo donaciones), y las que tenemos quedan chicas”. Se paralizó fascinada ante un cálido edredón que brillaba en un estante, pero la opción plena no era válida; había que menguar el deseo de poseerlas y elegir: o sábanas o edredón. Se llevó las sábanas. El desamparo produce frío en los huesos. ¿Mermará este frío cuando merme el volcán?

Pagas el jarabe de propóleo para paliar los efectos de la ceniza en la garganta, y en un pispás la dueña de la tienda se escabulle tras el tabique. Hasta luego, dices. No, espera. Espera. Oyes detrás un susurro de bolsas, un tintineo de botes, unos ruiditos que no identificas. Y ella reaparece con una bolsa de papel vaso desbordada hasta las asas de crujientes papas, parecen munchitos. Son de lentejas. Ah. Debajo hay pan de pita, desodorante ecológico, pasta de dientes abrillantadora, sellados con una isla verde en el interior de un corazón: “Donación solidaria, Xerax está contigo” No, no, por favor, dices, no puedo consentirlo, déjalo ahí para alguien que lo necesite. Que no. Pero te los acerca y los abrazas. Déjalos, dices mientras sales por la puerta con la donación solidaria colgada del brazo. Para los damnificados.   

Los saludos se han vuelto raquíticos, escuetos, Qué tal, pues aquí, estamos que es lo importante. Sí, estamos. Es lo que hay. Y miramos a un punto lejano, no miramos ya a los ojos de enfrente. Emocionado, un primo nos saluda desde el coche anclado en el paso de peatones, entorpeciendo el tráfico: “Cómo están, bueno, es un decir; pues palante, siempre palante, no mirar hacia abajo sino arriba”. Y nosotros callados, observándolo sin previsible reciprocidad, con los labios apretados ante el reloj de la Doctor Fleming de Los Llanos. Los interrogantes salen junto con las respuestas de la misma ventanilla. Aunque la fila de vehículos aumenta más y más detrás del saludo, los conductores no lo interrumpen, nadie grita, no suenan las bocinas, los chóferes nos ven. Y callan.

Estamos vivos, nos dice la gente. Claro que estamos vivos, por eso se nos clavan en las sienes las dos lámparas farol que nos enamoraron en Electrobazar D´Lucio. Después de tres meses yendo a verlas a menudo, a principios de septiembre, una al fin resplandecía persiguiéndonos pendiente de nosotros y del techo blanco de la cocina recién reformada. Tras tres meses de larga indecisión, en el local se exhibía una. ¿Y ahora? Pues una de un estilo, otra de otro, y ya está. “La diferencia imprime personalidad, ésta metálica con forma de sombrero contrasta con la de farol, ya verán qué elegantes combinan las dos juntas”, argumentaba la dependienta para convencernos de aquella perturbación estética que nos proponía, harta de nosotros como diciendo, váyanse ya, por dios. Descartamos la de sombrero, solo nos llevamos la de farol. Menos mal.

Ayer la lava se llevó el Charcón. La magullada intimidad de las burbujas flota impotente en ti. Allí aprendieron a nadar nuestros hijos, y los hijos de las sombras que, a contraluz, recogían lapas en los peñascos mientras hundías los pies en la gravilla de la charca para escudriñar el fondo del océano. Tan burbujeante y necesaria para ti, amiga. La playa de los solos. La neverita roja de plástico duro que nos regaló mamá por reyes a mi hermana y a mí el año de la pera, la linterna de pilas, las rodillas abrazadas meciéndonos, y las toallas. La tienda iglú de otros solos más allá. Cuando el sol se iba, cerrabas los ojos untados de chorizo y ya estabas por lo menos en la Bombilla. 

Hoy, dieciséis, de nuevo en la majestuosa Casa Massieu de Argual. Antes de las ocho, en la puerta a registrar para el Estado la casa aniquilada. A nuestra puntualidad se interpone tanta gente que espera y la robusta puerta, la reina del respeto. Somos el siete para la atención en SOAJE, Servicio de Orientación y Asistencia Jurídica, en situación de emergencia y catástrofe. A lidiar con las siglas.

Mientras aguardamos en la segunda planta, adviertes que el piso de tablas de los solemnes balcones interiores se agita con los concurridos pasos, gritas todo el tiempo, un chillidito furtivo se te escapa porque cualquier movimiento sospechoso lo identificas con un sismo. ¿Que oscilan las tablas al andar? ¿Que vibran las barandas sobre las que te arrimas? Pues temblor.

La espera da para todo. Sentados charlamos con los de al lado. ¿Y ustedes qué? Todo, dice la vecina de Todoque sin que hayamos preguntado qué perdieron. La pregunta va omitida, pero como un sujeto elíptico se sobreentiende: la casa de mi madre, la de mis tíos, la nuestra; los platanitos. Y estrujadas por el suspiro, las punzadas frías en la frente puntuales como un reloj. Al levantar los ojos diluidos entre los cadáveres de nuestras casas, topamos con un chaleco rojo que distingue al personal laboral del resto, con la insignia colgada del cuello. La joven psicóloga, balanceándose acuclillada sobre los talones, no indaga quiénes somos o a quién esperamos porque no ignora lo que aquí buscamos y nos espeta: ¿Reciben alguna ayuda? Sí, dice la vecina, una psicóloga de la Cruz Roja, a cada rato me llama para hablar, y hablamos, y me viene bien, la verdad. Pues que sepan que estamos para ayudarlas, que no se sientan solas, y tal. Nos dejó la tarjetita de hablar y se arrodilló a los pies de los otros para otorgarles confianza con tal postura. Para convencernos de la legitimidad de este recurso gratuito con sus gestos afables. Para que de entrada no la rechacemos. Es justicia social lo que propone, por dios, no la desaprovechemos. Con los iguales nos desahogamos, pero ¡cuánto cuesta hablar con los profesionales que escuchan! Habrá que habituarse.

Entramos a la cita. Pegada en el dorso de la pantalla del ordenador de la administrativa solidaria una hoja, GESPLAN, empresa pública del Gobierno de Canarias. ¿Se apuntaron para SEPE? ¿Trajeron el IBI? El hueco mental se atiborra de PEVOLCA, INVOLCAN. El volcán es omnisciente, se hace gas, abarrota con su humo nuestro desasosiego. 

Los profesionales de los distintos ámbitos que están detrás de las mesas no prescinden de nosotros como el innombrable, perciben nuestra incertidumbre y empatizan con los grados, no ignoran que estamos abajo; sin embargo, no nos miran desde arriba. Pasan por alto nuestra torpeza, por lo tanto, entienden que el rebujón de papeles que depositamos sobre la mesa es un hecho real; por aquí, actas catastrales; sobre una silla, el IBI; sobre la otra, pólizas del seguro; escurriéndose por una esquina de la mesa, el IBAN del banco; en la faltriquera, instantáneas hermosas e imágenes panorámicas extraídas de internet de nuestra casa extinta, rescatada de la muerte por el visor geográfico de GRAFCAN y la nostalgia. Un modo de eternizar las adelfas de la entrada. Las fotos se adherían a nuestras rodillas como imantadas, como si la casa no se hubiera ido del todo.

Nos atienden con calma, aunque a ratos se desbordan agobiadas por nuestra ineptitud ante este lío de papeles. Se mueven en la silla giratoria de un lado a otro como las crisálidas de algunas mariposas. En Las Manchas, de chica, las llamábamos divinas. Las encaramábamos en la palma de las manos y las atormentábamos con insolencia: “Divina, ¿por dónde sale el sol? Divina, esto; Divina, aquello. Muy bien, Divina”. Y con la arrogancia de haber remontado erguida la etapa de gusano, Divina doblaba la cintura, inclinándose virtuosa como una geisha, y nos embelesaba con una sumisa reverencia hacia los Campanarios. Se las sabía todas. La pobre. Oprimida, dañada por nuestros dedos ingenuos.

Noviembre ceniciento y frío. La casa sola, su carcasa, esta pérdida no nos daña, nos carcome la pérdida de su sustancia que siempre la vemos azul. 

¡Estamos tan sensibles! No estamos para sustos.

De madrugada, desvelados por la vibración de los terremotos en cadena compartimos con los insomnes, por el móvil, las impresiones sísmicas: de las doce de la noche hasta las cinco de la madrugada van sesenta y un seísmos más someros que los de los últimos días. No sé qué interpretación darles, la verdad. Ahora todos somos especialistas en volcán y en seísmos. Si son profundos, antes quería decir que el volcán se estaba recargando y venía en camino más magma de las concavidades de la tierra; ahora, de más de treinta kilómetros es un indicio de que está descargando y perdiendo fuelle. No sabemos a qué atenernos.

Trescientos dieciséis seísmos en veinticuatro horas registrados por el móvil, ¿no son demasiados para un día? Resultado de este movidito dieciocho: colapsa el cono, se derrumba, la lava sale a borbotones y se derrama ladera abajo como si fuera a acabar con el mundo. Rayos sobre el cono por contacto del vapor de agua de la lluvia con la columna de gases. A la una cero ocho, temblor de magnitud cinco con cinco que luego rebajaron a cinco con uno. El mayor de todos, el padre de los sismos.

Al amanecer, desde aquí, apreciábamos la respiración blanquecina de las laderas del cono que ondeaban, parecía que humeaban nieve pero era la lava que es imprecisa. Es más de lo que vemos.

Lo vimos ayer, el rosal de terciopelo morado que trajimos del Mudo, Garafía, que vivió tantos años en nuestra huerta. Un clon se erguía en un jardín de la avenida exterior Felipe Lorenzo de Tazacorte. Retrocedimos sin articular palabra. Franqueamos la tapia, transgredimos la verja. Agarramos la rosa, pero no pudo ser, descubrimos dos pétalos entre los dedos. Hoy, secos, conservan intacto el mismo aroma. Qué pronto se secan los pétalos cuando los arrancas de su hábitat.

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