Diario de un volcán VII

Los Llanos de Aridane —

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Hace dos días que el volcán se viró, torció el dorso y nos dio la espalda a los del norte girándose hacia el sur. Puesto que no lo oíamos, hace tiempo que no ruge, ni lo veíamos, nos alentaba la idea de que se hubiera disipado como el eco de un graznido que se evapora poquito a poco para siempre.

¡Que no lo veíamos! ¡Lo juro! En la azotea, a oscuras, y como si no existiera. Cerrábamos los ojos para abrirlos de refilón; y cero volcán. ¿Y eso? ¿Bate el récord de terremotos y súbitamente calla? Ahorra la energía para ralentizarse y durarse, se le ve el plumero, es una trampa. Nos desconcertamos ante este parón de un modo masoquista, como si quisiéramos acrecentar la tortura.

“Setenta y seis días ya sería un buen número. Lo compraría de lotería de Navidad. Aquí en Tajuya se ve todo negro. Nada de lava”, dice mi hermana. “Pfffff, mal asunto, no me gusta el andar de la perrita”, dice recelosa mi hija. “Algún día tendrá que apagarse”. “Pero de repente no es bueno, me da yuyu.” “A oscuras. Solo una mínima lucecita en el cono principal. Está raro. ¿Será el principio del fin?”

Sí encandilan los chalecos reflectantes de los agentes que regulan el tráfico en las inmediaciones de la plaza de Tajuya. Controlan el hervidero de turistas que invaden la calzada, sorteando como acróbatas los quitamiedos tras el brillo del fuego por el que se desplazaron en barco a la isla, alternativa segura ante la frecuente inoperatividad del aeropuerto por los gases. Pero esta noche, la tirana lava radiante no mancha la oscuridad. Sus flashes no deslumbrarán esta noche la oscuridad del mundo.  

Setenta y seis días de erupción y en los medios comparan la duración de este en relación con otros volcanes de las islas; ochenta y cuatro días el Tehuya, el de mayor duración en los últimos quinientos años en La Palma; el del Hierro, cinco meses; el de Timanfaya… ¡No, ni lo mencionen! No desvaríen alegremente con una erupción de cinco años. Ni se les ocurra.

Viernes tres de diciembre, dos centros de emisión, seis centímetros de elevación del terreno en Jedey, el magma ejerce presión buscando un desagüe y surge una nueva colada dirección Las Manchas. Quiere acabar con el barrio y con nosotros.

Por la emisión de gases peligrosos, se suspendió la limpieza de ceniza. Se evacuó al personal de la zona de exclusión y se impidió el acceso de los vecinos al resto de zonas.

Cuando la columna del volcán se quedó a oscuras, la Navidad de Los Llanos la alumbró con nubes aplastadas de luz blanca. De los centenarios laureles de indias de la plaza nos advertía el temblor irreal de las ramas, de los de la Doctor Fleming colgaban relucientes lágrimas como chorizos. Sin aspavientos, sin actos formales y como gesto simbólico, se han instalado en el castillete, sobre la Montaña Tenisca, tres palos de luz por Las Manchas, Todoque y La Laguna que se retuercen hiriendo esta Navidad. Acercarán a las personas afectadas a sus barrios que no existen.

Pero Breña Alta los recuperó para la Navidad. Los barrios sepultados de Todoque, La Marina, Tacande, Pampillo y el Paraíso ¡parecen vivos! Sus nombres cuelgan azules de árboles y estrellas que los habitan en la plaza de San Pedro. Renacen para el universo navideño y Lola y Leo juegan; se agachan y los manosean como reconstruyéndolos. Ellos los reconstruirán.  

Al amanecer, arriba, sobre las laderas del cono, algo azul se agitaba. Aquí abajo, apenas se distinguía, encerrados por el potente olor del azufre que, hirviendo, brotaba en forma de gas y, al arder, en reacción al mezclarse con el oxígeno, despedía una llama azul cuya ácida belleza nos corroe. El fuego azul.

El sábado cuatro de diciembre, al sur, se abre una nueva fisura al oeste del cementerio de las Manchas, al norte de la montaña Cogote, por la que brota rabiosa una escalofriante lava líquida, atraviesa la carretera del Hoyo y baja hacia las Norias, dirección camino la Majada. A su paso, traga las casas que estaban calladitas, sin hacer el menor ruido para pasar desapercibidas, imaginando que a estas alturas se habían librado del exterminio. Rompió el sereno hechizo de Las Norias. El volcán zarandeó las viviendas por la espalda y las hizo temblar como lámparas de aceite sacudidas por un terral.

Viviendas que amamos de las familias que amamos. El día dejó de ser azul.

Iban a sus hogares a descenizarlos, a purificarlos. Los rastrillos, las palas, los cepillos carreteros y la sopladora en la tiniebla de la maleta del coche. La carretilla para el traslado de la carga ocupando un lugar de preferencia en los asientos traseros. Seis horas “retenidos en las interminables colas de los Charcos para acceder a las casas a limpiarles la ceniza, alegando que es por los gases y, realmente, es la terrible lava la que está devorando nuestros hogares”, dijo el hijo.

 “Si se tiene que llevar la casa que sea por la noche, cuando esté durmiendo, para que nuestros recuerdos no sufran”, dijo Saro, la madre.

 “Lava muy fluida y de gran viscosidad, engullendo edificaciones”. Así describe PEVOLCA la masacre de hogares. ¿Qué experimentarán los técnicos al narrar los hechos en la rueda de prensa de mediodía? ¿Les conmueve transmitir día tras día esta tortura a los damnificados? Notificar el desastre, ¿aumenta su empatía? ¿Les habremos transferido nuestro desamparo? Cuando agachan la mirada esquivando las cámaras, ¿qué significa? Cuando sus voces líquidas suenan pastosas, ¿es que se han imantado de nuestra nada?

En la madrugada del cinco, un trueno nos inquietó. Era la voz remota del volcán, honda, rigurosa, constante, sucesiva en toda su plenitud. Después de semanas en silencio, este bombazo da en el pecho, se disuelve y va a los ojos que lo complementan. Te levantas y alzas por los flecos el raído estor de la ventana para comprobar que el volcán existe. Combina las sensaciones auditivas con las visuales de manera óptima para que renunciemos al optimismo por su silencio. Le indignaría nuestro olvido.

Pero está. Vino su magia perversa hacia nosotros que lo extrañábamos. Resurgió vehemente e incitó a la colada del norte a competir con la del sur.

Es una lava tan líquida, como si se alimentara del fuego gracias a la generosidad del infierno, y circula muy cerca de las casas familiares en el sur. Y nosotros en el norte. A sufrir hasta que difundan el Orto.

Domingo, cinco, el saludo preocupado de mi hermano cuya casa está en penduras: “Hola, ¿alguien sabe cómo va la colada del sur?”. Ya no se dan los “buenos días, hermanos”, el saludo del chat de los cinco. No son buenos días para este chat. La contraseña “hola” disfraza nuestros aullidos. Hasta que volvamos a los felices buenos días. De antes.

En el audio, la voz de Tony pierde luz a medida que narra: “Buenos días, seguimos con la misma desgracia que es este volcán, pero tenemos que asumir lo que nos va tocando, sigue largando lava por el medio del cono, en la base, dirección montaña de Todoque; y luego la colada sur sí que está haciendo bastante daño, se ha llevado por delante un montón de viviendas, y ahora, en la carretera de Puerto Naos, cruzando la recta de las palmeras, por el restaurante Las Norias, por encima de la cancha de Tenis, ya pasó por los estanques del cabildo y, como está bastante líquida, se va metiendo ahí abajo por todos los sitios. Pues nada, en cuanto sepa algo más les voy contando”.

El cinco de diciembre el cono se abre, una recóndita grieta lo atraviesa. No se sabe qué significa, ni qué la ha originado, ni sus secuelas. La tierra desgarrada enseña sus dientes quebrados. Mordiendo el aire. De extremo a extremo impresiona la oquedad, de la corteza al fondo y tú, en la orilla, como sin brazos que amortigüen la caída. ¿El fondo de la tierra es anterior al tiempo? ¿Quién nos rompe y nos arruga, el volcán o la tierra? La lava que dura y se endurece, ¿nos endurecerá? De volcán a lava, de tierra a grieta y ni un céntimo de paz; ¡aléjate, tiempo! Y el cielo cada vez más lejos.

No de los animales evacuados. Más de setecientos conviven protegidos bajo los impresionantes eucaliptos, en La Rosa, barrio de El Paso, en un modesto refugio cubierto de toldos en desnivel por cuyas aberturas el viento muge, y mimados por los numerosos voluntarios del mundo. De Irlanda hasta Málaga o el País Vasco; y muchos de las islas. Encariñados con los animales, los voluntarios lo mismo extienden, en los improvisados corrales anexos, el forraje obtenido por donaciones o no, como rebosan de plátanos verdes troceados las posturas de las cabras o desmenuzan el pan viejo para patos, conejos, gallinas. Hay de todo.

Un pony se frota el cuello contra la panza de Sancho, un burro manso. La burra preñada desconfía de los intrusos. Irradia salud y parirá en enero. Un robusto cerdo rosadito consiente la caricia de un joven de Gran Canaria para que le retire el estiércol. Junto con su pareja, también voluntaria, descartan el pabellón y duermen en el furgón. Los convoyes con el avituallamiento para el personal provienen del campo de fútbol de El Paso; los menús, de restaurantes locales, costeados por los ayuntamientos, y de World Central Kitchen, ONG fundada por José Andrés, el chef solidario, premiado mundialmente por su labor humanitaria. Enternece una pareja nonagenaria, él ordeña, ella los contempla embobada, a él y a sus dos cabras. Las visitan tres veces al día. La magia de las canas estimula su afecto.

El seis de diciembre, más grietas, más lavas, gases altos; coladas al norte, al centro, al sur, gran volumen de magma galopando debajo de nuestros pies, más tremor, lo único que se está sosegando es el viento y el enjambre sísmico.

El siete, entra agua, más vapor, más ceniza, bajan la presión y el dióxido de azufre. El tremor en subeibaja. Al sur y oeste de la montaña Cogote, hendiduras cuyas zonas centrales zozobraron al abrirse por fuerzas internas causando fosas o graben.

La colada sur baja el acantilado hacia el Atlántico rumbo al Charcón, rumbo al cosmos del faro. Acercándose a su aura desnuda. Que la debilidad no te infecte, dios del acantilado. 

Como una víbora, en zigzag, como cuando se tiene hambre, mañana y pasado la lengua de lava líquida arrastrará sus cascabeles enfurecidos sobre el verdor tembloroso de las Hoyas, deglutiendo plataneras a troche y moche.

La nostalgia es verde. Piadosa pero verde como las plataneras. Nos cegamos para no verla. Quizá para no asustarla, o para no sentirnos maltratados, pero está. De inmediato sucedió y la vi. La vi, hermosamente acurrucada en el interior de los ojos de él. De mi marido. Que los estragos de la nostalgia no usurpen el verdor. De tus ojos y de nuestra esperanza. 

Después de la ceniza, las carretillas y las sopladoras están en alza. “En tal ferretería vi una”. “Qué dices, ¡si las recorrí todas! Dios, que no se la lleven que ya tiro para allá.” Se llevarán el premio del trasiego. Cuánto lo sentimos, maletas polvorientas, bolsas negras de basura de las grandes, caducó el reinado, el éxito es efímero.

Hasta el regreso a alguna parte.

De noche, en la plaza de Argual, llueve ceniza a cántaros que se posa sobre nuestra embriaguez, y la sorbemos como un reguilete para cesarla. Agoniza prisionera entre la espuma de la cerveza. ¡Que se muera!, pero que no mate nuestra ebriedad. Dorada.

Llorar de ebriedad es como si poseyeras lo que se fue.

Y de pronto, la amamos, a la ceniza; antes no, ahora sí; las incoherencias de los altibajos emocionales son turbulencias reservadas a los afectados. Y asumimos obnubilados la indecisión que nos enfurruña y que encoge la distancia entre un sí, un no o un no sé.

Y añoras ser los otros. Los que después de seis horas en la cola de Los Charcos, por emisión de gases, deben retroceder sin acceder a sus casas. Pero están, viven. No llores por la ceniza, no es un castigo, es la salvación. Significa que tu casa está. Y respira. A la ceniza, yo la amaría por encima de todo. De los tejados y de las chimeneas. De los grumos en los ojos. Tiene la facultad de cubrir, quizá de aplastar y arrugar pero no de matar. ¿Quién se atreve a matar algo que da calorcito? Es de nuestra sangre. La ceniza. Abriga sus casas más arriba de las ventanas, gente querida, las mira a los ojos de tú a tú, porque es necesaria para ellas en esta emergencia como el aceite para las sardinas. Significa que duran y perduran. La ceniza las guarece.    

Nosotros sin ceniza. Ahora es otra cosa. Ya no le decimos a la casa, aguanta, como cuando respiraba. Ahora, te estremeces al ver que la colada cogió el camino andado, y avanza por lo que fue tu casa que cede sus lomos enterrados para que la lava se deslice sobre ellos y no destruya otras casas no menos azules.

Ocho de diciembre, sesenta viviendas lapidadas en menos de tres días por esta maligna colada sur, aniquilando Todoque y Las Norias. El volcán ha dejado de vomitar ceniza y solo expulsa agua y gases que aumentan su explosividad. El áspero olor a huevos podridos o a plátanos echados a perder se filtra por las rendijas.

Al atardecer del ocho, la Dirección General de Seguridad y Emergencia el Gobierno de Canarias actualiza el Plan de Emergencia, nivel dos, para el día nueve, a partir de las diez: “debido al estancamiento de la colada de lava que discurre más al noroeste, se procede al fin de la evacuación de la Calle Nicolás Brito Pais y zona de las Martelas de Abajo, en Los Llanos de Aridane”.

Un guiño alentador, ¿tiene algo que ver con el final? ¡No hay que explicarlo todo! Sin embargo, en los chats siempre hay alguien que echa la puyita: “Yo no lo daría por seguro, a ver si hay que salir por pies otra vez”. En los foros, en las plataformas, los afectados se desahogan: “No sé yo, ojalá se apague porque necesitamos vivir, pero estoy mosca. Estoy con la mosca detrás de la oreja, este volcán es un zorro, un puñetero,”. “¿Se calmará como dicen?”

¡Puede! En la madrugada del nueve, en nueve horas, ¡solo cinco sismos! Y ninguno profundo. Desde las ocho ni uno y son las doce. ¿Y el cernícalo que regresó? ¡Se fue desde septiembre! ¿Vislumbra la calma? ¡Amaneció posado sobre los cables eléctricos! Absorto.

“¿El volcán decrépito? ¡Si nos tiene a todos nublados! ¡No sé yo…!” “Que sí, mujer. Continuamos, aliento es lo que hay que tener y palante, mirar parriba y no mirar abajo, estamos vivos”, nos animan los que no han perdido nada. ¡Y dale con que estamos vivos! Vivos sí, pero los de las pérdidas andamos en postura invertida, con la cabeza en los pies, invocando una risa, un regocijo que nos transfigure. Porque arriba persiste él, en lo anaranjado, entre las dos torres de humo y en nuestros ojos.

El diez, a punto de levantar cabeza, ¡solo ocho terremotos en quince horas!, bruscamente, en la tardecita, un enjambre sísmico traiciona la ilusión, veintiocho sismos en tres horas. El magma deambula en la profundidad. No intuimos qué hará. Que no nos descienda más.

Sobre el mundo esquilmado. Amparados por el inexorable calentamiento global, treinta tornados han hecho hoy escombros cinco estados de EEUU con víctimas mortales. El peor de la historia. En Kentucky, la fábrica de velas se apagó. El cambio climático las sopló.

Enardecido por tal devastación, en la mañana del doce, el volcán se reactivó explosivo, como una olla a presión que se destapa. El ansioso torbellino de ceniza se desparramó, empujando de la zona a los técnicos por gases potencialmente letales. Resucitó sediento. Como si entre graznido y graznido se rompiera. ¿Serán sus últimos ronquidos? ¿Se truena así en la agonía? ¿Percibe sus propios estertores? ¿Se irá o se quedará? Por primera vez noté sus ojos creciendo furiosos en el monte y lánguidos cerrándose después. Juro que por primera vez lo presentí cercano, nuestro, atrapada por su muerte.

No hace falta su luz. ¡Que se extinga! Está lo demás.

Pero el suelo que se encorvaba debajo de ti nos perturba y hay que tener cuidado con las consecuencias. “Yo aún no duermo”, nos dijo ayer un vecino del Paraíso, cuya casa se la llevó el volcán a poco de la erupción. Horas antes, lo alarmaron las paredes calientes, igual que el piso de la casa que se elevaba y descendía, en vaivén, como si una serpiente reptara por debajo y, al concluir la danza, un zumbido hueco yéndose. A continuación, se repetía el bamboleo. Espeluznante. “Los perros acojonados, escondidos en la bodega sin querer salir, llamaba a Jedey y allí nada, es aquí, va a estallar aquí dentro de casa.” A la una del mediodía escaparon con una mochila al hombro, los perros y el miedo. El volcán explotó a las tres, justo por encima de ellos, de la montaña Cogote. Aún sin conciliar el sueño.

Porque los sueños nos beben a tragos. Este de anoche, casi lo logra. Me soltó en una habitación entrañable, con dibujos de trenes roncando en las paredes. Al sentarme, la mesa se esfumó junto con la silla; cuando me acercaba, el sofá hizo flash y se diluyó; a punto de lanzarme a la cama esta desapareció. Ya sin nada en su interior, el cuarto menguó y menguó, se hizo llama y se fue. Pude salir en uno de los trenes. Menos mal, pero el susto no hay quien te lo quite.

Nos abofetea ahora, nos abofeteó antes, ¿y lo hará el día después? Dan ganas de estrangularlo.

“La última embestida me tocó a mí. Esta semana aún guardaba la esperanza de salvar alguito. No fue así. El dron de ayer me lo dejó claro. Tanto velar por ella y acaba así. La lava se coló por un rincón y destruyó a lo bruto los rincones que adoraba.” Ayer fue sábado once, hoy, domingo doce, recibí el mensaje de mi amiga Delia en el que la palabra clave se escabulle. Mañana se llevará la de mi sobrina. En vilo desde septiembre. Ahora, sin nada. En el camino.

Quiere imprimir su marca. En las laderas del cono, ha ido dibujando poco a poco jeroglíficos como los grabados rupestres de las cuevas de Belmaco, en Mazo. La grandeza del destrozo. No son formas circulares caprichosas, como deducen los científicos, por la condensación de gases sobre el terreno de ceniza apelmazada, no; emula, a conciencia, suspicazmente, las espirales rupestres que nuestros aborígenes grabaron en las piedras. Otra de sus señales, ¡de veras! Erradica la fórmula del culto al agua, a las fuentes y los manantiales para que lo veneremos eternamente. A él. Los afectados somos fáciles para su poder supremo.  

A las diez del trece, precedidos por el sonido de las sirenas, desde un coche sonoro irrumpe la voz: “Atención, atención, les habla la Guardia Civil, se informa requerimiento de confinamiento por nivel alto de gases. Deben permanecer en sus casas con puertas y ventanas cerradas. Seguir instrucciones a través de medios de comunicación oficiales, gracias”. Confinados Los Llanos, El Paso y Tazacorte.

Esta tarde, a las seis, pulsos estrombolianos, ¿qué estará sucediendo? El volcán se reactiva: un abrupto rascacielos de ceniza de más siete mil metros agrede el cielo con fuertes explosiones y rayos, puntos arriba, puntos abajo; la situación está complicada, el tremor inestable: sube a tope y al instante a cero. Imposible responder si es un pulso o una reanimación en toda regla. Este volcán tiene de todo y los científicos no se arriesgan a emitir un diagnóstico, cuando se les pregunta desearían que los tragara la tierra. El sonido atronador, la sanguinolenta lava, el penacho llegando al cielo, ¿qué nos dicen? ¿La traca final?

Porque el catorce de diciembre, el volcán amanece en período de latencia, inactivo, una sutil fumarola como un farolillo que se desvanece, una punzada de vida en la base ilumina sus constantes vitales. El volcán se deshincha, se agarra a la vida, quiere pero no puede; sin embargo, tiene algo que ocultar y hay que estar observando a ver hacia dónde deriva.

Cerca del cementerio, por las fisuras, salen metano y dióxido de azufre en cantidades perjudiciales para la salud. Y solo un diez por ciento de oxígeno que es como si estuvieras muerto. El audio es de Tony: “No está apagado porque sigue manando gases y hay que estar pendientes del tremor, ojalá haya suerte y los gases vayan a menos, a ver si nos viene un buen regalo de Navidad”.

No nos damos cuenta pero se está yendo, su respiración es perezosa, le falta vida. Es quince de diciembre y sobre su boca muda, ya carente de coraje, apareció el sol que recobró su autoridad mermada temporalmente. Sin duda podremos identificar si es un grito el canto de los pájaros posados en la montaña de Todoque, o si son las campanas de la iglesia lo que oímos. Si es rastro de ceniza o son grajas los puntos negros que retozan sobre las melancólicas plataneras. Marchitas.

O sobre las piñas flacas que maduran extenuadas sobre el tronco casi seco de la mata madre. Tumbadas. Abatidas. O son mirlos que vuelven con hambre, expulsados del país del volcán y de las fajanas que humean.

Hoy dieciséis, se ha activado la sismicidad profunda y su intensidad. A ver si nuevas bocas nos sorprenden arrojando gases y vapor de agua, barrunta un científico; algunos callan confundidos ante tal comportamiento. Se estará recolocando. Una pausa movidita antes de la página final.

El dieciocho, las laderas del cono oscilan como plumas, son sales blancas que rivalizan con el amarillento de los depósitos de azufre. En el cráter, gases azulados; en la Bombilla, gatos, ratas y bastantes aves muertas a causa de los gases que burbujean a cincuenta metros de la orilla del mar. Los pobres.

Porque, claro, no es tan fácil; si viene lluvia, riesgo de correntías; en cuanto a gases, descenso de oxígeno en Puerto Naos o la Bombilla; este mismo viernes, pequeño flujo de lava remanente de un tubo volcánico. Que se le enfríe ya la respiración, por dios.

¡El volcán quieto! La luna llena que estrena diciembre hoy diecinueve, ¿anticipa su muerte? ¡En cuarto creciente reventó! No palpita casi. De cuando en cuando, un hondo suspiro azul tiñe la aureola del cráter. ¡La luna llena lo aniquilará!

¡Todo termina siempre!

Que sí. La boca desflorada se encapulló y, exhausto, el volcán se hundirá en ti que lo pariste, isla querida, una semillita sembrada en ti. Se agazapará. Como un pobre diablo, lamerá su lengua seca y se demorará soplando flojito en una siesta ininterrumpida de doscientos años, o más. Porque nuestros ojos ya no serán sus ojos. Serán los tuyos. Su carne incinerada llenará tu interior. El lenguaje que escribió con piedras escribirá con tierra fértil tu memoria. Las nubes serán nubes y no humo o dióxido de azufre; los martillazos, golpecitos de lluvia que esperan al otro lado de la cumbre y no te harán temblar. Que nadie huya.

¿Y las enigmáticas fajanas espantando las olas? Nosotros las descifraremos, todos y todas, no otros. Limaremos la aspereza de las piedras que tatuaron nuestra nostalgia, y las rescataremos, demasiado útiles para erigir castillos chiquitos, para armar con cabañas las resignadas laderas, modelos de sostenibilidad. Se truncó la mancha, lo negro; por cada piedra un árbol, un monte suscitará otro monte que maravillará al mundo. Nuestros berridos no ahuyentaron la sensibilidad que asoma revoltosa en ti, isla querida, y la sorbemos a buches, salvaje inspiradora.

¡Un momento! Aquello blanquecino que besa el suelo de la ladera no es dióxido de azufre ni cáscaras de huevos escachadas, ¿son plumas o esperanzas?

La esperanza plagada de ceniza que se hizo paisaje. Y humea.