Lo que empezó siendo una clase escolar de cultura británica se ha convertido en una realidad imparable. Por estas fechas se escuchan diferentes posturas ante la anglosajona costumbre de Halloween, la noche de los difuntos y de extrañas y sobrecogedoras manifestaciones de ultratumba.
Lo cierto y verdad es que este fenómeno venido de “fuera” ha hecho saltar las alarmas y se palpa un resentimiento y clamor de defender los días de finado y las costumbres que se están perdiendo en Canarias. En los últimos años se van perdiendo y sólo se respetan y guardan en determinadas familias.
Por suerte para las tradiciones canarias encontramos a instituciones y asociaciones privadas que hacen esfuerzos por conservar las tradiciones de difuntos (Finado), valga el ejemplo de la agrupación folclórica Los Arrieros con el evento Noche de Finados.
Ritos y costumbres ante la muerte (finado)
En el momento de una muerte, fuera la hora que fuera, una persona se trasladaba urgentemente al casco urbano de Los Llanos de Aridane en busca de lo necesario para la mortaja. Si fuera necesario se despertaba al comerciante. Según las preferencias y devoción que había mostrado en vida el difunto o los deseos de la familia, el “cadáver se sobrevestía” con ropajes negros (San José o la Dolorosas); marrón (San Martín y San Isidro); y el color blanco para niños y jóvenes, entre otros.
Las telas de las mortajas imitaban túnicas, en las que se formaban pliegues, cuellos y mangas sujetas con pequeñas puntadas o alfileres. Estas labores se hacían cuando el difunto ya se encontraba dentro del ataúd, “cajón” en La Palma. La mortaja no tenía parte trasera, sólo se armaba sobre la parte delantera. A las elegantes mangas anchas y largas se las conocía “por manos de ángel”. Una vez amortajado, se le ponía una hilera de flores diagonalmente desde las rodillas al pie.
En caso de muerte de un gemelo, el que sobrevivía se apresuraba “a medirse”. Consistía esta costumbre en utilizar una cinta o una tira de tela y medirse desde la cabeza a los pies, y una segunda medida, el largo del pie. Una vez obtenida “la medida” se hacía un ovillo y se colocaba en el cajón del hermano gemelo difunto. Era la creencia que “si no se medían, el muerto lo llamaba”. En 1959 a la muerte de Carmen Paiz Cruz su hermana gemela, Rosario, “se midió” y colocó su medida dentro del ataúd de su hermana.
Los velorios se hacían en las salas de las viviendas. Una vez producido el fallecimiento, los vecinos se apresuraban a retirar todos los muebles y otros enseres. En el lugar destinado a colocar al difunto se ponía de respaldar, normalmente, una colcha roja y sobre el largo de dos mesas pequeñas de salas tapadas con sábanas se ponía al difunto, vestido y envuelto en sábanas. Quien no tuviera dos mesas, los vecinos las traían.
Otras veces, se velaban en la cama, “hasta la llegada del cajón”. El cajón –ataúd- se construía por encargo, una vez producido el fallecimiento. En La Laguna se recuerda que el carpintero José Fernández Díaz (papá Pepe), murió en 1926, los construía con unas planillas, según el tamaño del difunto, los cajones en las lonjas de la casa de Doña Rosario, “el colgadizo” que fue pasto de la lava del volcán, 2021.
En los años cuarenta del siglo XX, se establece en Los Llanos de Aridane el servicio funerario de Juan Pérez Rodríguez, empresa que hoy continúan sus descendientes con la denominación social de Funeraria Los Remedios. Fue la primera empresa que se estableció en la isla y la primera que en 1944 contaba con el primer coche fúnebre, con la matrícula TF-1887. Este vehículo, un Packard americano, fue traído desde Méjico por Gabino Brito. Juan Pérez Rodríguez lo adaptó al servicio fúnebre y antes lo que significaba el adelanto de estos servicios, el empresario insertó publicidad en Diario de avisos, el 31 de julio de 1944, en la que decía: “Ha quedado establecido un servicio de Coche Fúnebre que se amolda a las más amplias necesidades exigidas por el ramo de la higiene”. Continuaba diciendo: “En este mismo establecimiento se venden cajas mortuorias de todos tamaños y calidades a precios reducidos. Los Llanos de Aridane. Calvo Sotelo nº 16”. Antes de la apertura de locales destinados a velatorios, la funeraria llevaba a la casa del difunto todos los útiles necesarios para preparar el velorio.
De esta empresa funeraria en el año 2017 expusimos en la sala Real, 21, de Los Llanos de Aridane, un antiguo ataúd, forrado en tela, que lamentablemente fue pasto de la lava del volcán a su paso por Todoque.
Con anterioridad a la utilización de “cajones para difuntos, se utilizaba varíales”, especie de camilla de lona. Se ha recogido un decir de Pedro Rodríguez González (1897-1996), vecino de La Laguna, quien, bromeando, recordaba lo que escuchaba en su niñez: “Cuando yo me muera me llevan en los varíales, que después, ya da igual”.
En torno al difunto “se sentaba el acompañamiento”, mujeres, mientras los varones se encontraban fuera, en el patio o en la calle, donde también se ponían sillas. Si no había suficientes en la casa, se traían de las casas próximas. Costumbre, que, en menor medida, aún hoy se conserva en los locales preparados para velatorios: mujeres con el difunto y fuera de la capilla del velatorio los hombres.
Es una creencia, hoy en desuso, el levantar el velo que tapa el rostro del finado. Muchas personas están convencidas de que “si no lo veo, no lo entierro”, en referencia de que hay que estar seguro de que está muerto.
En el momento del entierro llegaba el cajón, dentro del que se conducía al difunto al cementerio. Las 24 horas de “velatorio”, el difunto estaba, como dijimos, sobre dos mesas. Según la condición social del difunto el cajón o caja era “adquirido, o por el contrario prestado”. En la iglesia de Nuestra Señora de Los Remedios, en Los Llanos de Aridane, se guardaba el “cajón comunal” que una vez efectuado el entierro volvía a ser recogido y devuelto a la iglesia, a la espera de otro servicio.
Fue, y sigue siendo en menor medida costumbre, obtener unas fotografías al difunto, finado. En algunos casos al no taparse, con sábanas o colchas, y al estar el fallecido vestido de traje y corbata, confunde y parece una foto de una persona viva. Valga como ejemplo la foto de Juan Rodríguez Martín, fallecido en La Laguna en 1929 a los 18 años de edad, en la que aparece con traje y corbata, con la cabeza apoyada sobre un cojín y su cuerpo sobre un tablón. Como respaldar se encuentra una mesa, que hace de pequeño altar, con una cruz, cuatro candelabros de cristal, con sus velas, y dos ramos de flores.
Otras fotografías reflejan al difunto rodeado de sus familiares más directos. En 1999, en La Laguna, a Susana Brito Fernández “se le hizo una foto de cuerpo presente”, para remitirla a un hijo que residía en Venezuela.
Esta costumbre de fotografiar a los difuntos pudiera estar relacionada con las ansias de tener un último recuerdo del difunto o bien por no contar con fotografías de éste. Antaño era el último “esfuerzo económico” que humildes familias podían hacer por su ser querido. Especialmente aparecen fotografías de niños muertos, de corta edad, amortajados como ángeles y una corona de flores en la cabeza. Posiblemente era la única fotografía que conservara la familia.
Se recuerda, muy vagamente, que en algunos velorios se “contrataban a las mujeres lloronas”. Mientras hacían su trabajo, el familiar que las había contratado les decía, según Celso González Brito, “llórenlo bien llorado que yo, se los doy bien encolmado”, queriendo decir con esto que se les gratificaría económicamente o en abundantes “especies”. Después de estos comentarios, de encubierta rentabilidad económica, el tomo de los llantos aumentaba considerablemente, contagiando a las demás personas que se encontraban en el velatorio. Los lloros eran incesantes.
Las veinticuatro horas que duraba el velorio, más los ocho días de espera antes de “la misa de salida se paraban los relojes de campana que existieran en la casa de los dolientes”.
Los espejos se retiraban de las paredes o se les daba la vuelta hacia la pared. Incluso se ponía una cinta negra en la fotografía de algún familiar directo que se encontrara ausente. Nos referimos a esos “grandes retratos que se colgaban en las casas”.
Si había en la casa una jaula con un pájaro, durante ocho días, se le ponía una tela negra, colgando a modo de crespón. La explicación que se da a ello es doble, por un lado, se dice que al morir una persona de la casa “el pájaro se ponía triste y se moría” y la otra era “que se le ponía de luto y se tapaba para que no cantara esos días”.
Una curiosa anécdota: cuando murió Daniel Pais Cruz, no se le puso luto a un loro de la casa del difunto. Se cuenta que el animal se “puso aburrido, dejó de hablar y cuando se dieron cuenta, se le puso un lazo negro en la jaula”. A los pocos días el “triste pájaro volvió a hablar”. En 1987 a la muerte de Antonio Gómez Gómez, en La Laguna, se puso de luto a los pájaros de la casa. Si durante el velorio un pájaro capirote se ponía a cantar el vecino más próximo corría, cogía la jaula y se la llevaba, también corriendo, para su casa.
Si el difunto era propietario de abejas se tenía extremo cuidado. Las colmenas se “tapaban con un lazo negro, por el miedo que se fueran con el muerto”. Se refieren a la reacción que tienen las abejas ante la muerte de su dueño. Se cuenta que salían, enloquecidas, de la colmena en busca de su dueño. Se ha recogido que, en el municipio de Villa de Mazo, no hace muchos años, el “enjambre salió de su colmena y fue hasta la tumba de su dueño, entrando en ella por un pequeño orifico que quedó abierto”.
En el momento de la salida del cortejo fúnebre del lugar del velorio se llamaba a las familias, “antes de cerrar la caja, para despedirse”. Consistía en que la familia, incluso los niños de corta edad, permanecía un momento al pie del difunto. Otros, los más allegados, besaban al difunto
Los entierros se clasificaban, según las posibilidades económicas de los familiares, en diferentes categorías, siendo la más costosa la de “primera clase”. En los de mayor categoría económica el sacerdote, junto con sacristán y monaguillos, esperaba el cortejo en el badén del barranco de Tenisca, a la altura del actual parque Antonio Gómez Felipe. Si el entierro era de primera categoría las campanas “tocaban a difuntos desde que llegara el cajón al barranco de Tenisca y si era de última clase, sólo cuando llegara a la plaza de la iglesia”. Contamos con un recibo del año 1903 donde Gregorio Pérez Martín, vecino de Tajuya –hoy La Laguna- abona al párroco de Nuestra Señora de Los Remedios, Domingo Fernández, la cantidad de diez pesetas “por un funeral de cuarta clase”, celebrado por el descanso de su madre María Josefa Martín.
En los entierros de máxima categoría “el cura levantaba el cadáver, daba unos responsos en la casa y acompañaba el entierro, con paso de entierro”. Consistía este “paso de entierro” en ir caminando con el cajón a hombros, sólo el terreno que ocupaba la planta del pie, es decir, “punta con tacón”. Al sacerdote debidamente revestido lo acompaña un monaguillo con la cruz parroquial.
Aún hoy el párroco de Los Llanos de Aridane, si lo solicitan los familiares, acude momentos antes de la hora del entierro al velatorio “a levantar el cadáver” y junto a los asistentes pronuncia unas oraciones y dar el pésame a los familiares.
Se recuerda que, para el entierro de Sixto Gómez Pérez, año 1947, desde Los Llanos vino el sacerdote a la casa donde lo velaban en La Laguna, que distaba unos cuatro kilómetros.
También en los entierros de máxima categoría se solía contratar a la Banda Municipal de Música. Esta costumbre de contratar a la banda de música ya la vemos en los asientos contables de la Banda “La Filarmónica” –actual Banda Municipal- en los que se expresa que en 1870 se ingresó 60 reales de vellón “derechos cobrados en el entierro del niño de D. Tomás Ramos Durán”.
(Continuará)
*María Victoria Hernández es cronista oficial de la ciudad de Los Llanos de Aridane (2002), miembro de la Academia Canaria de la Lengua (2009) y de la Real Academia Canaria de Bellas Artes San Miguel Arcángel (2009)