Aún sigo siendo aquel niño que se ve a tu lado.
Hacía mucho tiempo que quería escribir algo así, pero no me salía. Hoy sí, una tarde cualquiera, de un día cualquiera. Hoy quiero compartir lo que seguramente muchas personas sentirán cuando alguien parte a otro lugar que no es la tierra y que nadie sabe bien dónde es. Miramos al cielo, a las estrellas, al mar, al aire; y todo nos parece inconmensurable, tan inabarcable que nuestros ojos se deslizan por todos los recuerdos que hemos vivido. Es una ternura que se alcanza con muchísimo dolor, pero albergando en ella cierta esperanza.
En Santa Cruz de La Palma vivía, y vive aún, un humanista extraordinario, una persona buena, unas manos irrepetibles que acariciaban todo lo que se ponía, y oponía, a su paso. Él se abría el pecho para dejar entrar; por las calles de Concha, en la melodía de un minué, de una nana que me hacía dormir en una paz que no he olvidado, la única paz que no he olvidado, en un sillón que se llena una tarde en El Llanito, junto aquellos dragos intactos que una vez plantó, en un piano que no para de sonar, aunque la silla esté desierta, en el saludo a las personas que pasaban a su lado, esa simplicidad que hemos roto, en la misa del domingo, la de Jesús de Nazaret, el pan de verdad y no esas obleas inventadas, en la palabra cierta de amor, los paseos en Garafía donde la poesía llegaba a los confines de aquellos atardeceres de una Hoya Grande, la de la inmensidad, en la ilusión cuando pasaba el tiempo sin vernos y nacía un beso en la frente, en las agüitas y galletas con mantequilla, o cuando descubrí que el abrazo era quitarte las gafas, y tú reías y yo aprendía a reír.
No me importa decir que te echo de menos, no me importa decir que no me he hecho a la idea de que no puedo verte o tocarte, que no puedo sentarme a tu lado a preguntarte, a que me respondieras y que todo, en cierto modo, desapareciera. No me importa decir que te amo, aunque nos dé miedo. No me importa decir que te echo tanto de menos.
Y el mundo transcurre y tú no estás, y desde entonces el mundo es diferente. Se ha perdido la idea de lo humano, de lo común, del diputado que fue común para todos por igual. Puedo entender que todo se transforma, que todo evoluciona y que el mundo crece, pero creo que hay que aceptar que no lo hemos logrado. Lo siento mucho pero no. Y si molesta mi pesimismo, pido disculpas por ello. Quiero y no puedo. Quiero explotar en lo bueno y no me dejan. Quiero rasgar el miedo que me causan y me lo impiden al mismo tiempo. Atrapados en el no saber qué hacer, en los muros que han levantado para que no gritemos ni alcemos la voz en un clavel que se ha secado por completo. Quiero entender y está prohibido. Quiero estar bien y también está prohibido. Quiero un mundo bueno y el plástico lo invade. Quiero vivir en la verdad y ayudan a mentir. Quiero que decir paz y soy un ilusionista que vive con los pies alejados del suelo. Quiero construir y la pólvora hace el resto. Quiero ser y dicen que es mejor no ser.
Me pregunto hoy, tantos años después de la última vez que hablamos en aquella última frase cuando me explicabas tu muerte, de que aún no habías terminado de aprender. Me aferro a ella todos los días aunque al resto del mundo le importe un carajo, o le resulte banal, o me mire como quien le da una patada a una lata. Me aferro a aprender cada día y a pensar en lo simple, y que por esa razón me tilden de loco y bohemio desahuciado. Joder.
Y vuelvo al amor, tranquilo, y tranquilos. Se acabó la prisa.
PABLO DÍAZ COBIELLA