Lo cierto es que subió la marea, más de lo habitual. Vinieron aguas del otro lado del Atlántico. Se alzaron en la isla y esa elevación permitió que la literatura alcanzara la plaza de Los Llanos de Aridane. Bajo los laureles de indias se enlazaron los encuentros y ahora, pasados unos días, bajo la ausencia se vincula la memoria. Como si fuera una función de teatro ininterrumpida a lo largo de una semana, te acostumbras a unos rostros que antes no conocías personalmente y lo que es más importante aún, te habitúas a unas voces que tienen una musicalidad distinta; unas voces que vienen desgranadas por muchas horas de escritura, por muchas horas de arduo trabajo y que ahora ocupan las terrazas, los escenarios al aire libre, los colegios, los institutos y la Casa de Cultura. La isla de La Palma ha acogido un encuentro literario internacional de alto nivel: el Festival Hispanoamericano de Escritores. Es su cuarta convocatoria, y si nada lo impide, va a seguir haciéndolo todos los años. Una suerte para la isla y un regalo para el Valle de Aridane después de la herida del volcán Tajogaite.
Lo cierto es que la tormenta Hermine hizo peligrar la gran reunión; la llegada de una veintena de escritores mexicanos, otros de la península y algunos canarios, prevista para el lunes, tuvo que aplazarse para el martes. Ni el aeropuerto de Los Rodeos, en Tenerife, ni el de Gando, en Las Palmas, se hallaban operativos. La influencia de la tormenta tropical, había dejado en el Este de la isla de La Palma precipitaciones del orden de 280 litros en Mazo y en Los Sauces. Una agua quieta del sur y por ello, sin frío, sin viento, de varios días lloviendo; la lluvia que le gusta a los agricultores, la que alcanza las raíces profundas de los árboles; la lluvia de la infancia. Caprichos de la tormenta, en el Este regó los campos secos tras el verano, pero en el oeste dejó la plaza de los laureles vacía. Cuando llegué a mediodía del lunes a Los Llanos, las calles estaban mojadas, un sol tímido se reflejaba en los charcos, las nubes corrían ligeras en jirones hacia el sur y pesadas y oscuras por el norte. Bajo ese cielo revuelto, al fondo, la nitidez absoluta y hermosa del pinar y las paredes verticales de la Caldera de Taburiente, como un óleo al final de la calle.
En la recepción del Hotel Valle de Aridane me dijeron que no había llegado nadie del Festival. Después de tomar la habitación, me acerqué a un restaurante chino de la avenida. Dando un paseo tras el almuerzo, regresé al hotel y pedí al conserje que me consiguiera una silla para la mesa de la habitación. Un escritor puede vivir sin comer pero no sin un lugar donde sentarse. Llamé a Nicolás Melini, el director del Festival: “Vente para acá” , me dijo. Se hallaba en el kiosko de la plaza con Juancho Armas Marcelo y con Anelio. Me entretuve un rato y cuando llegué, Nicolás ya no estaba. Anelio me presentó a Juancho. Con una agradable conversación acudimos a cenar a un italiano acompañados por un joven fotógrafo y la esposa de Anelio. Estos regresaron a Santa Cruz de La Palma y el fotógrafo se retiró al hotel. Lo cierto es que a las 22, 15 horas, Juancho y yo estábamos en una mesa de la Plaza y éramos los únicos de la noche excepto tres clientes que pronto terminaron de cenar. Una noche bajo los laureles. Los mexicanos durmiendo en un hotel de Madrid, Anelio cruzando el túnel hacia la bruma del este, Melini comprobando a golpe de móvil que los hilos estaban bien atados ante los cambios obligados por el temporal y Juancho y yo, agradeciendo al amable camarero que accediera a servirnos un ínfimo chupito, y solo uno, de ron Aldea blanco y dos botellitas de agua con gas. Juancho, según me contó, ya estaba más tranquilo que por la mañana. Las previsiones eran que Hermine se alejaba. Juancho, como todo el mundo sabe, sin llegar a la cantidad de Freud, es un gran fumador de puros y yo fumo tabaco de liar. El humo más blanco de mi tabaco era recogido por la nube más azul de los habanos de Juancho y se elevaban, ambos, sembrando palabras en el aire solitario de la noche.
Lo cierto es que me sentí afortunado de poder acompañar a este escritor que es memoria viva de la literatura en español. Si el nicaragüense Sergio Ramírez, según Naira Bermúdez, es la bisagra entre México y Sudamérica, Juancho Armas Marcelo es la bisagra entre España y América, y entre Canarias y el mundo. No es poca cosa enlazar lo lejano y él lo sabe hacer como nadie. Físicamente tiene un aire a John Wayne, pero no por lo que hace sino por el porte: un gran cuerpo que se mueve elegantemente. Me sorprendió su saber estar, su rotunda sinceridad, su amabilidad con las camareras y con los camareros, su forma de abrir los brazos a los que se sientan a la mesa. Ahora que lo pienso, aquella gran conversación del lunes con los aeropuertos cerrados, solos en la noche bajo los laureles de la plaza que tanto aprecia Juancho, fue para mi, aunque velado y secreto, como el coloquio que daba inicio al Festival Hispanoamericano de Escritores. Podría haberse titulado: “Literatura, amigos y no tan amigos del alma y nacionalismo sin sustancia: una conversación con Juancho Armas Marcelo”. Por supuesto, rodaron algunas cabezas y se derribaron algunas estatuas; sin odios, meramente por una cuestión histórica o didáctica. Todo ello dentro de un tono moderado, sin altos ni bajos y como siempre ocurre con Juancho, entre col y col, la brillantez de alguna de sus increíbles anécdotas. Lo cierto es que sobrios, lúcidos y tranquilos, avanzamos por las calles desiertas de la madrugada, parando a cada diez pasos como si fuera un punto y coma en la escritura y ya cerca de su hotel, nos despedimos hasta el día siguiente. La tormenta Hermine se perdía en el océano y yo ya tenía la cabeza llena, y no de agua, sino de literatura. Y esto sólo fue el principio.
Al día siguiente, después de cruzar el túnel de la cumbre y regresar a la bruma y a la lluvia del Este, intervine en la Cope, en Santa Cruz de La Palma, junto con Anelio que lo hizo por teléfono. Él habló de la importancia del Festival para la isla de La Palma y yo sobre la cocina del “El Libro de Sara”. De vuelta a Los Llanos, el taxi había recogido en el aeropuerto al escritor Andrés Sánchez Robayna y tuvimos una agradable conversación. El poeta Bernardo Chevilly me había recomendado que le entregara, sin falta, mi libro y yo siempre le hago caso a sus sabios consejos. Andrés fue al hotel y yo a la plaza a echar una caña. Cuando iba a tomar mesa, escucho: “¡Oscaaarr, vente para acá”!, Juancho llegaba con el gran Pepe Esteban, el patriarca, el hombre que más sabe del ruedo ibérico, editor y escritor, el último que queda de los que fueron al entierro de Pío Baroja y una persona simpática y encantadora. Al momento llegó el director del Festival, el escritor Nicolás Melini y su temple calmado. Los aeropuertos se hallaban operativos. Lo cierto es que, de repente, llegó la marea, una veintena de escritoras y escritores mexicanos encabezados por el maestro Gonzalo Celorio, se acercaron y nos fuimos saludando; se desparramaron por las mesas entre risas, pidieron café o cerveza y apreciaron mucho las aceitunas aliñadas. Se enriqueció la prosodia del idioma, otra musicalidad sonó en el aire. A lo largo de la mañana fue llegando el resto. Lucía el sol y la plaza bajo los laureles se llenó de literatura. Era la hora del almuerzo y se repartieron por varios restaurantes. Unimos dos mesas en La Pérgola, al pie de la torre de la iglesia, y almorzamos Pepe Esteban, Gonzalo Celorio, Andrés Sánchez Robaina, Rosi Pascual y yo; al momento, se sumó Francisco Javier Rodríguez, historiador de la lingüística, lexicógrafo y ensayista venezolano. Hablamos del volcán Tajogaite, de la endecha bellísima a Guillén Peraza, del doctor Arlt y el volcán Paricutín, de los chiles mexicanos y de la pimienta palmera, de los abuelos canarios de algunos de los que vienen del otros lado del Atlántico, del exilio, de Alejo Carpentier, de las tertulias de Madrid antes de la guerra y más asuntos. Lo cierto, es que fue una reunión realmente entretenida y muy confortable. Después de asistir a los coloquios de la tarde, en el Museo Arqueológico Benahorita ante la moliña, y no en la plaza como estaba previsto, acudimos a cenar al italiano y me tocó en suerte, cena poética con Pepa Alemán y con Lucía Rosa; las dos encuadradas en una ventana clásica de la arquitectura canaria que daba a la calle. Voces iluminando la noche. En la mesa de al lado, el poeta Aurelio Mayor, la editora Margarita de Orellana y otros escritores mexicanos, cenaban ante un gran mapa de África que colgaba de la pared y parecía que rodeaban el continente como si tomaran posiciones para invadir sus costas. El Festival estaba en marcha.
La mesa de La Pérgola que bajo el parterre hace esquina a la plaza, era un lugar estratégico, tanto para el café de la mañana, para la cerveza del mediodía o para el barraquito de la tarde. A la izquierda, los tres puestos de libros: las dos librerías de Los Llanos y el de Ediciones La Palma. Se podían encontrar muchas de las obras de todas las escritoras y todos los escritores participantes o invitados, incluyendo “El Libro de Sara”, del cual firmé a lo largo de la semana unos cuantos ejemplares. Delante de los libros estaban los pupitres para la firma. En frente, la plaza con dos escenarios, uno para la mañana y otro para la tarde. Los niños jugando, algún alemán tomando su inevitable café con leche aunque hiciera calor, la abuela que pasea de mano con su nieta, la puerta de la iglesia, las palomas y el sonido de las campanas; los alumnos de varios colegios o institutos de la isla, sentados, escuchando atentamente a José Esteban respondiendo a Marta Barrio sobre volcanes; Elsa López, Alberto Ruy-Sánchez o Enrique Serna firmando libros y conversando con algún lector o lectora. La vida misma; la vida, los encuentros y la literatura. Lo cierto es que en esa esquina estratégica estaba una mañana y se acercó Juancho a tomar café y agua con gas. Hablamos y fumamos pero también estuvimos algún rato en silencio. Hay que saber estar en silencio; pero esto sucede sin inquietud, solamente con aquellos que saben hablar mucho y bien y que, incluso, saben escuchar y lo aprecian. Juancho es de estos últimos, transmite compañía con su mera presencia. Estando en éstas, se acercó el editor madrileño Juan Casamayor y Juancho le preguntó: “¿Cómo estás viendo el Festival?” Juan le dijo: “¿Ésto?, esto es único. Organizar una mesa redonda es fácil, pero trabajar con los colegios e institutos y traerlos aquí a la plaza – señalaba el foro lleno de alumnos en esos mismos momentos- es algo que no se ve en la península”. El Festival Hispanoamericano de Escritores que se realiza todos los años en Los Llanos de Aridane, no es una broma, no es cualquier cosa. El Festival ha tenido y tiene una buena organización; avanza hacia su quinto encuentro; se asienta, se difunde y es seguido a nivel internacional; sus contenidos se ofrecen en directo y se hallan disponibles en Internet; tiene rasgos característicos propios y admirables. Los mismos participantes venidos de lejos, agradecen poder conocer esta isla perdida en medio del océano y la isla debe agradecer el poder expandirse en sus escritos o poemas, como el muy bello que leyó el mexicano Alberto Ruy-Sánchez en el gran recital del sábado, en el que tuve el honor de participar entre trece poetas. El Festival tiene futuro y esto se puede decir de muy pocas cosas.
A nivel personal eché de menos a Bernardo Chevilly, a Antonio Jiménez Paz y a Santiago Gil que por diferentes motivos no pudieron asistir. También me hubiera gustado que invitaran a Alicia Llarena y así tener el gusto de conocerla; habrán más ocasiones. Pero a nivel reflexivo, unos días después de haber concluido el Festival, lo cierto, es que no dejo de preguntarme sobre la escasa asistencia a semejante evento por parte de los habitantes del otro lado de la isla. Vienen seguidores desde Francia que se quedaban en el mismo hotel que yo; vienen de Gran Canaria, se pagan sus gastos; pero no vienen los palmeros y las palmeras del otro lado del túnel. No vienen los políticos, ni alcaldes ni concejales ni consejeras; no vienen los profesores, no vienen las lectoras ni los que trabajan en temas culturales; no vienen los bibliotecarios ni los que tienen librerías; no vienen los representantes de tantas y tantas asociaciones; no vienen ni un día; ni siquiera se acercan los escritores, los profesionales de la prensa, las amigas, los conocidos. Solamente los cuatro o cinco colegios e institutos que estaban dentro del programa. Mucha curva; mucha curva mental y mucha comodidad. Yo mismo, en mi retiro horaciano de estos últimos años, también suelo practicar esa extraña transparencia, más de la cuenta. Es decir, hay poco hábito cultural más allá de la calle y la pantalla digital de todos los días. Si la montaña viene a Mahoma, bien; porque Mahoma no va a ir a la montaña. Aunque no hubiera sido invitado al Festival, habría notado estas flagrantes ausencias. Hace mucho tiempo descubrí que dentro de la isla existen más islas. Venimos de siglos de aislamiento exterior, pero también, interior y parece que ello ha influido en nuestra genética de las costumbres. El otro lado del barranco o de la cumbre, puede ser, a veces, pura terra incógnita. La isla del Valle de Aridane, la isla de Santa Cruz de La Palma, la isla de Los Sauces, Barlovento y Puntallana, la isla perdida de Garafía. A raíz de la erupción del reciente volcán y mientras continuaba con su poder destructivo y brutal, se organizaron excursiones para las personas mayores damnificadas y así poder descargarlas de la presión diaria a que se hallaban sometidos. En guagua los trajeron al bosque de Los Tilos y su cascada, a la bella plaza de San Andrés y a otros lugares del otro lado de la isla. En unas declaraciones a la prensa, estos ancianos comentaban; “Yo nunca había estado en la montaña de San Bartolo”. “Yo nunca había estado en el Puerto Spíndola”. Setenta, ochenta años en la isla del Valle, tal vez, estuvieron en Barquisimeto o en Camberra, pero nunca alcanzaron el norte lejano, solamente cuando la fiesta de San Antonio del Monte. En la isla, media hora no es media hora y diez kilómetros no son diez kilómetros. Vete tú a saber. Lo cierto, es que este asunto, el binomio “lejanía - cercanía”, daría para un largo ensayo y no es el momento ahora de extendernos. Que quede claro que incluyo al propio Valle de Aridane dentro del poco hábito cultural, incluido el de cruzar la cumbre para otra cosa que no sea el hospital o coger el barco o el avión. En el fondo, no nos conocemos a nosotros mismos y hacemos poco por conocer al otro que en realidad vive cerca. Demasiado individualismo. La lucha por la Cultura es la guerra que queda y lo es porque incluye a todas las demás batallas por venir. Donde existen y se desarrollan acontecimientos culturales, fructifica el intercambio y las sociedades se asientan sobre un base participativa. Se establecen encuentros. El ágora griego, el foro romano, la plaza bajo los laureles de Apolo. La presencia de público para que los actos, mañana y tarde, lograran discurrir dentro de una normalidad, fue la adecuada; cincuenta o sesenta asistentes ocupaban casi todas las sillas. Público variado, más mujeres que hombres y siempre la presencia de muchos participantes o invitados del Festival. Ir a Los Llanos, escuchar en vivo un coloquio sobre Juan Rulfo, sobre el exilio intelectual canario a América, sobre las mujeres escritoras en un mundo que no contaba con ellas y sobre muchas otras cuestiones; tomar un café y regresar a casa con unos libros firmados por la autora o el autor, parece un buen plan. Después, leer en la soledad insular. Leer, leer a pesar de que predomina moverse ante espectáculos insulsos, incesantes y repetitivos que vienen de la televisión; como si ya no fuera bastante. No hace falta dar nombres. Para éstos no existe el túnel de la cumbre. Espero que nos vayamos acostumbrando a la otra cultura y así se acostumbrarán nuestros hijos a otra cosa que no sea sólo papel mojado.
El acto sobre la libertad de expresión en el Instituto Pérez Pulido que tenía que moderar, previsto para el martes, se trasladó al jueves; Sandra Lorenzano sustituyó a Naira Bermúdez y Sealtiel Alatriste a Gonzalo Rojas, que por diferentes motivos no pudieron asistir al Festival. Hice la presentación de los invitados reduciendo su amplio currículum. Introduje la charla: “Decía Ortega y Gasset que uno es de donde hace el instituto…” Entró Christopher Domíguez Michael, que disertó sobre el tema del velo islámico en Francia y dónde están los límites. Sandra, poniéndose de pie como una profesora, habló sobre la quema de libros y el deber de resistir a ello; cerró el acto Sealtiel, tocando otros aspectos de tan controvertido asunto. Cuando se establece alguna libertad, siempre hay alguien a quien le molesta. Todos los días hay noticias sobre el hecho de que la libertad de expresión está siendo vulnerada en algún lugar. La cruda realidad. Al llegar a la plaza, todos los participantes en el Festival estaban ya esperando en la guagua. Excursión al Remo a comer pescado. Por la reciente carretera, hecha de una especie de mortero romano que resiste las altas temperaturas, se circulaba despacio. Lentamente fuimos cruzando la colada; el territorio arrasado por el volcán Tajogaite, impactó en la mirada de los mexicanos. También en todos nosotros. Algunas casas salvadas al límite mismo de su forma, islas excluidas, como libradas por la mano de un dios piadoso; otras castigadas por un dios impío, apenas asomando, inclinadas como barcos en la mar mala, un hundimiento eterno y detenido en una ausencia de sentido. Pasmo, perplejidad. A través de un micro, alguien de la organización narraba: “Ahora mismo estamos pasando por encima de lo que fue el barrio de Todoque…” Elsa López puso palabras al llegar a las poblaciones costeras La Bombilla y Puerto Naos, ahora deshabitadas y por ello, de aspecto fantasma. Las palabras ocuparon el vacío. A lo largo del trayecto casi luctuoso, las escritoras y los escritores se habían levantado de los asientos, hicieron fotografías y vídeos. Tanto a derecha como a izquierda, la negrura; una de las formas del infierno. En una larga mesa nos sentamos todos a escasos metros del mar. Una gran terraza abierta en un segundo piso. El fotógrafo Daniel Mordzinski me dijo que le acompañara para realizar las fotos oficiales del Festival. Primero, me colocó de portero en una cancha de fútbol sala que estaba justo al lado del restaurante, cinco disparos; después, nos acercamos al callao y pidió que me tumbara, cuatro disparos. Incluyendo el mar y las olas que rompían sin ganas, todo era gris acalimado, la luz escondida tras las nubes no alcanzaba a lucir las cosas; pero ese día llevaba una camisa a cuadros en tonalidades azules. Lo cierto, es que en la foto ya publicada del pintor y escritor echado en el callao, el azul que no existe en el mar gris, se encuentra en la camisa. Allí rompen otras olas; allí, en el pecho y al final de la tarde última, quedará “la sal que deja / la espuma de los días”. Daniel Mordzinski es un maestro. En la larga mesa fue un gran placer compartir mantel, entre otros comensales, con la catedrática e investigadora canaria, Yolanda Arencibia, que se hallaba sentada a mi izquierda. Es una de las máximas expertas en Galdós a nivel internacional. Le entregué mi libro de poemas y hablamos, entre otras cosas, de cómo hacer un buen caldo de pescado o del símil entre cocina y escritura, mientras a Valerie Miles y a Margarita de Orellana, sentadas en frente, le comentábamos aspectos del vino Teneguía o de los entrantes y demás viandas que se iban sirviendo. Entre los mexicanos, el queso de cabra asado con mojo verde y mojo colorado fue muy apreciado. Después de los cafés y los postres, regresamos a la guagua para seguir con los coloquios y charlas de la tarde. Los respaldos altos no dejaban ver a los que ya ocupaban asiento; fui de los últimos en subir junto al novelista David Toscana, que al no distinguir a Sarah Kuzmicz, entró sonriendo y preguntando: “¿Dónde está mi chica? Ya sentados, cerrando el elenco, como un dios Neptuno del fondo de las aguas, subió -o más bien-, surgió, barbudo y salado, el escritor Hernán Lara Zavala al grito de: ”¡Viva México cabrones!“; el chofer arrancó la guagua y pasó la algarabía marinera. De regreso a Los Llanos, al cruzar de nuevo el mal país, la lava gris y su brutal presencia a ambos flancos del ventanal, hizo que todos, absolutamente todos, guardaran silencio.
La intensidad del programa literario que tuvo lugar en Los Llanos de Aridane la semana pasada, es directamente proporcional a la necesidad que requiere una isla no capitalina y sin universidad, como La Palma. No sólo somos una postal, una romería, un volcán, un incendio o un territorio que sufre la sangría del despoblamiento. La isla tiene que buscar y encontrar algún tipo de equilibrio y con ello estar en el mundo de una forma más cercana a cómo el mundo pueda estar en nosotros. Aquí, los fenómenos culturales, y no únicamente los deportivos, pueden hallar un tipo de hogar aunque sea al ritmo de las estaciones. Lo cierto es que fue un inmenso honor y un gran placer para mí, estar tan bien acompañado; el elenco era de alto nivel. Espero que algo se me haya pegado. Por lo pronto, un puñado de amigos, buenos recuerdos y una caja de libros firmados por sus autores. En esta fantástica ocasión, me serví, sobre todo, de poesía y ensayo, dos cuentos y unas memorias. Dulce de pera para el otoño e importado de La Banda, como llamaban mis abuelos al Valle de Aridane. Dulce macerado, como dulce y agradable ha sido leer “Relato de los últimos días” (Letra Capital, 2020), del venezolano Francisco Javier Pérez, que además de lo que he dicho arriba, es secretario general de la Asociación de Academias de Lengua Española. Como si fueran escritos por un ángel enviado que abre las nubes del otoño para mostrar ciertas claridades, estos ensayos nos aproximan de un modo hermoso, al ocaso de ciertos personajes de la literatura o de la historia. Gestos o palabras de ellos mismos y de otros que encierran una esencia en el declive. Relámpagos crepusculares de Joseph Brodski, Napoleón, Saul Bellow, Anna Ajmatova, Susan Sontag, Jorge Gustavo Portela y muchos más. Porque los finales también tienen su poética y nuestra rendida admiración continúa encontrando belleza en ellos; y así, se equilibra la inclinación a pensar que la belleza ya estaba perdida. Bajo los laureles fue una alegría encontrar y conocer a Francisco Javier Pérez. Una alegría es leerlo ahora con admiración y ya, tan pronto, es un doble placer, releer su bello libro:
[“Por eso todo proceso de Cultura para las gentes que participan en él, suele resultar tan dramático, ya que los bienes del Espíritu que deben contribuir a la concordia y armonía humanas, no son frutos que caen del árbol como dádiva gratuita, sino que hay que conquistarlos y ganarlos en la envidiosa palestra del mundo”. De esto nos habla el hombre que está a punto de morir (Mariano Picón-Salas) y que ha escrito estas palabras. Está diciéndonos, como su mejor legado, que siempre la belleza nace del desamparo y que el desamparo nace para que la belleza nos salve, como insuficiencia y como insatisfacción en la empresa imposible por alcanzar el infinito.]
ÓSCAR LORENZO
San Andrés y Sauces
Isla de La Palma
10-10-2022