Espacio de opinión de La Palma Ahora
Enterrado en los ojos que un día besó (26)
En La Taberna de Chueca los muchachos fueron los últimos en irse. Habían decidido echarle un pulso a la noche bebiendo más Licor Cacao Pico y callejeando por las oscuras calles aledañas. Caminar, caminar y caminar como milicianos, y parar en los bares o tabernas que estuviesen abiertas para seguir bebiendo, frenando la noche, e intentando que no llegue el día, diciéndole que no pasará, como se les dijo durante tres años a los fascistas a las puertas de Madrid, No Pasarán. ¡Claro, estos muchachos eran hijos de perdedores! Los camareros empezaron a recoger la taberna cuando los muchachos cerraron la puerta, al mismo tiempo que hablaban sobre los preparativos de la cena y fiesta de disfraces del día siguiente, viernes treinta y uno, la última fiesta de Hiperión en medio de los dos mundos.
Eladi Crehuet, autor de La ciudad soñada, Santa Cruz de La Palma entre 1.955 y 1.965, en la casa de sus padres en Barcelona, Pompeyo y Mercedes, terminaba de hacer su maleta, quiso acostarse no muy tarde, porque al día siguiente saldría a primera hora hacia Madrid. Antes de cerrar la maleta se le vino a la memoria que su padre tenía un disfraz de Ben Turpin, actor americano de cine mudo al que Pompeyo profesaba devoción, y pensó llevarlo consigo a Madrid. No se dio cuenta Eladi, que aquel disfraz ya no le servía, no necesitó siquiera probárselo. Lo miró y dejó en donde mismo estaba, y se dijo que lo primero que haría, al llegar a Madrid, sería comprar uno. Cerró la maleta, puso el despertador, se acostó, y pronto se quedó dormido, pensando en el libro del que, en esa misma mañana, le había hablado Literato, y soñó con él durante toda la noche.
Eladi, que hacía la mili en Zaragoza, tenía unos días de permiso. Había recibido durante esa misma mañana una llamada por teléfono del padre de Hiperión, que se valió de unos amigos que le daban clase a Eladi en la facultad, para saber su número de teléfono. Literato, al ver que el extraño libro estaba publicado en Barcelona, pensó que Eladi debía de estar estudiando en aquella universidad. Lo más probable que derecho o literatura.
Literato, en el Kiosco El Ancla, había conocido a Eladi. Entonces Eladi era un adolescente con aspecto bonachón, - ausente de malicia-, como siempre lo ha tenido, al que solían llamar Melocotón, y al que Don Álvaro Rocha, Missipí, enseñaba, junto a su hermano, Pompeyo, a practicar boxeo en aquella vieja playa de Los Cancajos, para que se hicieran hombres rudos, -como les decía Missipí, su instructor-, y que pudiesen atraer a las mujeres; porque según Don Álvaro, a las mujeres solo les atraían los hombres así, rudos y valientes. Pero, Literato, le había perdido la pista a la familia Crehuet Serra.
Literato, cuando Eladi cogió el teléfono, le soltó aquel nombre por el que ya no lo llamaba nadie: Melocotón. Pensó Eladi que tenía que ser un palmero, o alguien que había estado viviendo en La Palma, quién estaba al otro lado del teléfono.
Cuando Literato le dijo su nombre, el que le pusieron durante su estancia en La Palma, Eladi le respondió que sí, que se acordaba de él perfectamente, el profesor de literatura que vino a hacer las milicias a La Palma, que era amigo de Sigrid, El Ángel Pelirrojo, y, que una vez licenciado, regresó a la isla de luna de miel al año siguiente.
Literato le comentó a Eladi que su único hijo, Hiperión, había muerto con dieciséis años, hacía dos días, el mismo día que Sigrid, El Ángel Pelirrojo, feneció en Alemania, la noche del veinte y ocho al veinte y nueve de diciembre. Literato le propuso a Eladi venir a Madrid a partir el año con una fiesta de disfraces algo o mucho felliliana, en la Taberna de Chueca, pues el espíritu de Hiperión así lo exigía, antes de salir al día siguiente para Turingia, donde Hiperión encontraría la total libertad, junto con el Ángel Pelirrojo, cuando esparcieran las cenizas de ambos sobre la tumba de Hölderlin.
Literato le comentó a Eladi que tenía un libro en sus manos, supuestamente escrito por Eladi, y de la manera que había llegado a él. Mónica, que había sido la primera novia, y también la última, de su hijo, se lo encontró dentro de su bolso, al sentarse, la tarde del día anterior, en el asiento del avión que la trajo de Tenerife a Madrid, -entonces no había vuelo directo con La Palma-, y por el cual, un celoso guardia civil, casi no la deja salir de la aduana.
A Eladi, en unos segundos, le vinieron a la mente flashes nostálgicos de las fiestas de fin de año que su padre preparaba en La Palma, y, lo que empezaba a saber de la historia de aquel libro le producía intriga, porque desde entonces, ya soñaba, de alguna manera, con escribir aquel libro.
Sin pensárselo, le respondió a Literato que sí, que vendría a Madrid el día siguiente a primera hora, y que regresaría el día uno al mediodía, para estar con sus padres. Se quedó pensando en cómo sería aquel libro que iba a tener en sus manos al día siguiente. Literato quedó en ir a recibirlo a Barajas, y le comentó que no reservara hotel, que se podía quedar en su casa.
Los viejos anarcosindicalistas tomaron el Metro en Chueca, -el último de la noche-, que los llevó a sus casas, donde sus compañeras estaban con la luz de la casa encendida, la cena puesta, y sin acostarse, pendientes de ellos. Billy, casi entrando a Salamanca, dormía en el vagón de tren que lo llevaba a Lisboa a escurrir el bulto y pasar las fechas con sus camaradas, iguales de asesinos que él, de la brutal PIBE, policía política del dictador Salazar. Soñaba con lo que soñaba siempre, con golpes mortales de kárate asestados a rojos indefensos que solo soñaban con un mundo sin dictaduras. Los dos cadáveres que Billy había tirado al Manzanares no habían aparecido aún. El fotógrafo le dio reveladas, a Sor Ácrata, todas las fotografías que le había disparado en aquella noche; ella, pensaba en que marcos alojarlos, y en qué sitio de su casa colocarlos.
En La Carmencita, todos, El Chivato Tántrico, Ninnette, Lissette, Maguisa, Constantine, Mikel Norel, Literato y su mujer, Mónica, Amparo, Paloma, El Charro y su mariachi, Carmencita y La Cofradía del Porro de Hierba, tras haber escuchado a Hiperión que pedía con extrema necesidad que le cantasen su canción preferida, -¡faltaba saber cuál era!-, miraron hacia los padres de Hiperión y a Mónica, que cuando Hiperión dejó de hablar, pronunciaron al unísono el título de la canción, La Negra Noche de Pedro Vargas.
Carmencita trajo a la mesa más Mibal Roble e Integral Cava de Llopart. El Charro, el mariachi y Maguisa sonrieron y se pusieron en pie: “La negra noche tendió su manto. Surgió la niebla, murió la luz. Y en las tinieblas de mi alma triste. Como una sombra llegaste tú. Ven e ilumina la árida senda. Por donde vaga loca ilusión. Dame tan solo una esperanza. Que fortifique mi corazón. Como en la noche nace el rocío. Y en los jardines nace la flor. Así en mi alma, niña adorada. Nació mi amor. Ya veo que asoma tras la ventana. Tu rostro de ángel encantador. Siento la dicha dentro de mi alma. Ya no hay tinieblas, ya no hay tinieblas. Ya salió el sol”. La cantaron otras tres veces, como había ocurrido cuando cantaron Sombras, de Javier Solís. Hubo una voz más, la del espíritu de Fernando que se había acercado a acompañarlos.
En el hospital, el cuerpo de Fernando estaba ya en el cajón de madera, o pijama, como lo llaman algunos. Al amanecer, después de los preparativos de los funerarios, estaría llegando al Tanatorio, cuando Ernesto y su familia pensaban llegar desde sus vacaciones interrumpidas en la nieve. Su espíritu ya había aceptado la muerte de su cuerpo. No hizo falta que Hiperión lo ayudase a dar ese paso. Cuando se encontró con el espíritu de Hiperión le dio las gracias por haberle pedido al Charro, a sus padres, a Amparo, y a todos los demás, que le cantasen su canción preferida, Sombras, de Javier Solís. “Sí, Hiperión, la música nos lo hace todo más llevadero. Tanto en el mundo inmaterial que estamos ahora, como en el material del que vinimos”.
Después de estas últimas palabras de Fernando a Hiperión, un poco más tarde, tuvieron ellos dos una larga, honda, profunda y llena de amor conversación.
En La Taberna de Chueca los muchachos fueron los últimos en irse. Habían decidido echarle un pulso a la noche bebiendo más Licor Cacao Pico y callejeando por las oscuras calles aledañas. Caminar, caminar y caminar como milicianos, y parar en los bares o tabernas que estuviesen abiertas para seguir bebiendo, frenando la noche, e intentando que no llegue el día, diciéndole que no pasará, como se les dijo durante tres años a los fascistas a las puertas de Madrid, No Pasarán. ¡Claro, estos muchachos eran hijos de perdedores! Los camareros empezaron a recoger la taberna cuando los muchachos cerraron la puerta, al mismo tiempo que hablaban sobre los preparativos de la cena y fiesta de disfraces del día siguiente, viernes treinta y uno, la última fiesta de Hiperión en medio de los dos mundos.
Eladi Crehuet, autor de La ciudad soñada, Santa Cruz de La Palma entre 1.955 y 1.965, en la casa de sus padres en Barcelona, Pompeyo y Mercedes, terminaba de hacer su maleta, quiso acostarse no muy tarde, porque al día siguiente saldría a primera hora hacia Madrid. Antes de cerrar la maleta se le vino a la memoria que su padre tenía un disfraz de Ben Turpin, actor americano de cine mudo al que Pompeyo profesaba devoción, y pensó llevarlo consigo a Madrid. No se dio cuenta Eladi, que aquel disfraz ya no le servía, no necesitó siquiera probárselo. Lo miró y dejó en donde mismo estaba, y se dijo que lo primero que haría, al llegar a Madrid, sería comprar uno. Cerró la maleta, puso el despertador, se acostó, y pronto se quedó dormido, pensando en el libro del que, en esa misma mañana, le había hablado Literato, y soñó con él durante toda la noche.