“La vista llega antes que las palabras. El niño mira y ve antes de hablar”.
“Modos de ver” John Berger (1926-2017)
Decía Pascal en una cita muy conocida, que todas las desdichas nacen de la incapacidad del ser humano para estar sentado a solas y en silencio en una habitación durante un par de horas. Si en el mundo de hoy alguien sigue esta recomendación, el familiar o amigo más cercano pensaría que a esa persona le sucede algo malo o que está deprimida. Uno de los últimos sabios, Georges Steiner (1929-2020), en una entrevista para El País (17-01-2001), afirmaba: “Vivimos en un mundo en el que el poder más terrible es el ruido. El silencio es el lujo más caro. Tienes que ser muy rico para no oír la música del vecino. Los niños tienen terror al silencio, pero los mayores también”. En la que es para mí su obra maestra, 'Gramáticas de la creación' (Ediciones Siruela, 2001), el profesor, crítico y teórico de la literatura, se extiende de un modo más amplio sobre el asunto:
“En nuestras sociedades la soledad es cada vez más extraña y, en verdad, sospechosa. La tendencia hacia lo comunal, lo participativo y lo colectivo es insistente. La multitud en una conocida frase, puede estar sola, pero es multitud. El terror de la soledad atormenta a una juventud incapaz de vivirla de forma productiva. En los edificios americanos, el hilo musical se pone en marcha desde que las puertas del ascensor se cierran, a fin de que los momentos de soledad no se muestren amenazadores. La democracia y el consumo de masas, con sus ideales de uniformidad, de aceptación y aprobación por los 'grupos paritarios', condena la soledad. Una sensibilidad apartada, un 'solitario' del pensamiento y de la imaginación, es el disidente más notable para los colectivos democráticos y populistas y para el reino de la mayoría”.
El acto de aislarse o tomar distancia, ya lleva implícita una actitud crítica con respecto a la sociedad. Es un movimiento no de egoísmo, sino de concentración, de encontrar el espacio adecuado para dilucidar las incertidumbres y establecer, si la hay, alguna certeza. Silencio y soledad van de la mano, pero no están de moda, ni siquiera son bien vistos por la mayoría. Mientras tanto, el ruido lo contamina absolutamente todo y sólo se salvan del bullicio, las bibliotecas públicas y las iglesias pobres que no visitan los turistas o los feligreses. Gracias a los libros y gracias a Dios, en caso de que el Zeus del ruido quiera meternos mano, podemos buscar refugio en casi cualquier gran ciudad o municipio que disponga de biblioteca; si no, iglesias hay en todos lados. Otra cosa es que estén abiertas. Y cuando no es el ruido lo que nos asalta, es la música constante y machacona en los supermercados, en la guagua, en el gimnasio, en la plaza pública cuando ponen los hinchables para los niños a ritmo de reguetón; incluso en las presentaciones de libros, como si la letra impresa o la poesía necesitaran de abalorios o de fuegos artificiales; no hay campaña electoral ni existe mercado municipal libre de música; parecer ser que los candidatos, las berenjenas y los tomates serían menos atractivos sin la matraquilla sonora; en fin, que hay que ponerle música a todo sarao cultural, deportivo o social porque si no parece aburrido. Música por todos los lados, pero, sin embargo, de Los Sauces hasta Los Llanos, incluyendo la capital de la isla, no hay, desde hace muchos años, ningún lugar donde los jóvenes y no tan jóvenes puedan ir a bailar un fin de semana. Los tiempos cambian, pero cambian a mucho ruido y pocas nueces. La abundancia de tanta barahúnda no queda ahí, sino que va mucho más allá. La omnipresencia del móvil en las manos de todo ser humano, es una onda expansiva y arrasadora que imposibilita cualquier intento de conversación o de pensamiento e incluso puede estropear una estupenda cena. [Objetivamente los niveles de ruido, el volumen de los fenómenos acústicos y amplificados que nos envuelven experimentan un crecimiento exponencial. En la noche de la ciudad, los silencios han desaparecido. Como una chicharra enloquecida, el teléfono móvil devora lo que queda de privacidad o de público en el silencio (en una alegoría maravillosamente elocuente se han oído sonar móviles en el interior de un ataúd)], afirmaba el pensador francés de origen judío.
Como estamos más saturados que nunca, el arte, el cine y el resto de la cultura que confunde ésta con el espectáculo, se dedican a incidir en plan sádico en la llaga. Así que más madera, como decían los hermanos Marx. En los museos que eran templos de silencio hasta la llegada de las 'instalaciones', te puedes encontrar cualquier cosa y para que la programación sea moderna, ésta tiene que ser audiovisual. Acosados por multitud de pantallas, como si ya no fueran bastantes las que tenemos en casa o en el bar donde desayunamos; aturdidos con vídeos incisivos y sonidos inexplicables; a veces, prácticamente a oscuras, sorprendidos por danzarines performantes que recorren las salas como inocentes libélulas, tropezando con motocicletas o con maniquíes de Balenciaga, viendo la nada descarnada o la purpurina a lo Jeff Koons, recorremos las salas y galerías, perplejos y atiborrados de tedio, buscando en los ojos de los que cuidan las salas un poco de piedad o de complicidad, para descubrir que el momento más lúcido dentro del museo, es cuando vamos al servicio y cerramos los ojos, y como una Dafne que huye de un dios que le acosa, queremos escapar y convertirnos en laurel. La crítica mexicana de arte Avelina Lésper, en 'El fraude del arte contemporáneo' (Madre Editorial, 2022), lo denomina 'arte VIP': Vídeo, Instalación, Performance. Rodrigo Noir, que hace la crítica del libro para la excelente revista mexicana 'Letras Libres, señala: “El arte clásico, una genuina realización, adquiere vida propia y un lugar en la memoria colectiva que el arte VIP no puede alcanzar sin el aparato de respiración artificial burocrático de la cultura o, alternativamente –y esto sobre todo en la anglósfera–, de la aprobación del mercado, en donde es arte simplemente lo que se adquiere como tal en un alarde de consumo conspicuo (Veblen) de filisteos que conocen el precio de todo sin saber el valor de nada (Wilde)]. Estridencia en lugar de belleza es lo que hay. Yo, cuando veo altavoces en los museos, salgo corriendo como un tiro y espero a mis amigos en el parque o en la taberna más cercana alegando que tengo una fatiga, un ahogo o sofoco metafísico. En 'Las rosas de piedra', un recorrido por las catedrales del norte de España, del escritor Julio Llamazares, que acabo de leer, hay un momento en que se afirma que el arte después del románico (siglos XI, XII y parte del XIII) no ha hecho sino degenerar. Visto a donde hemos llegado, dan ganas de pensar que esa fatalidad tiene mucho de cierto. El arte de la pintura y el de la escultura son disciplinas que se amparan en el silencio y en el recogimiento; es casi una cuestión sagrada, de respeto indispensable para acceder a una posible revelación. Lo demás es opaco, es ruido. John Berger en 'Modos de ver', una serie de televisión para la BBC en 1970, de la que también se hizo un libro del mismo nombre (Gustavo Gili, 2000), tuvo la lucidez de pasear la cámara por la National Gallery de Londres, sin que fuera necesario ir de la mano de sonido o de texto alguno. Fue un palo en esos tiempos sin Internet, una revolución. El mutismo de las imágenes televisadas se descubrió, con sorpresa, muy elocuente. Las pinturas se mostraron por sí mismas, en un silencio ineludible que las dotaba de luz y no desarticulaba su particular y para mí, sagrado e intocable significado o trascendencia. Todo pintor o poeta, tendría que estar agradecido a este gran hombre que nos ha enseñado a mirar.
En cuanto al cine, la presencia constante de la música, generalmente atronadora y anticipativa, en la mayoría de las secuencias de las películas, es alarmante y una de las causas que me han alejado de las salas y del cine hecho en los últimos tiempos. Para ir al cine, si no es a una filmoteca, procuro siempre tomar aspirina antes de comprar la entrada; generalmente es tiempo y dinero perdidos. Puede darse el caso donde la banda sonora siempre está presente; y esto suele ser así porque el pobre guion no da para más. El argumento son los fideos nadando y la música es el caldo que todo lo contiene. Pasa lo mismo en los programas de la televisión o en las series previsibles y pesadas de las plataformas; pero el colmo es la música en los telediarios: que el asunto es un terremoto o un volcán, pues a dramatizar se ha dicho y entonces ataca la orquesta al completo mientras dan el número de fallecidos o muestran el desastre a vista de dron. Ya sea un programa concurso, como el infame 'Masterchef' o un documental sobre el Ártico o Alejandro Magno, sobre leones o supernovas, la música se despliega como un dios cabreado para querer dar una dimensión impresionable de la cuestión tratada, todo ello en un intento de captar nuestra atención más inconsciente. En Youtube ya es el colmo: le das un dron con cámara al más pintado y entonces, rápidamente cuelga un vídeo sin ningún texto explicativo; pero eso sí, con un pedazo de banda sonora que parece que en cualquier momento va a suceder una catástrofe. Si vas a dar una conferencia sobre Cleopatra a un respetable auditorio, según avanza el estilo contemporáneo, va a haber que llevar de apoyo una orquesta de crótalos, chirimías dobles y laudes para que los asistentes no se aburran; y de regalo por la asistencia al evento, un abanico hecho con juncos importados del Nilo. Nos tratan como a niños y nosotros aceptamos la gracia. Todos nuestros sentidos tienen que estar siendo simultáneamente asaltados, en un deseo de entretenimiento que acaba transformándose en todo lo contrario: una ciega saturación que produce un estancamiento. Ruido incesante que lo audiovisual amplifica. No se tiene en cuenta la esencia de cada manifestación, creación o disciplina. Hacemos un paquete audiovisual, eliminamos el texto, la letra impresa y el silencio; y todo, todo será como un helado maravilloso. Y cuando acaba la fiesta, nos quedamos mirando el palo del helado y su crudeza vacía.
Lo audiovisual está aquí y nada escapa a su influencia; nuestros hijos no son nuestros hijos, sino hijos de lo audiovisual. A la mínima le damos el móvil al niño para que nos deje tranquilos. A cualquier hora del día, le ponemos una película y otra y otra más en un maratón interminable de imágenes. Cuando pequeño, uno esperaba una semana para poder ver 'Rin Tin Tin' o 'La conquista del espacio'. Las cosas no tienen su tiempo, ahora todo es posible en cualquier momento. Tragar y absorber sin comentar es el mantra. Grandes y chicos son esponjas que se hinchan sin hacer preguntas. Lo audiovisual acosa por todos lados. Vuelvo a Steiner: “Tras el nacimiento de los medios de comunicación de masas en la época romántica hasta la ruptura de los diques de Internet y la Red planetaria, ya nadie puede calcular ni el volumen ni el ritmo de las novedades, de las informaciones, de las sugerencias verbalizadas o imaginadas que nos sumergen y solicitan nuestra atención, que sacuden las emociones y la memoria individuales. El impacto sobre las antenas de la conciencia es incesante, el ruido dirigido al yo profundo, imparable. Busca y persigue ahora el ensordecimiento de lo subliminal. Las luces estroboscópicas de la inmediatez – ya sean los estímulos sensoriales de la información o de lo imaginario – nos ciegan los espacios de la visión. La transmisión instantánea y gráfica no hace más que amplificar lo que existe de monstruoso en los problemas mundiales. Nos entumecemos intentando soportar este material y los subsiguientes 'divertimentos' que contrarrestarían los horrores. Es este 'entumecimiento' el que debilita los centros neurálgicos de la creatividad. En esta pornografía del ruido, la serena intimidad se convierte en un privilegio de los afortunados y de los condenados. Según la psiquiatría, la incidencia actual de las depresiones nerviosas expresa el deseo de huir, de escapar a la presión del bullicio incontrolado engendrado por el clamor y voltaje de la recepción cotidiana].
Y esto es así, porque “desgraciadamente, mientras la velocidad a la que viajan las imágenes ha aumentado en unas décadas de forma exponencial, la velocidad a la que nuestro cerebro procesa la información es aproximadamente la misma que durante el Pleistoceno”, como afirman José Luis Pardo y Josefa Ros en 'Consumo rápido vs. Concentración' (El Cultural, 21-11-2022). Hacia el final del artículo hablan de las causas y consecuencias de tanto atropello: “Desprovistos de la oportunidad de refugiarnos en las viejas creencias para esquivar el miedo a la muerte, nos enfrentamos con resignación a la conciencia extrema de la brevedad nuestro tiempo finito.
Nuestro castigo por haber matado a Dios es la condena a un empacho experiencial que abrazamos para superar la zozobra a la que nos aboca la conciencia de que el mundo seguirá girando tras nuestra inevitable salida. Cuando esta sea inminente, echaremos la vista atrás con la intención de evaluar la relación calidad-precio de nuestro consumo vital, solo para comprobar que se nos han mezclado todos los sabores en la boca, dejándonos un retrogusto un tanto amargo“.
No sé si la velocidad del ruido o el ruido de la velocidad, constituye la marca de los tiempos, pero sí está claro que la dictadura de lo audiovisual en todos los campos de la actividad humana, se ha convertido en el estilo de contar las cosas o en la forma de parecer que nos acercamos a ellas. Toda información será ya siempre audiovisual o no será. Cuando alguien que te encuentras te habla de algo, no tarda ni cinco segundos en sacar el móvil. Sea el volcán de La Palma, la guerra de Ucrania o el último terremoto en Turquía, una parte de lo que nos llega de ellos son vídeos y fotografías grabados con el móvil que son enviados a otros móviles en cualquier parte del mundo y así sucesivamente. A veces esas imágenes grabadas por un particular y no por un profesional de la información, son las únicas que poseemos de ese hecho. Pero eso sí, luego, los medios las interpretan a su antojo. Explosión, móvil, grabar vídeo, enviar, twitter, whatsapp, facebook, e-mail y después, el telediario, es la hoja de ruta que recorren los acontecimientos en un mundo audiovisual y tan instantáneo como el Cola Cao. Como todo lo oímos y todo lo vemos (por eso es audiovisual) y también, como todo llega a donde quiera que nos hallemos, nunca vamos a encontrar el día en que el servicio de paquetería informativa no nos traiga algo nuevo. El acceso a todo siempre, no nos deja un rato de tranquilidad, porque la “chicharra enloquecida” que decía Steiner, no descansa y con ello, nosotros tampoco. Como si en el mundo nunca se hiciera de noche.
El mundo ya es así. Está hecho por una impresora y se halla expuesto en la gran feria de las vanidades, donde la realidad es virtual y suena una música atronadora las 24 horas del día. La técnica es digital y el estilo, tanto del continente como del contenido, sólo puede ser audiovisual. Me pregunto si eso cambiará al ser humano y en qué dirección se dará esa mutación. Y no sé contestar. Veo a la belleza y a las humanidades arrinconadas donde el mercado es el único dios posible. Un lugar donde la mediocridad acampa a sus anchas y se suele dar gato por liebre. No hay más que ver la programación de los canales de televisión, de algunos museos, de los cabildos o de los ayuntamientos. Por cierto, es la misma gala lamentable, la misma coreografía en todos los lugares. Primero en la tele y después, siguiendo la corriente, en el resto; y todo ello con dinero público. Dan pena. Puede ser que cambie el continente, pero la miseria del contenido seguirá siendo la misma. En realidad, ni la pandemia ni el volcán ni la guerra ni las patas coloradas de los flamencos, nada nos une, sino que todo nos dispersa. Sólo nos emparenta la fragilidad descubierta después de tanta amnesia y el tremendo aturdimiento a que estamos siendo sometidos bajo el imperio de lo audiovisual. Ésto y mucho más, sabríamos, si atendiendo a Pascal, tenemos la suerte de poder y saber estar sentados dos horas en silencio en una habitación. En realidad, nada es más “audiovisual” que el propio pensamiento. Memoria e imaginación manan de la fuente de la belleza, pero es necesario algún sacrificio para dar al agua la presencia de un ánfora que sea capaz de recogerla. Para dar forma a lo que fluye, para ofrecer un límite a lo que se dispersa, hace falta un “recogimiento del yo” y un cierto “rechazo del mundo exterior”, como nos recuerda Steiner en su ensayo: “Esta interrupción sobre un mar de silencio' es lo que necesita en la mayor parte de los casos el pensamiento y la imaginación de primer orden”. Se trata de poder oír lo más profundo. “Presionado hacia el terreno del ser, el oído interno del pensador, del poeta, o del maestro de la metáfora, parecen aprehender el silencio cargado que precede al primer resplandor de la forma naciente. El clamor de la sociabilidad comunicativa, de lo gregario, la estridencia que hoy se impone día y noche, convierte esta escucha en precaria. Estamos cada vez menos entrenados para escucharnos ser, a pesar de que esta escucha podría ser la condición previa esencial para lo creativo”.
ÓSCAR LORENZO
San Andrés y Sauces
Isla de La Palma
27-04-2023