Nos resulta fácil concluir de forma directa e inmediata que construir daña el entorno, más si este es un espacio protegido. Quizás nos viene a la mente el mito del buen salvaje.
Esta idea que expresa el mismo Rousseau en la frase «el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe», podría tener su símil arquitectónico en que el paisaje es bello y modificarlo, alterarlo lo corrompe o empeora. Pero por suerte las cosas no son tan simples y la actividad humana en cuanto a arquitectura se refiere puede aportar valores ausentes en el entorno natural que ayuden a completar e incluso mejorar.
Digamos por ejemplo que el paisaje lunar intacto se puede enriquecer con los restos de las naves de las misiones Apolo. Yo soy de los que creo que sí. Viene a cuento esta reflexión después de una nueva visita a Punta de Teno, en Tenerife, lugar con una fuerza natural irresistible, donde la belleza de los acantilados en invierno, tapizados del verde de otras latitudes,
con la fajana a sus pies, y el peñasco volcánico, vértice que divide los mares, y comienza la línea que los separa hasta el horizonte y el siempre presente viento conforma un espacio de una fuerza irresistible, pero, que en mi opinión se enriquece con la aportación humana de la impresionante carretera de acceso, con sus túneles y abismos, el faro que centra el espacio a
modo de vara de Moisés y la solitaria y excéntrica vivienda que se implanta en el lugar.
¿Que puede haber más evocador que la figura de un faro? Disfruté de nuevo con la grandiosa soledad de la casa con vistas al mar donde sentarse a ver cómo el sol nos abandona. Estas intervenciones nos hablan de sensaciones diferentes a las que nos brinda la naturaleza. Hablan de nosotros, los humanos, de cómo ocupamos el espacio que nos rodea, de nuestro ámbito soñado, o de nuestro espacio de creación anhelado. Valores propios de nuestra propia especie, como humanos, que no hay que enfrentar a ninguna percepción de carácter exclusivamente natural, sino que se complementan.
No soy partidario de esa visión puritana de un exceso de conservacionismo, que si bien no es lo mismo, se asemeja a conservadurismo.
Cuando la protección de un territorio se convierte solo en prohibición, acaba impidiendo la aportación humana al entorno natural. Y defiendo aquí la aportación humana en su faceta artística, y no especulativa, aunque tampoco estas son contrarias necesariamente. Pongamos de ejemplo César Manrique en Lanzarote. Con las normativas actuales no existiría Jameos del Agua, y la historia de ese espacio se limitaría a unos bocetos frustrados de un artista que fue derrotado por la burocracia normativa. Así ocurrió años después con las ideas de otro gran artista como Eduardo Chillida en Tindaya por el miedo a la actividad especulativa. ¿Acaso los Jameos del Agua no reporta suculentos ingresos a
la isla de Lanzarote?
De cómo la normativa debe ser para permitir la buena intervención artística e impedir la mala praxis, creo que nadie tiene respuesta. Pero la solución no debe ser limitarse a prohibir como medio de protección.
Recientemente se ha abierto el expediente de protección de las nuevas fajanas volcánicas, que siendo ya propiedad del Estado, que es, o debería ser, el garante de evitar un uso especulativo resulta quizás un poco prematuro e innecesario. La norma que regule ese espacio debe permitir la excepcionalidad artística, de lo bueno, aún a riesgo de
que lo bueno acabe no siéndolo, porque si buscamos certezas absolutas acabamos encontrando monstruos.
Está también muy extendida la opinión de que estas decisiones de proteger tal o cual cosa hay que dejarlas en manos del experto en tal o cual tema, sea en los crustáceos o los lagartos o tal formación geológica. Yo tampoco comparto esa opinión. Una cosa es escucharlas y otra dejar en manos de un especialista la decisión de un problema amplio. El especialista sabrá de fauna, flora o geología, pero puede no tener a la vez la visión de conjunto necesaria.
La ‘barbarie del especialismo’ en la ciencia, un concepto extrapolableâ¯a cualquier ámbito, del que ya advertía Ortega y Gasset, consiste en saber “cada vez más sobre menos”.
Evoco, sin invocar aquí, pero con cierta nostalgia, al hombre del renacimiento como polímata capaz de abarcar amplios conocimientos y la urgente necesidad de situar a esa polímata en
los sillones donde se toman las decisiones. Ciertamente si fuera este el criterio que define lo que es una distopía, estaríamos por desgracia en el paradigma de la mayor de
ellas.
En La Palma estamos ante el reto de decidir qué hacemos con nuestro nuevo territorio, imaginarlo, definirlo y más importante aún, materializarlo. Es un reto que no a todas las generaciones les toca asumir y ha caído a la nuestra esta responsabilidad. Hace falta mucha polimatía, que los mejores estén en donde deben, riesgo y decisión. Y si nos equivocamos tendremos el honor de ser los responsables.